Evangelio (Mc 3,1-6)
De nuevo entró en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía la mano seca. Le observaban de cerca por si lo curaba en sábado, para acusarle. Y le dice al hombre que tenía la mano seca:
— Ponte de pie en medio.
Y les dice:
— ¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o quitársela?
Ellos permanecían callados. Entonces, mirando con ira a los que estaban a su alrededor, entristecido por la ceguera de sus corazones, le dice al hombre:
— Extiende la mano.
La extendió, y su mano quedó curada.
Nada más salir, los fariseos con los herodianos llegaron a un acuerdo contra él, para ver cómo perderle.
PARA TU ORACION
SIGUIENDO lo establecido por la ley de Moisés, Jesús acudía todos los sábados con sus discípulos a la sinagoga. Allí se congregaba el pueblo de Dios para escuchar y meditar la ley del Señor. En el Evangelio de hoy contemplamos que un hombre, con la mano paralítica, se presenta allí precisamente un sábado, tal vez con la esperanza de encontrarse con el Señor. Jesús, al observarlo, se conmueve por su enfermedad y decide realizar el milagro. Podemos imaginar que la curación de este enfermo tendría que haber sido para todos un motivo de alegría; sin embargo, para algunos, fue ocasión de sospecha y discusión.
Los fariseos espiaban los movimientos del Señor y le criticaban por hacer milagros en sábado. Jesús conocía muy bien la desviada jerarquía que reinaba en sus corazones: preferían el cumplimento de una disposición, que ellos mismos habían establecido, al alivio de una persona que sufría. Muchas prescripciones, desprendidas de su espíritu inicial, se habían convertido en una pesada carga de formalidades. El sábado era importante para Cristo, pero el sufrimiento de este hombre no le resultaba indiferente. En su corazón, muy humano y muy divino, el amor prevalece siempre. Podemos mirar y aprender de Jesús a cultivar una buena jerarquía de valores porque, como se ve en la discusión, no todo tiene el mismo nivel de importancia.
Antes de realizar el milagro, Jesús había planteado el problema a los fariseos: «¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o quitársela? (Mc 3,4). El silencio de la respuesta entristece al Señor. «Entonces, mirando con ira a los que estaban a su alrededor», le dijo al enfermo: «extiende la mano» (Mc 3,5). Y su mano recuperó inmediatamente el movimiento. Jesús pone de relieve que por encima de cualquier precepto o costumbre está el valor y el bien de la persona. «La ordenación de las cosas debe someterse al orden personal y no al contrario»1. La prioridad es siempre cada uno, cada una. Así se comportó Cristo y así queremos vivir sus discípulos.
AUNQUE EN SÁBADO no se podían realizar la mayoría de las actividades ordinarias, Jesús aprovecha las visitas a las sinagogas para curar. No hay nada que pueda frenar su corazón misericordioso. «Considerado místicamente –comenta san Beda– este hombre que tenía la mano seca representa al género humano infecundo para el bien, pero curado por la misericordia de Dios»2. Todos los milagros de Jesús son momentos para manifestar su misericordia y hacernos más capaces de disfrutar de su acción salvadora. No están circunscritos a unos días concretos o a lugares especiales. Todos los días son buenos para hacer el bien, para aliviar una pena, para dar esperanza; también lo es una sinagoga o un sábado cualquiera.
En este pasaje del Evangelio podemos ver una doble esclavitud: la del hombre con la mano paralizada, esclavo de su enfermedad; y la de los fariseos, esclavos de su religiosidad formalista. Jesús «libera a ambos: hace ver a los rígidos que aquella no es la vía de la libertad; y al hombre de la mano paralizada le libera de la enfermedad»3. Dios está incluso por encima de las cosas de Dios, quiere que busquemos nuestra seguridad solamente en él porque así seremos verdaderamente libres. Con esta forma de actuar, el Señor va revelando poco a poco su identidad; va depurando la imagen de Dios que se habían forjado sus contemporáneos y la que nos hemos forjado también nosotros. Jesús es el Mesías que el pueblo llevaba tantos siglos esperando, es quien viene definitivamente a cortar la distancia de Dios con los hombres.
EN EL NUEVO pueblo de Dios, la Iglesia, el sábado ha dado paso al domingo. Desde el principio, los cristianos le dieron un valor muy especial al día después del sábado. En él se reunían para recordar la resurrección del Señor, de la que muchos habían sido testigos. Aunque durante los primeros años mantuvieron la costumbre judía, con la llegada de los primeros gentiles comienzan a considerar el primer día de la semana como dies Domini, el día del Señor.
El domingo es el día de Cristo porque celebramos su resurrección. Es un día de alegría y de esperanza. «Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la nueva creación»4. Es un día dedicado a Dios y, al mismo tiempo, es también el «día del hombre»5, en el que aprovechamos para descansar cultivando la vida familiar, cultural, social. Los cristianos santificamos el domingo dedicando a nuestras familias «el tiempo y los cuidados difíciles de prestar los otros días de la semana»6. Y el Catecismo de la Iglesia recuerda que el domingo también «está tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para con los enfermos, débiles y ancianos»7, tal como lo hizo el Maestro en la sinagoga.
La «perla preciosa» que está en el centro de esta jornada es la Eucaristía. «La participación en la Misa dominical no tiene que ser experimentada por el cristiano como una imposición o un peso, sino como una necesidad y una alegría. Reunirse con los hermanos, escuchar la Palabra de Dios, alimentarse de Cristo, inmolado por nosotros, es una experiencia que da sentido a la vida»8. La Madre de Jesús, como es lógico, está especialmente presente en este día. «De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María»9. Nosotros no queremos dejar de unirnos a su gozo por la resurrección de Cristo.