"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

11 de diciembre de 2022

GAUDETE !!!

 



Evangelio (Mt 11,2-11)


Entretanto Juan, que en la cárcel había tenido noticia de las obras de Cristo, envió a preguntarle por mediación de sus discípulos:


— ¿Eres tú el que va a venir, o esperamos a otro?


Y Jesús les respondió:


— Id y anunciadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí.


Cuando ellos se fueron, Jesús se puso a hablar de Juan a la multitud:


— ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un hombre vestido con finos ropajes? Daos cuenta de que los que llevan finos ropajes se encuentran en los palacios reales. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta. Éste es de quien está escrito:


Mira que yo envío a mi mensajero delante de ti,


para que vaya preparándote el camino.


En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.


ALEGRAOS SIEMPRE en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca» (Fil 4,4-5). En la liturgia de la Iglesia, el tercer domingo de Adviento es conocido como domingo «gaudete» o «de la alegría», y se nos invita a reflexionar sobre la causa de nuestro gozo. Todos, en lo más profundo de nuestra alma, ansiamos ser felices. Sin embargo, en ocasiones buscamos esa alegría solo en aspectos parciales de nuestra vida: en poseer ciertos bienes materiales, en el reconocimiento social que recibimos, en adquirir algún tipo de cualidad o en una serena vida familiar. Todo esto es bueno, sin duda, pero san Pablo nos recuerda que esas alegrías solo llegan a su plenitud cuando están enraizadas en la felicidad que nos regala Jesús: «Alegraos siempre en el Señor».


El profeta Isaías, por su parte, invita con fuerza a su pueblo a vivir con alegría, a pesar de las asechanzas de sus enemigos o de las numerosas veces que se ha alejado de su Dios: «Que el desierto y la tierra árida se alegren, que se goce la estepa y florezca como las azucenas» (Is 35,1). También nosotros, incluso cuando se insinúan las tentaciones o cuando estamos cansados, podemos conservar esa alegría en el fondo de nuestros corazones. Y esta posibilidad, gracias a la cercanía de Cristo, es lo que celebramos en Navidad.


La alegría «es la respiración, el modo de expresarse del cristiano»[1]. Así como la respiración es la primera manifestación de la vida, la alegría sincera es una manifestación de que Jesús ofrece una respuesta auténtica a los anhelos profundos de nuestro corazón. «Fortaleced las manos débiles, y consolidad las rodillas que flaquean. Decid a los pusilánimes: ¡Cobrad ánimo, no temáis!» (Is 35,3-4), sigue diciendo el profeta Isaías en la primera lectura de hoy. Dios, de una manera sorprendente, manifiesta más alegría por la Navidad de la que tenemos nosotros mismos: así de grande es su anhelo por encontrar un espacio en nuestra vida.


JUAN EL BAUTISTA nos acompaña durante gran parte del tiempo de Adviento. Vemos encarnada en él una virtud indispensable para disfrutar de esa alegría perdurable: la humildad. Toda su vida estuvo dirigida a preparar a los hombres la llegada del Mesías. Por eso, cuando estaba en la cárcel y oía los prodigios que realizaba el Cristo, «envió a preguntarle por mediación de sus discípulos: “¿Eres tú el que va a venir, o esperamos a otro?”» (Mt 11,2-3). Jesús, después de describir las obras que ha realizado, pronunció este elogio a su primo: «Este es de quien está escrito: “Mira que yo envío a mi mensajero delante de ti, para que vaya preparándote el camino”. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista» (Mt 11,10-11).


La humildad nos ayuda a orientar nuestra existencia hacia la grandeza de Dios. La soberbia, por su parte, «no cree posible que Dios sea tan grande que pueda hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a nosotros»[2]. En cambio, quien es humilde, sin negar los propios talentos ni perder la motivación para trabajar de la mejor manera posible, encuentra su alegría en inclinarse ante un niño, como lo hicieron los reyes de Oriente o los pastores.


La virtud de la humildad nos enseña que el único juicio importante es el de un Dios que se nos muestra en el rostro de un niño. Cada vez que nos acercamos, a través de la oración, al amor concreto de Jesús, nos liberamos de los juicios sobre nosotros mismos, que muchas veces no corresponden a la realidad y terminan por robarnos la paz. Descubrimos que Dios nos quiere no por lo que hacemos o por lo que dejamos de hacer, sino por lo que somos: sus hijos. Y también nos ayuda a no juzgar a los demás. En Belén podemos convertir nuestra mirada en una mirada más humilde, para después ser fuente de paz y de alegría en quienes nos rodean.


SAN JOSEMARÍA resumía las tareas de un apóstol en «sembrar la paz y la alegría»[3]. La humildad de sabernos sembradores de una gran noticia que viene de Dios nos llevará a no cansarnos de difundir el Evangelio. En muchas ocasiones bastará nuestra sonrisa ante una adversidad; en otras, la comprensión que manifestamos ante el problema de un ser querido... «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[4].


Nuestro testimonio cristiano no se dirige contra nada ni contra nadie, sino que es la manifestación de la humildad de un Dios que ha querido hacerse hombre para que todos pudieran encontrarlo. Como humildes discípulos suyos, queremos contribuir con aquel anuncio: cada uno de nuestros gestos de cariño puede ser fuente y renovación de la alegría del ambiente en el que nos encontramos; Jesús quiere nacer en los demás a través de nuestras pequeñas obras de amor.


La Virgen Santísima es causa nostrae laetitiae, siempre nos trae alegría. Le podemos pedir que, como el Bautista, sepamos allanar los caminos del Señor. Con ella «hemos de llenar de luz el mundo, porque el nuestro ha de ser un servicio hecho con alegría. Que donde haya un hijo de Dios en su Obra no falte ese buen humor, que es fruto de la paz interior. De la paz interior y de la entrega: el darse al servicio de los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de gozo espiritual»[5].