- Los magos descubren la mansedumbre.
- La ira de Herodes.
- La tierra de los mansos.
«BIENAVENTURADOS los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4). Los Reyes Magos vieron cumplida esta bienaventuranza en Belén, muchos años antes del día en que la pronunciara Cristo. Es probable que, al llegar al portal, se sorprendieran al ver el ambiente que rodeaba a quien pretendían adorar. Quizá imaginaban encontrar a otros grandes monarcas de la época, impacientes por conocer a aquel salvador esperado desde hacía tantos años. En cambio, lo único que contemplan es a un niño recostado en un pesebre junto a sus padres. Solamente unos pastores se han acercado a ofrecer los pocos dones que tenían. Este era el cortejo que acompañaba al Mesías.
Los magos habían dejado atrás muchas cosas, al menos por un tiempo, para recorrer el camino que les llevaba hasta Cristo: comodidades, bienes terrenos, proyectos personales… Ahora se dan cuenta de que para descubrir al Niño Rey tienen que desprenderse también de algo mucho más profundo: su modo de entender el ejercicio del poder y de la realeza. Buscaban a alguien poderoso, y encuentran a un pequeño indefenso. Comprenden que aquel rey en el pesebre no se impone con la fuerza, sino con la mansedumbre. No domina, sino que asume la fragilidad de la naturaleza humana para acercarnos hacia él.
«No son los violentos los que heredan la tierra, al final corresponde a los mansos: ellos tienen la gran promesa, y así nosotros debemos estar seguros de la promesa de Dios, de que la mansedumbre es más fuerte que la violencia»[1]. Aquella escena en el portal probablemente cambió los esquemas que regían la vida de los magos. Quién sabe si desde entonces ejercerían su realeza de otro modo, a partir de lo que vieron en Belén. Quizás se quedarían también maravillados por la actitud de la Virgen María. «Si alguien se merece ser importante, tendría que ser ella», podrían haber concluido. Y en cambio verían la familiaridad de la Madre con el hijo. Ella, precisamente por su mansedumbre, acogió con fe la promesa divina y se dejó transformar por Dios. Le podemos pedir que, en este tercer día de la Novena por su Inmaculada Concepción, nos consiga de Dios esa misma actitud mansa y humilde
EN CUANTO José supo por el ángel que buscaban a Jesús para matarlo, «tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto» (Mt 2,14). Esta situación parece contradecir la bienaventuranza que proclamaría más tarde el Señor sobre quiénes serán los herederos de la tierra. Esta vez, los mansos se han visto obligados a dejar su lugar, mientras que la ira de Herodes se ha extendido en todo su territorio. A primera vista parece que ha vencido el más fuerte, el que se quiere imponer por la violencia.
Pero la bienaventuranza no se refiere tanto a un lugar físico, sino a algo mucho más valioso. «El manso es aquel que “hereda” el más sublime de los territorios. No es un cobarde, un “perezoso” que se encuentra una moral cómoda para no meterse en problemas. ¡Nada de eso! Es una persona que ha recibido una herencia y no quiere dispersarla. El manso no es una persona complaciente, sino el discípulo de Cristo que ha aprendido a defender otra tierra bien distinta. Defiende su paz, defiende su relación con Dios, defiende sus dones»[4]. Como dice el salmista: «Señor, tú eres el lote de mi heredad y de mi copa: tú sostienes mi parte. Me ha tocado en suerte un lote hermoso; me agrada mi heredad» (Sal 16,5-6). Este es el territorio que, a fin de cuentas, llegará a poseer el manso: Dios mismo.
La Virgen María supo vivir ese momento de peligro con mansedumbre porque confiaba en el Señor. Lógicamente, experimentaría cansancio e incertidumbre, pero acogió esas dificultades con serenidad, sin perder la paz: sabía que nada escapaba del plan de Dios. Seguramente Jesús pudo ser testigo de esa mansedumbre de su madre en muchas circunstancias ordinarias. Por eso, cuando más adelante diría «soy manso y humilde de corazón», podemos suponer que, en parte, lo habría aprendido de María. Eso fue lo que atrajo «la mirada de la Trinidad Beatísima sobre su Madre y Madre nuestra»[5].