"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

12 de diciembre de 2022

Encuentro con la verdad

 



LOS PROFETAS anunciaron al Mesías y, gracias a sus palabras, el pueblo de Israel esperaba y deseaba intensamente su llegada: «¡Naciones! Escuchad la palabra del Señor. Anunciadla en las islas remotas»[1]. En muchas ocasiones, sin embargo, vemos que el pueblo pasó por alto los mensajes proféticos y, al no aceptarlos, se le hizo difícil evitar su propia ruina. Es significativa en este sentido la historia de Balaam, un vidente pagano al que un rey enemigo de Israel le exige que maldiga al pueblo de Dios. Lleno del Espíritu del Señor, Balaam no hace caso de la presión real y bendice por tres veces al pueblo de la elección: «¡Qué hermosas son tus tiendas, oh Jacob, y tus moradas, Israel!» (Nm 24,5). El final de Balaam es trágico, pues morirá a manos de los mismos israelitas.

En su profecía, Balaam simboliza el advenimiento del Mesías como una estrella que saldrá de Israel: «De Jacob viene en camino una estrella» (Nm 24,17). El Salvador que desciende será como «una gran luz sobre la tierra»[2]. Pasados los siglos, precisamente la luz de una estrella dirigirá el paso de los Magos que descubren en ella un mensaje de salvación. La estrella les lleva hacia «una llamita encendida en la noche: un frágil niño recién nacido que da vagidos en el silencio del mundo»[3]. Aunque todos vieron la estrella, no todos comprendieron su sentido. En la oración colecta de hoy pedimos audazmente: Señor, «con la luz de tu Hijo que viene a visitarnos ilumina las tinieblas de nuestro corazón»[4]; danos la claridad necesaria para descubrir la importancia de todos estos acontecimientos en la vida personal, íntima, de cada uno.

Se dice en el libro de los Números que Balaam es un «hombre de ojos penetrantes» porque «escucha palabras de Dios y conoce los planes del Altísimo» (Nm 24,15-17). En la meditación sosegada de la palabra revelada encontramos luz para nuestro caminar diario. «Antorcha es tu palabra ante mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119,105). En la Escritura aprendemos también a leer nuestra propia vida. «En ese Texto Santo –nos alentaba san Josemaría–, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida (...). Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo»[5].


MIENTRAS JESÚS, en una de sus frecuentes visitas al templo, enseña a los peregrinos que se han acercado a escucharle, se presentan las autoridades –los príncipes de los sacerdotes y los ancianos, es decir, los miembros laicos del Sanedrín– con la intención de probar al Señor. Están molestos con él, entre otros motivos, porque goza de una autoridad ante el pueblo que no le ha sido concedida por los poderes establecidos. «¿Con qué potestad haces estas cosas? ¿Y quién te ha dado tal potestad?» (Mt 21,23). No preguntan movidos por una curiosidad honesta, simplemente les disgusta la predicación del Maestro y se rebelan porque las multitudes le siguen con entusiasmo.

Como se ve en otras ocasiones, también ahora Jesús conoce la intención de sus corazones. Se comportan con doblez, con fingimiento, no son claros. Le hacen una pregunta ambigua, cuando en realidad lo que buscan es que Jesús diga de una vez por todas si es el Mesías. Ellos, en cualquier caso, no están dispuestos a reconocerlo y obran con una astucia mala. No nos sorprende que el Maestro les deje sin contestación, porque «Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma»[6].

Dios se hace presente en los corazones que le buscan con honestidad. «Al que es íntegro en el camino le mostraré la salvación de Dios» (Sal 50,23). A Jesús le conmueve el niño que se acerca con sencillez, el leproso que enseña sus llagas, el ciego que grita sin miedo al qué dirán o el publicano que escala un árbol para verle mejor. Es decir, los corazones que no se esconden detrás de la falsedad. «El cristiano ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo. Si alguno tiene en este mundo la obligación de mostrarse consecuente, es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don, la verdad que libera, que salva»[7].


«¿QUIEN T ha dado tal potestad?», le preguntan. El Maestro responde con otra interrogante: «También yo os voy a hacer una pregunta, si me la contestáis también yo os diré con qué potestad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del cielo o de los hombres?» (Mt 21,24-25). Con estas palabras, Jesús pone a las autoridades delante de la verdad y, al mismo tiempo, elogia a Juan. Aunque el pueblo había acudido multitudinariamente al Jordán para ser bautizado, las autoridades no escucharon su mensaje de conversión y penitencia. Los jefes del pueblo no saben qué responder a Jesús porque carecen de una disposición abierta a la verdad. En realidad, solo buscan la aprobación del pueblo. Sopesan las dificultades que les puede acarrear decir una cosa u otra –era del cielo... era de los hombres...– y no encuentran una salida que les libre del compromiso: «No lo sabemos


El encuentro con la verdad requiere una actitud de apertura y aceptación. La verdad cristiana se la encuentra solo si se ama gratuitamente. Con su valentía y humildad, el Bautista fue un testigo audaz de la verdad. Una actitud coherente puede que no nos lleve a un camino fácil. Sin embargo, la verdad es amable de por sí y tiene una enorme fuerza de atracción. Para mostrar el «esplendor de la verdad»[8] conviene, en primer lugar, hacer el esfuerzo de buscarla, permanentemente y con honestidad, para así poder conocerla y contemplarla. Si se ama realmente la verdad, si esta se adentra en nuestro interior para cambiarnos, es más fácil expresarla con don de lenguas y hacerla visible. Mostrar la amabilidad de la verdad es una tarea de los cristianos.


Cristo dijo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (Jn 4,6). Por eso, la pasión por buscarla y transmitirla es una gustosa tarea para nosotros. «Ya hace muchos años vi con claridad meridiana un criterio que será siempre válido: el ambiente de la sociedad (...) necesita una nueva forma de vivir y de propagar la verdad eterna del Evangelio: en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad –quasi lucernae lucentes in caliginoso loco»[9]. En compañía de santa María y de san José caminamos hacia Belén. A su lado podemos aprender esa rectitud de corazón con que ambos buscaban a Dios en las pequeñas y grandes verdades de su mundo ordinario.