"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

17 de enero de 2023

Sabernos amados por Dios

 



Evangelio (Mc 2, 23-28)


Un sábado pasaba él por entre unos sembrados, y sus discípulos mientras caminaban comenzaron a arrancar espigas. Los fariseos le decían:


— Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?


Y les dijo:


— ¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando se vio necesitado, y tuvieron hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la Casa de Dios en tiempos de Abiatar, sumo sacerdote, y comió los panes de la proposición –que sólo a los sacerdotes les es lícito comer– y los dio también a los que estaban con él?


Y les decía:


— El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el 


PARA TU ORACION 


MUCHAS DE LAS JORNADAS que pasaban los apóstoles junto a Jesús eran, seguramente, agotadoras. En numerosas ocasiones la muchedumbre se agolpaba en torno al maestro de Nazaret. A las curaciones y a los discursos llenos de vida, habría que sumarle los tantos kilómetros recorridos. Los discípulos debían de estar más o menos acostumbrados a momentos de cansancio y hambre. Por eso comprendemos la escena que nos relata el evangelio de la Misa de hoy: mientras pasan por un sembrado de trigo, los apóstoles no dudan un segundo en arrancar algunas espigas. Quizás también nosotros, después de un día de luchas y trabajos cotidianos, solo pensamos en un merecido descanso, y Jesús defiende esa actitud de sus apóstoles.


No es el propietario del sembrado el que se enfada con los apóstoles hambrientos; son los fariseos quienes, escandalizados de que hicieran tal cosa en sábado, empiezan a murmurar contra los discípulos de Jesús. «Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?» (Mc 2,24). Puede llamar la atención la frecuencia con que vemos en la Sagrada Escritura a estas autoridades judías juzgar a los demás, intentar evaluar las actuaciones de quienes les rodean. No se dan cuenta que esos discípulos van caminando por los campos con Dios hecho hombre. También nosotros, en medio de nuestras tareas ordinarias, podemos sentir cercana y amable la presencia de Jesucristo que, lejos de quitarnos la libertad, nos ayuda a que nos movamos con más soltura en medio de este mundo que nos pertenece.


«Al ser fundamento, la filiación divina da forma a nuestra vida entera: nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»1. Sentirnos hijos de Dios y, por lo tanto, hermanos de Jesucristo, nos permite trabajar y descansar en la tranquilidad de su amor.


AÚN CONSIDERANDO la actitud orgullosa de los fariseos, la respuesta de Jesús resulta sorprendente, sobre todo si se escucha con los oídos de los judíos de su tiempo: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27). La segunda parte de la frase realza la divinidad de Jesús. Si el sábado era el día divino por excelencia, el Señor, al ubicarse por encima de sus reglas y preceptos, está dejando en claro que el nuevo sentido del culto y de la vida moral es él. Esta verdad es de suma importancia para nuestra propia vida interior. Por eso podemos pedir a Jesús que nuestras prácticas de piedad y el cumplimiento de los mandamientos nunca sean algo vacío, sino que impliquen siempre una manifestación de la plenitud que experimentamos al seguirlo a él.


«Todos los que tienen fe en Jesucristo están llamados a vivir en el Espíritu Santo, que libera de la Ley y, al mismo tiempo, la lleva a cumplimiento según el mandamiento del amor»2. Estar enamorados de Jesucristo y pedir en todo momento al Espíritu Santo que nos ayude a discernir la voluntad de Dios para nosotros, nos hace muy libres. Superamos así la casuística de si podemos o no hacer esto o aquello —por ejemplo, comer de las espigas del sembrado—, porque sabemos que Dios no tiene la mirada enjuiciadora de los fariseos, sino el rostro amable y exigente de un buen padre.


Al sabernos amados por Dios, queremos también manifestarle en todo momento nuestro amor con pequeños actos de cariño. Así, nuestros días se transforman en oportunidades estupendas para arrancarle una sonrisa a Jesús. A veces nos cansaremos, no conseguiremos llevar a cabo todos los propósitos, incluso podemos caernos o alejarnos de ese amor de Dios. Pero si no olvidamos que lo realmente importante de nuestra vida es el cariño que Dios nos regala desinteresadamente, entonces siempre nos queda la libertad de volver a andar tras su amor. «Que el Señor nos ayude a caminar en la vía de los mandamientos, pero, mirando el amor de Cristo, con el encuentro de Cristo, sabiendo que el amor de Jesús es más importante que todos los mandamientos»3.


«EL SÁBADO se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27). La primera parte de la respuesta de Jesús esconde una importante enseñanza. El Señor no quiere que nuestro seguimiento a su llamada nos empequeñezca el alma o nos genere preocupaciones innecesarias. Todo lo que él ha dispuesto, también en los detalles más cotidianos de nuestra vida, está encaminado a que seamos felices. Por eso quiere, al mismo tiempo, que poseamos una grandeza de horizonte y de corazón propia de un hijo de rey, pues eso es lo que somos. Podemos pedir a Jesús una virtud muy querida por san Josemaría, y que es indispensable para experimentar el vértigo de una vida junto a Dios: la magnanimidad.


«Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»4. El magnánimo no pierde sus energías reflexionando sobre cuánto dar o hasta dónde vale la pena llegar, porque se da por completo y solo le interesa llegar hasta la meta, que es Cristo.


«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46). La vida de nuestra Madre fue dichosamente magnánima, porque supo alegrarse en la salvación de Dios. Santa María, puerta del cielo y estrella de la mañana, no se cansa de rogar por nosotros a Dios para que nos sintamos cada vez más hijos.