Evangelio (Mt 17, 10-13)
Sus discípulos le preguntaron:
–¿Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero?
Él les respondió:
– Elías ciertamente vendrá y restablecerá todas las cosas. Pero yo os digo que Elías ya ha venido y no lo han reconocido, sino que han hecho con él lo que han querido. Así también el Hijo del Hombre va a padecer en manos de ellos.
Entonces comprendieron los discípulos que les hablaba de Juan el Bautista.
LLEGAMOS al final de la segunda semana de Adviento, en la cual la liturgia nos ha llevado a considerar la figura de san Juan Bautista como ejemplo de preparación para la llegada de Jesús. En el evangelio de la Misa de hoy vemos a Jesús rodeado de sus discípulos. Estos le preguntan: «¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?» (Mt 17,10).
En efecto, según una tradición judía que se remontaba a los tiempos del profeta Malaquías, el profeta Elías vendría de nuevo, antes de que llegara el Mesías, para anunciar su venida. Por ese motivo, el Maestro les respondió: «Elías ciertamente vendrá y restablecerá todas las cosas» (Mt 17,11). La misión de Juan Bautista consistió justamente en invitar a la mudanza, a la renovación interior, al arrepentimiento por los pecados personales. Después de casi quince días de preparación para la Navidad, podemos pedir al Señor su gracia para que nos siga iluminando, de manera que veamos un poco más como Él nos ve: muéstranos, Señor, todas las cosas buenas que quieres hacer con nosotros, tanta felicidad que depende de nuestra docilidad a tus planes; y, también, muéstranos los puntos en los que quieres que mejoremos, en los que deseas hacerte más próximo a cada uno de nosotros.
Al igual que Juan tenía la misión de preparar la venida de Jesús, como su precursor, proclamarlo próximo y señalarlo después entre los hombres, Dios cuenta también con nosotros para llevar la alegría del Evangelio a los ambientes en los que nos movemos; una alegría que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[1]. «Hijo mío, sigue con tu oración personalísima, que no necesita del sonido de palabras. Y habla con el Señor así, cara a cara, tú y Él a solas (…). Yo deseo que tú, mi hijo, en la soledad de tu corazón –que es una soledad bien acompañada– te encares con tu Padre Dios y le digas: “¡me entrego!”. ¡Sé audaz, sé valiente, sé osado!»[2].
EL EVANGELIO de hoy continúa con la respuesta de Jesús a los discípulos: «Elías ya ha venido y no lo han reconocido, sino que han hecho con él lo que han querido. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos. Entonces comprendieron los discípulos que les hablaba de Juan el Bautista» (Mt 17,12-13).
Desde el comienzo de su vida pública, Jesucristo unió su propia misión a la del precursor. Si deseamos desplegar aún más una vida auténticamente cristiana, necesitamos unirnos cada día al Señor: «Hijo, este comienzo del Adviento es una hora propicia para hacer un acto de amor: para decir creo, para decir espero, para decir amo, para dirigirse a la Madre del Señor –Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra– y pedirle que nos obtenga de la Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la esperanza, del amor, de la contrición. Para que cuando a veces en la vida parece que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las nuestras»[3].
La unión del ministerio de Jesucristo al de Juan Bautista no se limitó a las fases iniciales de su vida pública, pues más adelante también lo asoció a su misión redentora, al permitir que padeciera el martirio. El tiempo de Adviento nos invita a disponer nuestras almas para preparar la Navidad con la oración y con la penitencia. La consideración de los sufrimientos de Juan hasta el martirio, así como los de la pasión y muerte de nuestro Señor, nos invitan a meditar que, aunque encontremos penas y fatigas en nuestro caminar –auténtica penitencia, muchas veces–, la tarea de hacer presente a Jesús en nuestra vida está siempre precedida, sostenida y acompañada por la fuerza de Dios.
«O DIOS, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve»[4]. La liturgia de la Iglesia sigue también hoy exhortándonos a pedir al Señor la gracia de la conversión, a allanar el camino en nuestro interior. Es una purificación que no se queda solo en hechos externos, sino que también se refiere a nuestra interioridad: a poner la imaginación y la memoria al servicio de la misión, a desarrollar nuestra capacidad de salir de nosotros mismos para pensar en el bien de los demás. «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior»[5].
La mortificación interior, que purifica el alma, no es una tarea negativa, que se concentra en dejar de hacer cosas. Al contrario, se encuentra en pleno territorio del amor, pues procura que el alma quiera a Dios en toda ocasión, buscando que la imaginación, la memoria y la afectividad vayan por sus caminos y nos lleven hacia la vida contemplativa. De este modo, el alma puede decir: «Haré memoria de las maravillas que has hecho desde el principio» (Sal 76,12); vendrán a nuestra mente recuerdos de cosas grandes que encenderán de gratitud el corazón y los afectos, haciendo más ardiente el amor.
Acudamos a la Virgen santísima para que presente a su Hijo nuestros deseos de prepararnos para la Navidad con espíritu de penitencia y purificación interior. De esa manera, se cumplirá en nuestra vida lo que pedimos en la oración colecta de la Misa de hoy: «Amanezca en nuestros corazones, Dios todopoderoso, el resplandor de tu gloria, para que, disipadas las tinieblas de la noche, la llegada de tu Unigénito manifieste que somos hijos de la luz»[6].