"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de diciembre de 2022

Fiesta de la Inmaculada Concepción de María

 


Evangelio  San Lucas 1,26-38.

El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.

El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido.

Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin».
María dijo al Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?».

El Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.

También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios».

María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho». Y el Ángel se alejó.

  • El dogma de la Inmaculada Concepción de María
  • La belleza de una vida santa
  • Llamados a una vida de fe, esperanza y caridad


«OH MARÍA, gloria del mundo, hija de la Luz eterna, a quien tu Hijo preservó de toda mancha»1. Hoy, junto a toda la Iglesia, celebramos la santidad de María, la mujer de Nazaret que recibió todos los dones y frutos del Espíritu Santo. Desde los primeros tiempos, los escritores cristianos se refirieron a la Virgen como la nueva Eva, reconociendo que estaba asociada de modo particular a una nueva creación del mundo, la obra de la redención. El papa Pío IX definió el dogma de la inmaculada Concepción de María el 8 de diciembre de 1854 a través de la bula Ineffabilis Deus.

La fórmula central del documento, en donde se define de manera clara la fe de la Iglesia, dice: «La doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser, por tanto, firme y constantemente creída por todos los fieles»2.

La primera lectura de la Misa presenta uno de los textos bíblicos que cita el Papa en la bula: el relato de la expulsión del paraíso de nuestros primeros padres, después del pecado original. Sin embargo, la narración incluye también un anuncio lleno de esperanza. El Señor se dirige a la serpiente tentadora y le dice: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gn 3,15). Este pasaje es llamado el protoevangelio porque es el primer anuncio de nuestra salvación.

San Juan Pablo II hacía notar que, tradicionalmente, el texto del Génesis «ha inspirado muchas representaciones de la Inmaculada, que aplasta a la serpiente bajo sus pies (…). Esta traducción no corresponde al texto hebraico, en el que quien pisa la cabeza de la serpiente no es la mujer, sino su linaje, su descendiente. Ese texto, por consiguiente, no atribuye a María, sino a su Hijo la victoria sobre Satanás. Sin embargo, dado que la concepción bíblica establece una profunda solidaridad entre el progenitor y la descendencia, es coherente con el sentido original del pasaje la representación de la Inmaculada que aplasta a la serpiente, no por virtud propia sino de la gracia del Hijo»3.

EL PREFACIO de la Misa considera el misterio que une a María con el origen de la Iglesia: «Preservaste a la santísima Virgen María de toda mancha de pecado original, para preparar en ella, enriquecida con la plenitud de tu gracia, la digna madre de tu Hijo, y mostrar el comienzo de la Iglesia, su bella esposa, sin mancha ni arruga»4. A partir de la concepción inmaculada de María, aquel momento de la historia que recordamos hoy con alegría, comienza el tiempo de la Iglesia, que es el nuestro.

Todos estamos llamados a imitar la santidad de nuestra madre. Sin embargo, al considerar esta invitación, quizá asome a nuestra mente «la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos»5. Aunque sabemos que no es cierto, puede ser que nos ronde la inquietud de que, en cierto sentido, solo llegaremos a ser plenamente humanos al experimentar esa tensión que parece estar ausente en la vida de la Virgen.

«Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien»6. En definitiva, el hombre que sigue los pasos de nuestra Madre se encuentra a sí mismo y puede acercarse más a cada persona.

Ese es el sueño de Dios que se vislumbra en el evangelio de hoy, cuando María recibe el anuncio de su vocación (Lc 1,26-38). Y es también expresión del misterioso designio de Dios para cada persona. Como dice san Pablo en la segunda lectura de la Misa: «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1,4).

«EL ÁNGEL, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”» (Lc 1,28). Conocer los planes de Dios es motivo de gozo. Participar en ellos es el camino de la felicidad en la tierra y en el cielo. Podemos decir que dos son los aspectos esenciales de este saludo angelical: por un lado, la invitación a la alegría, ya que el Hijo de Dios anunciado en el Génesis está a punto de encarnarse; por otro lado, está la constatación de la plenitud de gracia de María, en donde se nos revela que la Virgen es completamente santa, que en ella se manifestaría en una plenitud de fe, esperanza y caridad.

Nosotros también deseamos ser colmados de fe y vivir según los planes de Dios. Quisiéramos una fe que permanezca siempre y que se manifieste de modo fecundo cuando nos acompañen el dolor y las dificultades; sabemos que «si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe»7. Deseamos vivir también de esperanza, pues tenemos la certeza de que estamos participando de la victoria del redentor. Como los apóstoles reavivaron su esperanza al ver la gloria de Jesús en el Tabor, así nosotros al contemplar a la llena de gracia nos llenamos de optimismo en nuestra misión, incluso cuando humanamente estemos pasando por algún momento un poco más costoso. «Que en los momentos de dificultad, María, la Madre que Jesús nos ha regalado a todos nosotros, pueda siempre sostener nuestros pasos, pueda siempre decir a nuestro corazón: “¡levántate!, mira adelante, mira el horizonte”, porque Ella es Madre de esperanza»8.

Pedimos a santa María, por último, que nos consiga de su Hijo Jesús una mayor caridad para intensificar nuestro amor a Dios y a los demás. Ser hijos de tan buena Madre nos hará parecernos a su Hijo, que pasó por la tierra haciendo el bien y encendiendo en los corazones la luz siempre nueva y eficaz de la gracia divina.