EN EL CAMINO de la Bienaventuranzas, que recorremos en esta Novena a la Inmaculada, hoy podemos considerar por qué la Virgen fue feliz en medio de la pobreza. «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Jesús fue pobre desde su nacimiento. Dios podía haberse hecho hombre dentro de una familia rodeada de comodidades y en una ciudad importante. Sin embargo, lo hizo en el seno de una mujer sencilla, la Inmaculada Virgen María, en un pequeño pueblo de Israel. Su nacimiento no tuvo mucho brillo humano. San Lucas lo describe así: una mujer «dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento» (Lc 2,6-7). Solamente unos pastores cansados y llenos de asombro fueron testigos de lo que acababa de ocurrir. Cristo «no quiso ninguna cosa especial, ningún privilegio. Todo se desarrolla con naturalidad extrema: desde la concepción hasta su nacimiento. (...) El Señor sabía lo áspera que había de ser su carrera. Pero tenía hambre de venir a la tierra para salvar a todas las almas»[1].
La pobreza que rodea la escena del pesebre contrasta con la alegría de sus protagonistas. Podría parecer que, en semejantes condiciones, resultaría difícil lograr una cierta felicidad. Pero la dicha de María y José no depende de las circunstancias externas o de los bienes que poseen. Han descubierto un gozo profundo que no se basa tanto en las realidades pasajeras, sino en la conciencia de vivir en la presencia de Dios. Ellos son capaces de ver su amor divino detrás de todo lo que ha ocurrido en esas jornadas: el viaje improvisado a Belén, la falta de sitio en la posada, la incomodidad del pesebre… María y José pueden decir, en definitiva, lo que san Pablo escribiría más tarde a los filipenses: «He aprendido a contentarme con lo que tengo: he aprendido a vivir en la pobreza, he aprendido a vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp, 4,11-13).
EN BELÉN, María sabe que su vida, desde las cosas más prácticas hasta la felicidad más profunda, depende de José y de Jesús. Todas las generaciones podrán llamarle bienaventurada no tanto por lo que ella ha hecho, sino, sobre todo, por lo que Dios va obrando en su corazón. No ha sido la madre del Salvador por méritos propios, sino que es el Señor quien la ha elegido, y ella ha respondido que sí. Ahora ha podido dar a luz a Jesús en aquel establo gracias a las atenciones de José. Sus cuidados le permiten recuperar fuerzas, con la seguridad de quien tiene a alguien en quien apoyarse. Esta es la riqueza que María posee en estos momentos: el reconocimiento de que necesita a los demás.
Dios cuenta con las personas que nos rodean para hacernos llegar su ayuda, para sostenernos en los momentos en que podamos sentirnos más débiles. En una ocasión, el prelado del Opus Dei animaba a «ver la vida como un camino de colaboración en el que nos sostenemos unos a otros. Los momentos de contrariedad pueden acabar siendo ocasiones favorables de crecimiento interior, de mejora personal y social: nos obligan a salir de nosotros mismos, a abrirnos a los demás»[2]. María se sentía sostenida en todo momento por Jesús y José. Al mismo tiempo, ellos también se sentían sostenidos por ella. Así ocurre en la vida de cualquier persona. Por grande que sea la incertidumbre humana, siempre podemos transmitir cariño y serenidad a los demás, y también al revés: podemos encontrar consuelo en las personas que nos quieren.
Esa dependencia que tenemos de las relaciones no es una limitación, más bien lo contrario. Allí reside una de las fuentes de felicidad en esta tierra, pues «la alegría no es la emoción de un momento: ¡es otra cosa! La verdadera alegría no viene de las cosas, de tener, ¡no! Nace del encuentro, de la relación con los demás, nace del sentirse aceptados, comprendidos, amados y del aceptar, del comprender y del amar; y esto no por un momento, sino porque el otro, la otra, es una persona»[3]. En Jesús y en su Madre Inmaculada podremos encontrar siempre un amor que nos acepta y nos comprende.
NO HACEN falta muchas cosas para ser feliz en Belén. Jesús, María y José se sostienen mutuamente. Es cierto que las circunstancias externas del lugar quizá no invitan a amar esa situación, pero la Sagrada Familia abraza esa realidad que tienen entre manos. También en la vida de cada persona, Dios nos invita a acoger con serenidad y alegría lo que nos ocurre, porque él siempre nos acompaña. Y, en primer lugar, nos invita a acoger a aquellos que él ha puesto a nuestro lado.
La pobreza de espíritu lleva a descubrir la riqueza de cada persona, aún cuando haya muchos aspectos que difieren de nuestro modo de ser y de vivir. El valor de cada uno no depende de las cualidades o de las afinidades que podamos tener, sino del hecho de que esa persona ha sido amada por Dios y de algún modo ha sido confiada a nuestra compañía. «El secreto de la vida se nos ha revelado por cómo la trató el Hijo de Dios, que se convirtió en hombre, hasta asumir, en la cruz, el rechazo, la debilidad, la pobreza y el dolor. En cada niño enfermo, en cada anciano débil, en cada migrante desesperado, en cada vida frágil y amenazada, Cristo nos está buscando, está buscando nuestro corazón para revelarnos la alegría del amor»[4].
Cuando acogemos a una persona tal como es, con sus virtudes y defectos, estamos acogiendo a Cristo. Esto mismo es lo que realiza María Inmaculada con cada uno de nosotros. Al vernos, reconoce el rostro de Jesús, pues con su muerte él nos ha rescatado del pecado. Ella, como buena Madre, es la primera que nos acoge; sabe reconocer que «cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo»[5].