- María, Reina de la paz.
- Reconciliarse con el hermano.
- La paz de los hijos de Dios.
JESÚS ha subido al cielo. Los apóstoles, a pesar de haber sido testigos de su resurrección, todavía sienten cierto temor a las autoridades. En esos momentos, vemos que perseveran «unánimes en la oración» (Hch 1,14). Necesitan apoyarse mutuamente. Y en esas reuniones María Inmaculada ocuparía un lugar especial. Ellos la habían acogido como madre. Ella los trata como hijos. En medio de un clima hostil, encontrarían en su presencia la misma seguridad que tiene un niño en brazos de su madre. Una paz que alcanzará una medida más plena con el envío del Espíritu Santo, que les permitirá dirigirse a Dios como Padre. Así lo escribe san Pablo en esa misma época: «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”. De manera que ya no eres siervo, sino hijo» (Gal 4,6-7). Con el envío del Paráclito, los apóstoles podrían afrontar la violencia y la hostilidad con la paz que ven en María, la llena de gracia. Como a ella, se les podrán aplicar estas palabras de Jesús: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
El Espíritu Santo da testimonio en nuestras almas de que, por la gracia, somos hijos de Dios en Cristo. Y «esa es nuestra fuerza y nuestra seguridad –comenta el prelado del Opus Dei–: sabernos amados por un Padre que todo lo sabe y todo lo puede»[1]. Con la Anunciación y la Encarnación de Jesús, la Trinidad hizo morada en el alma de María, quien pasó a ser hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo y esposa de Dios Espíritu Santo. Esa relación con las divinas Personas le permitió acoger con serenidad las dificultades de la vida, especialmente las que tendría que sufrir siendo la Madre de Jesucristo, que no serían otras que las de su mismo Hijo. Los apóstoles se refugian en ella porque María transmite la paz que proviene fruto de la íntima comunión con Dios. En este octavo día de la Novena a la Inmaculada podemos dirigirnos a ella, como los discípulos, invocándola como Reina de la paz. «Cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: “Regina pacis, ora pro nobis!”. Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad? Te sorprenderás de su inmediata eficacia»[2].
JESÚS realizó la paz con su propia vida. Con su sangre reconcilió dos realidades que desde el pecado de Adán estaban enfrentadas. Él unió el cielo y la tierra, Dios y el hombre. En definitiva, nos abrió las puertas de la vida eterna entregándose él mismo. Por eso el pacífico no es simplemente alguien que intenta poner de acuerdo a dos partes: él mismo, con su vida, crea la paz allá donde se encuentra.
Es de suponer que los apóstoles tendrían diferencias entre sí. En los evangelios comprobamos que cada uno tenía su propio modo de ser y de comprender la realidad. Y esto, como sucede en cualquier familia, provocaría algunas tensiones. Con el tiempo y la gracia de Dios, su corazón se iría transformando, hasta ser los santos que hoy veneramos. En este itinerario, los encuentros en torno a la Virgen María habrán fomentado esa santa comunión de corazones. De la unión de María con Jesús aprenderían el valor de preservar la paz con Dios y con los hermanos, incluso con los que parecen enemigos. En el ámbito más cercano, el familiar, recordarían lo que habían oído de labios del Maestro: «Si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5,23-24). Para Jesús era más importante estar en paz con un hermano que cualquier rito en el Templo, por solemne que fuese. En esas palabras comprendemos que Jesús no quiere que vivamos de treguas en nuestras relaciones, con fracturas no curadas con las que convivimos pacíficamente. Anhela para nosotros la verdadera paz, la que deja de lado las propias opiniones o modos de ver la vida para conseguir un bien más preciado: la comunión que lleva a sabernos hijos de Dios. «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
Esa paz, sin embargo, no es cuestión de aguantar simplemente los defectos o injurias más o menos serias de los demás, como si fuera algo inevitable. Quien trabaja por la paz, al empeñarse en ella, es el primer beneficiado de ese deseo. No solo porque disfruta de la comunión restaurada, cuando se logra, sino porque desarrolla una mirada y un corazón que genera más paz y comprensión ahí donde está, como fruto del Espíritu Santo. Incluso aquello que antes suponía quizá una pequeña guerra con un hermano, lo descubre ahora como un camino de unión, de purificación, de apertura a la gracia. «Son llamados hijos de Dios aquellos que han aprendido el arte de la paz y lo practican, saben que no hay reconciliación sin la donación de su vida, y que hay que buscar la paz siempre y en cualquier caso»[3]. Nadie mejor que una madre para reconciliar a dos hermanos. Como los apóstoles, en nuestra Madre Inmaculada encontramos la fuerza para sanar y para llenar de la paz de Dios las relaciones con nuestros hermanos
LA PAZ a la que hace referencia la bienaventuranza tampoco es solo una cuestión de armonía interior, de ausencia de dificultades. «Esta acepción de la palabra “paz” es incompleta y no debe ser absolutizada, porque en la vida la inquietud puede ser un momento importante de crecimiento. Muchas veces es el Señor mismo el que siembra en nosotros la inquietud para que salgamos en su búsqueda, para encontrarlo»[4]. De hecho el mismo Jesús es presentado como «signo de contradicción» (Lc 2,34) para que no sean nuestras propias seguridades las que nos aseguren la paz, sino la que él mismo nos da, diferente a la del mundo (cfr. Jn 14,27).
Es difícil imaginar una vida sin complicaciones. Todos experimentamos con frecuencia situaciones que nos agitan. Ni siquiera a Santa María le fueron ahorrados el dolor, el cansancio o la incertidumbre. Por eso Jesús no promete una sencilla serenidad humana, pues es consciente de su fragilidad. La paz que él nos ofrece está marcada por la confianza que tienen los hijos de Dios con su Padre. «Aunque todo se hunda y se acabe –escribía san Josemaría–, aunque los acontecimientos sucedan al revés de lo previsto, con tremenda adversidad, nada se gana turbándose. Además, recuerda la oración confiada del profeta: “El Señor es nuestro Juez, el Señor es nuestro Legislador, el Señor es nuestro Rey; él es quien nos ha de salvar”. Rézala devotamente, a diario, para acomodar tu conducta a los designios de la Providencia, que nos gobierna para nuestro bien»[5].
San Lucas nos hace notar la actitud de María cuando se presenta en su vida algo que la podía turbar porque no lo entendía: «Guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). También nosotros, como los apóstoles en los primeros pasos de la naciente Iglesia, podemos dejar en manos de la Inmaculada nuestras preocupaciones. Ella intercederá como buena