"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

15 de enero de 2023

LA IGLESIA ES LA LUZ DE CRISTO

 



Evangelio (Jn 1,29-34)


Al día siguiente vio a Jesús venir hacia él y dijo:


—Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Éste es de quien yo dije: "Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo". Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel.


Y Juan dio testimonio diciendo:


—He visto el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: "Sobre el que veas que desciende el Espíritu y permanece sobre él, ése es quien bautiza en el Espíritu Santo". Y yo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.


PARA TU ORACION


«Tú eres mi siervo, Israel, en quien me glorío», dice Dios al profeta Isaías. «Te he puesto para ser luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los extremos de la tierra» (Is 49,3.6). Estas palabras, aplicadas originariamente al pueblo de Israel, encuentran su cumplimiento pleno en Jesús y en su Iglesia. El nuevo pueblo de Dios no está circunscrito a una región, a una cultura o a una sociedad: el Señor extiende su salvación a todas las naciones y a todos los hombres.


Desde el tiempo de los primeros discípulos de Jesús, «la Iglesia está llamada a hacer que en el mundo resplandezca la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol»[1]. En ella se cumplen las profecías referidas a la ciudad de Jerusalén: «¡Levántate, resplandece, que llega tu luz. (...) Las naciones caminarán a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60,1-3). Por eso, la Iglesia, en su vocación de iluminar cada momento histórico concreto, interpreta los signos de los tiempos a la luz del Evangelio. Todo lo hace teniendo siempre presente su misión. De este modo, nunca dejará de «responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura»[2].


Todo creyente está llamado a acercar a los hombres la luz que Cristo ha encendido en su alma. «En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno solo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo»[3]. Todos somos apóstoles. Teniendo esto en mente, y con la convicción de que la unión personal con Jesús es lo más importante en una tarea que depende de Dios, san Josemaría apuntaba: «El mundo y Cristo. Nuestra misión. Somos pocos, ¿queremos ser más? ¡Seamos mejores!»[4].


JUAN el Bautista era consciente de que su grandeza venía de aquel a quien precedía. Toda su vida giró en torno al Mesías. Su misión fue la de preparar los corazones de los hombres para su llegada. Por eso, cuando lo vio pasar, quiso que los allí presentes reconocieran a quien daba sentido a su existencia: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es de quien yo dije: “Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo”. Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel» (Jn 1,29-31). De un modo análogo, el cristiano sabe que la luz que puede transmitir no es propia, sino del Señor.


Quizá llama la atención que el Bautista dijera «yo no le conocía», pues desde el seno de Isabel Juan había experimentado la cercanía de Cristo, cuando María visitó a su madre (cfr. Lc 1,41-42). Podemos suponer que en otros momentos, siendo niños y jóvenes, también se hubieran encontrado. Sin embargo, por muchas veces que Juan hubiese estado con Jesús, no sería suficiente para conocerle profundamente: siempre descubriría aspectos nuevos de su persona y de su misión.


«Aprendamos de Juan el Bautista a no dar por sentado que ya conocemos a Jesús, que ya lo conocemos todo de él. No es así. Detengámonos en el Evangelio, quizá incluso contemplando un icono de Cristo, un “Rostro Santo”. Contemplemos con los ojos y más aún con el corazón; y dejémonos instruir por el Espíritu Santo, que dentro de nosotros nos dice: ¡Es él! Es el Hijo de Dios hecho cordero, inmolado por amor»[5]. Si miramos así a Jesús, como el Bautista, siempre con una apertura para conocer más y más al Señor, sin dar por hecho que ya le conocemos suficientemente, podremos transmitir mejor esa luz que viene de Dios, que no se apaga, y que tantas personas buscan a tientas.


JUAN presenta a Jesús como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Quizá los oyentes asociarían estas palabras al cordero pascual, cuya sangre había sido derramada la noche en que los judíos fueron liberados de la esclavitud de Egipto. Cada año se sacrificaba uno en el Templo para recordar la liberación que Dios había otorgado a su pueblo. Todo esto era, en realidad, una imagen de lo que sería Cristo, que con el sacrificio en el Calvario pediría perdón en nombre de toda la humanidad. «Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida»[6].


Por tanto, Juan Bautista desde muy pronto presenta al Mesías como aquel que, con su muerte, salvará al mundo. Esta concepción del Salvador, sin embargo, no coincidía con la de la mayoría de sus contemporáneos. Muchos esperaban una liberación terrena, política, similar a la que Israel había conseguido de Yahvé respecto al pueblo de Egipto; esta vez podían esperar que el Mesías les despojara de la dominación romana. Por eso, la muerte del Salvador no podía concebirse como un triunfo. Sin embargo, esta no es la lógica de Dios. A lo largo de su vida, Jesús anunciará las armas a las que recurre, tan distintas de las de la guerra física, que marcarán su propuesta de salvación: misericordia, servicio, caridad, mansedumbre, paz…


Pasados los siglos, no obstante, a veces podemos tener una mentalidad parecida a la de los paisanos del Bautista; es decir, pensar que la victoria de Cristo sobre el mal pueda asegurarnos una vida segura y cómoda, o que se trata de una superioridad terrena de algún tipo, o que esta de algún modo debería estar a punto de llegar. San Josemaría, en cambio, decía: «No existen fracasos –convéncete–, si obras con rectitud de intención y con afán de cumplir la Voluntad de Dios. Entonces, con éxito o sin éxito, triunfarás siempre, porque habrás hecho el trabajo con Amor»[7]. Podemos pedir a María que nos ayude a comprender cada vez mejor la verdadera victoria que nos trajo su hijo, el único Cordero de Dios.