Evangelio (Mt 3,1-12)
En aquellos días apareció Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea y diciendo:
—Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos.
Éste es aquel de quien habló el profeta Isaías diciendo:
Voz del que clama en el desierto:
«Preparad el camino del Señor,
haced rectas sus sendas».
Llevaba Juan una vestidura de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura, y su comida eran langostas y miel silvestre.
Entonces acudía a él Jerusalén, toda Judea y toda la comarca del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Al ver que venían a su bautismo muchos fariseos y saduceos, les dijo:
—Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que va a venir? Dad, por tanto, un fruto digno de penitencia, y no os justifiquéis interiormente pensando: «Tenemos por padre a Abrahán». Porque os aseguro que Dios puede hacer surgir de estas piedras hijos de Abrahán. Ya está el hacha puesta junto a la raíz de los árboles. Por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego.
»Yo os bautizo con agua para la conversión, pero el que viene después de mí es más poderoso que yo, a quien no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. Él tiene en su mano el bieldo y limpiará su era, y recogerá su trigo en el granero; en cambio quemará la paja con un fuego que no se apaga.
«BIENAVENTURADOS los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados» (Mt 5,6). Cuando Jesús pronunció esta bienaventuranza no se refería tanto a la necesidad física, sino a una más profunda. Tampoco se refería solamente a una adecuada distribución de bienes. Aquella necesidad es, más bien, la misma que describe el salmista cuando dice: «Tú eres mi Dios, al alba te busco, mi alma tiene sed de ti, por ti mi carne desfallece, en tierra desierta y seca, sin agua» (Sal 63,2). Se trata de un hambre que el alimento normal no puede saciar. «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[1], comentaba san Agustín.
Santa María Inmaculada experimentó está misma necesidad cuando volvía de celebrar la Pascua en Jerusalén. En mitad del viaje se dio cuenta de que Jesús no iba en la caravana de regreso. Ella y José «hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos, y al no encontrarlo, volvieron a Jerusalén» (Lc 2,44-45). Es de suponer la preocupación con que los dos vivieron la ausencia del Niño; una angustia que también podemos hacer nuestra cuando perdemos al único que puede saciar nuestros anhelos más profundos. «¿Dónde está Jesús? –Señora: ¡el Niño!... ¿dónde está? Llora María. –Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto. –José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y yo»[2].
En todos los hombres y mujeres hay un deseo de plenitud que es signo de la presencia de Dios en el alma. Es un hambre que nos indica quiénes somos y a dónde queremos ir. Por eso, no es algo que simplemente se satisface en el momento, sino que está llamado a dirigir toda nuestra vida. «Un deseo sincero sabe tocar en profundidad las cuerdas de nuestro ser, por eso no se apaga frente a las dificultades o a los contratiempos. Es como cuando tenemos sed: si no encontramos algo para beber, esto no significa que renunciemos, es más, la búsqueda ocupa cada vez más nuestros pensamientos y nuestras acciones, hasta que estamos dispuestos a hacer cualquier sacrificio para apaciguarlo, casi obsesionados. Obstáculos y fracasos no sofocan el deseo, no, al contrario, lo hacen todavía más vivo en nosotros»[3]. En esta escena, María sintió más que nunca la sed de su Hijo, pues había perdido momentáneamente a aquel que daba sentido a su vida.
«AL CABO de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lc 2,46-47). María ve saciada su sed de Jesús. Sin embargo, a la alegría por haber recuperado a su Hijo, se une también la sorpresa. ¿Qué hacía aquel Niño enseñando a los sabios de Israel?
Jesús estaba, a su vez, saciando el hambre de Dios que tenían aquellas personas. Él había sido enviado precisamente para atender esa necesidad. Y, al contemplar a esos ancianos, vivió algo parecido a lo que diría más tarde antes de la multiplicación de los panes: «Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer» (Mt 15,32). El Señor comprende nuestros sufrimientos y, como en aquella ocasión, quiere que sus discípulos superen la indiferencia y se pongan manos a la obra: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37). «Queremos el bien –señalaba san Josemaría–, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda»[4].
Podemos suponer que, de algún modo, Jesús desarrolló una particular mirada de compasión gracias a su Madre. Son muchos los momentos en lo que vemos a María atenta a las necesidades de los demás: intuye que su prima Isabel agradecería sus cuidados, advierte que falta el vino en Caná, acompaña a los apóstoles en los primeros pasos de la Iglesia… Y también hoy sigue ayudando a todos sus hijos a colmar el hambre y la sed de Dios.
MARÍA y José se maravillaron al encontrar a su Hijo en esa situación en el Templo. Su madre se acercó y le dijo: «¿Por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos». Pero la respuesta de Jesús, que son las primeras palabras que la Escritura recoge de él, puede resultar desconcertante: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,48-49).
Jesús habla en varias ocasiones de cuál es su alimento. Así ocurre, por ejemplo, cuando encuentra a la samaritana. Su sed, en realidad, no era tanto de agua, sino de hablarle a esa mujer sobre el reino de Dios. Por eso, cuando los apóstoles le insisten en que coma, él dice que tiene un alimento que ellos no conocen: «Hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Y la voluntad del Padre es, como vemos cuando enseña a los ancianos en el Templo, anunciar a todos la salvación: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» (Mt 4,4). Esta es «la mayor justicia que se puede ofrecer al corazón de la humanidad, que tiene una necesidad vital de ella, aunque no se dé cuenta»[5].
El evangelista hace notar que María y José no entendieron estas palabras de Jesús. Y señala, al mismo tiempo, que su madre guardaba todas estas cosas en su corazón inmaculado (cfr. Lc 2,51). Ella anticipa, en su propia vida, lo que su Hijo señalará como característica esencial de sus discípulos: «Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). María también hará suyo ese alimento con el que saciará su hambre y su sed de Dios.