Evangelio (Mc 2, 13-17)
Y se fue otra vez a la orilla del mar. Y toda la muchedumbre iba hacia él y les enseñaba. Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el telonio, y le dijo:
— Sígueme.
Él se levantó y le siguió.
Ya en su casa, estando a la mesa, se sentaron con Jesús y sus discípulos muchos publicanos y pecadores, porque eran muchos los que le seguían. Los escribas de los fariseos al ver que comía con pecadores y publicanos empezaron a decir a sus discípulos:
— ¿Por qué come con publicanos y pecadores?
Lo oyó Jesús y les dijo:
— No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.
PARA TU ORACION
JESÚS PASA por nuestras vidas y nos llama. Lo hacía ayer, lo hace hoy, y lo seguirá haciendo. De la misma manera como lo hizo con Mateo, el Señor viene a nuestro encuentro en medio de nuestro trabajo: «Sígueme» (Mc 2,14). Contemplamos la rápida respuesta de quien se convertiría en apóstol y evangelista. No vaciló en abandonar su seguridad, «conocer a Cristo y seguirle fue todo uno»1. Quizás la sola presencia de Jesús le transmitió la confianza suficiente para arriesgarse, ni siquiera necesitó tiempo para pensar en lo que dejaría atrás. Como es astuto, quizá huele un buen negocio desde lejos y sabe que esta vez su felicidad será la recompensa.
Tal vez en alguna ocasión nos asalte la duda de si seremos capaces de seguir a Jesús hasta el final, si podremos ser fieles, si no caeremos en la rutina y el desánimo. ¿Qué motivos suelen retrasar nuestra respuesta afirmativa hacia lo que Jesús nos pide? Obviamente, hace falta discernimiento para orientar nuestra vida. Habitualmente la vocación no aparece de manera evidente, así que no debe inquietarnos que nos entren dudas. «Te has asustado un poco al ver tanta luz... –dice san Josemaría–. Tanta que se te antoja difícil mirar, y aun ver. Cierra los ojos a tu evidente miseria; abre la mirada de tu alma a la fe, a la esperanza, al amor, y sigue adelante, dejándote guiar por Él, a través de quien dirige tu alma»2.
Mateo no sabe qué va a ser de su vida, de su negocio, de sus posesiones; quizá no sabe dónde vivirá mañana, cómo reaccionarán sus compañeros de trabajo, ni si será capaz de permanecer siempre junto al Maestro. Para él todo es nuevo, pero tiene la suficiente amplitud de miras y humildad para no detenerse en lo ya conocido, en sus límites o en lo que pensarán los demás. Se deja ganar por la gratuidad de la oferta que el Señor le ha hecho. «Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de mi combate, sino que toma parte de él, vence y lleva a feliz término toda la lucha»3.
«UNA VEZ MÁS nos encontramos delante de la paradoja del Evangelio: somos libres en el servir, no en el hacer lo que queremos. Somos libres en el servir, y ahí viene la libertad. Nos encontramos plenamente a nosotros en la medida en que nos donamos; poseemos la vida si la perdemos (cfr. Mc 8,35). Esto es Evangelio puro»4. Cualquier petición que Dios nos dirige es, en realidad, un regalo. Contraponer libertad y entrega, voluntad de Dios y felicidad, es la gran mentira que nos susurra el demonio. El maligno tiene mucho interés en que no percibamos los dones que Dios desea regalarnos ni la belleza de la entrega.
Puede suceder que pensemos que los compromisos limitan nuestra libertad. A veces no confiamos en que seamos capaces de mantener la palabra dada si, en algún momento, cambian las circunstancias o cambian nuestros afectos, que ahora nos hacen ser felices en una determinada situación. Pero seremos capaces de responder con amor, de comprometer nuestra libertad sin miedo, solo si antes nos hemos dejado conquistar por él. Solo responderemos con el regalo de nuestra vida si hemos descubierto, primero, que hemos recibido mucho más de lo que se nos pide. Quien piensa, equivocadamente, que hace un don semejante al que ha recibido, no tardará en encontrar motivos para decir que no, que se equivocó, que quizás no vale la pena. Quien llega a ser consciente de la inmensidad de lo que ha recibido, no sale de su asombro y procura llenarse de agradecimiento sincero.
«EN VERDAD es justo y necesario darte gracias, siempre y en todo lugar», repetimos muchas veces en la santa Misa. Así comienzan muchos prefacios, y así queremos permanecer nosotros: en continua acción de gracias. Incluso antes de decirle a Dios que sí en tantas cosas que todavía no conocemos, nos puede ayudar dar gracias por adelantado. Habrá días en que el camino se haga un poco más cuesta arriba, en que nos toque subir hacia el Calvario. Podemos pensar, entonces, que Jesús adelantó la entrega de su cuerpo en la noche del Jueves Santo, y lo hizo en una celebración de acción de gracias. Cada vez que asistimos a la Eucaristía somos conscientes de esa actitud: «Dando gracias, te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo...».
La acción de gracias es la mejor forma de acoger un don. Es reconocerlo como tal, es apreciar la gratuidad del amor de quien nos lo regala. Agradecer algo que nos cuesta tiene la gran ventaja de que nos ayuda a desprendernos del cálculo, de la renuncia que implica. Mateo agradeció a Jesús su llamada con un banquete. No le importó invitar a sus amigos, pecadores como él: era su regalo para Jesús. «Un día Dios, agradecido, exclamará: “Ahora me toca a mí”. Y, ¿qué veremos entonces? –escribía santa Teresita de Lisieux–. ¿Qué será esa vida que nunca tendrá fin? Dios será el alma de nuestra alma... ¡misterio insondable! El ojo del hombre no ha visto la luz increada, su oído no ha escuchado las incomparables armonías y su corazón no puede soñar lo que Dios tiene reservado a los que ama»5.
No hay mejor momento que la Misa para dar gracias a Dios por nuestra vocación, incluso si todavía estamos tratando de discernir lo que el amor de Dios nos quiere regalar. Poner allí todos los días nuestra vocación, junto a la entrega de Jesús, para que Dios Padre las reciba unidas, formando un solo sacrificio, puede ser la mayor fuente de alegría. Y qué maravilla que nuestra madre, la Virgen María, sea quien nos ha enseñado a dar gracias desde el primer momento: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46-47).