- Vivir las Bienaventuranzas que predicó Jesús
- La santidad es dejar obrar a Dios
- Nos apoyamos a través de la comunión de los santos
«ESTA ES la estirpe de quienes buscan tu rostro, Señor» (Sal 24,6). Así reza la Iglesia entera en el salmo de la Misa de esta solemnidad de todos los santos. Y así, buscando el rostro de Dios, queremos pasar este día de fiesta. «Los santos y los beatos son los testigos más autorizados de la esperanza cristiana, porque la han vivido plenamente en su existencia, entre alegrías y sufrimientos, poniendo en práctica las Bienaventuranzas que Jesús predicó y que hoy resuenan en la liturgia. Las Bienaventuranzas evangélicas son, en efecto, el camino de la santidad»1.
Sin embargo, a primera vista, si recordamos las palabras de Jesús sobre los bienaventurados, nos puede parecer un panorama no muy alentador. Lo que se nos propone es lo que instintivamente rechazamos: sufrimientos, persecución, lucha, lágrimas... Sin embargo, san Josemaría señalaba que estas virtudes son las que Jesús bendijo «en aquel Sermón de la Montaña, las que hacen verdaderamente felices, santos, beati!... Todas esas virtudes que Jesús nos enseñó con su propia vida, las deseo para todos mis hijos y para mí»2. De este modo se comprende que «la santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»3. Necesitamos, por tanto, recuperar la libertad que surge de comprender que todo puede hacerse desde el amor de Jesucirsto.
Hoy, todos los santos nos impulsan a «que emprendamos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios. El Señor nos anima y quienquiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice: «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 12)»4.
«¿QUIÉN PUEDE subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón» (Sal 24,3-4). Sabemos que esta inocencia no consiste en no cometer nunca pecados ni faltas, o en estar libre de errores. Esta pureza se refiere, sobre todo, al corazón de quien se deja querer por Dios y no pone su esperanza en otros ídolos: seguridades, control, independencia, placeres, posesiones... «La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz»5.
Estamos convencidos de que cuando Dios nos pide algo, en realidad nos está ofreciendo su vida, su cariño. Así lo comprendió san Josemaría: «Mi felicidad terrena está unida a mi salvación, a mi felicidad eterna: feliz aquí y feliz allí»6. Comprender este modo de actuar de Dios, que se esconde donde a veces no pensamos encontrarle, es comprender que él nunca quiere nuestra infelicidad, tampoco aquí en la tierra. «Cada vez estoy más persuadido –decía también el fundador del Opus Dei–: la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra»7.
¡Qué alegría da pensar en todos los santos del cielo! Fueron como nosotros: con los mismos problemas y dificultades, con idénticas esperanzas y similares flaquezas. Si dejamos hacer a Dios en nuestras vidas como ellos, si somos fieles, podremos escuchar al final de nuestra vida, de labios del Señor, estas consoladoras palabras: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). A veces podemos imaginar que son pocos los que forman parte de ese Reino. Sin embargo, una de las lecturas de hoy nos recuerda una de las visiones que tuvo san Juan. Allí aparecía «una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas, y con palmas en las manos» (Ap 7,9). En esta incontable muchedumbre la Iglesia celebra a hombres y mujeres, de toda edad y condición, que gozan de la felicidad sin cuento en el cielo y que en la tierra supieron permanecer en el amor de Dios.
ESTA FIESTA es particularmente bonita para los que peregrinamos en la tierra, porque en aquella multitud que alaba sin cesar al Señor están presentes muchos hermanos nuestros, muchos amigos y parientes, gente corriente y ordinaria, dispuesta a interceder por nosotros. A varios incluso los habremos conocido personalmente. No estamos solos en nuestro camino de santidad: nos encontramos unidos a todos los cristianos –a los que triunfan ya en el cielo, a los que se purifican en el purgatorio y a los que peregrinan en la tierra– por una corriente de caridad que nos da vida: la comunión de los santos.
Durante la guerra que sacudió España en los años 30 del siglo pasado, san Josemaría escribía con frecuencia a sus hijos. Y en una de esas cartas les aseguraba: «Solo me faltáis vosotros, pero, ¡si supierais cuánta compañía os hago, a cada uno, durante el día y durante la noche! Es mi misión: que seáis felices después, con Él, y ahora, en la tierra, dándole gloria»8. La comunión de los santos es la oración de unos por otros, para que la gracia acuda a sanar las heridas o a fortalecer al que más lo necesite. Se repetirá así, muchas veces, esa experiencia que narraba él mismo: «Hijo: ¡qué bien viviste la Comunión de los Santos, cuando me escribías: "ayer sentí que pedía usted por mí!"»9.
«Piensa que Dios te quiere contento y que, si tú pones de tu parte lo que puedes, serás feliz, muy feliz, felicísimo»10. La Virgen Santa nos alcanzará la gracia de reflejar la belleza del rostro de Cristo y, así, formar el gran mosaico de santidad que Dios quiere para nuestro mundo.