BIENAVENTURADOS los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). Una particularidad de esta bienaventuranza es su reciprocidad. Es decir, que aquello que damos a los demás a su vez se nos concederá a nosotros como un don de Dios. Y también sucede al revés: la misericordia divina que recibimos es la que nos impulsa a ser misericordiosos con otros. Esto es lo que observamos en la vida de María Inmaculada. En la escena de las bodas de Caná, por ejemplo, vemos cómo María se conmueve y alcanza la bendición de su Hijo en favor de los allí presentes.
Los invitados a la fiesta se encuentran celebrando a los novios. María, al mismo tiempo, está atenta al conjunto. Nota que falta algo y concluye: no hay vino. «En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, solo María advierte la falta de vino... Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si, como ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios»[1].
María se da cuenta del problema y su corazón le mueve a buscar una solución. Ella sabe que el corazón de su Hijo es aún más rico en misericordia, y que no se desinteresa de los problemas de los demás. Por eso se dirige a él: «No tienen vino» (Jn 2,3). Y no dice más. Ella misma ha experimentado en su propia vida que no hacen falta grandes discursos para mover el corazón misericordioso de su Hijo. Basta presentarse necesitado y, sin dejarnos de la mano, él hace el resto. «María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone “en medio”, o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede –más bien “tiene el derecho de”– hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres»[2]. Eso mismo hace ella en esta Novena si abandonamos en sus manos nuestras preocupaciones.
LA RESPUESTA de Jesús a las palabras de María podría parecer que refleja cierta indiferencia: «Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Es normal que esta forma de dirigirse a su Madre nos desconcierte. «Quisiéramos objetar: ¡tienes mucho con ella! Fue ella quien te dio la carne y la sangre, tu cuerpo; y no solo tu cuerpo: con su “sí”, que pronunció desde lo más hondo de su corazón, ella te engendró en su vientre; con amor maternal te dio la vida y te introdujo en la comunidad del pueblo de Israel»[3].
La tradición ha visto en estas palabras un paralelismo con la escena en el Calvario. Ambos momentos están marcados por la presencia de María. En Caná intercede cuando todavía no ha llegado «la hora» de su Hijo; en el Calvario, cuando se cumple ese momento, «Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los pies de la cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón para los que no saben lo que hacen (cfr. Lc 23,34), María, con perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y la capacita para abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que nos alcanza la misericordia divina»[4].
En Caná, Jesús responde con esa aparente frialdad porque el regalo que tenía pensado era mucho mayor que el vino: su misma Madre, a través de la cual concedería su gracia con abundancia. El corazón de la Inmaculada, atento a las necesidades de esos esposos, estaba llamado a acoger a todos los hombres, para reunirlos en el amor infinito e incondicional que Dios nos tiene. Ella nos recuerda que su Hijo no ha venido a «llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,13). Por eso «ningún pecado del hombre puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo: su misericordia para nosotros es redención»[5].
MARÍA no se contenta con la respuesta de su Hijo. Por eso se acerca a los sirvientes y les dice: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Jesús entonces ya no se resiste y obra el milagro. Les hace llenar de agua las tinajas y cuando el maestresala prueba su contenido se maravilla: «Todos sirven primero el mejor vino –le dice al esposo–, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora» (Jn 2,10).
La fiesta debió de seguir con normalidad. Durante la celebración, la mayoría de los presentes quizá no fueron conscientes del milagro que acababa de ocurrir. Ciertamente, disfrutarían del vino, pero sin saber su procedencia. Por eso, cuando más tarde Jesús invita a la gente a ser misericordiosos para recibir misericordia, nos está animando a conceder a los demás los dones más altos que conservamos en nuestro corazón, sin esperar a comprobar sus buenos méritos, pues así hace Dios con nosotros. Podemos incluso ofrecer nuestro amor cuando hemos sido injuriados, pues vivimos del don de Dios: «Cada uno debe recordar que necesita perdonar, que necesita perdón y que necesita paciencia; este es el secreto de la misericordia: perdonando se es perdonado»[6]. Dios nos precede perdonándonos a nosotros para que podamos ser misericordiosos con los demás.
En esta bienaventuranza Jesús quiere que reconozcamos esta realidad: hemos recibido más de lo que podemos dar. De algún modo, todos estamos «en deuda» con alguien. En primer lugar, con Dios, pero también con tantas otras personas que nos han dado mucho: padres, hermanos, amigos… Por eso necesitamos la misericordia, porque en muchas de esas relaciones nunca vamos a llegar a devolver lo mucho y bueno que hemos recibido. En este camino de preparación para la fiesta de la Inmaculada, María nos muestra que «solo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito; si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como él, sin medida»[7].