Evangelio (Mt 6, 7-15)
Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal. Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.
PARA TU ORACION
PADRE NUESTRO, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre» (Mt 6,9). Esta súplica es lo primero que Jesús nos enseña a pedir. Solicitamos poder «santificar su nombre» no porque Dios lo necesite, sino porque es lo que más nos conviene a nosotros; el Señor nos enseña a rezar de la manera adecuada para que nosotros podamos ser felices con él. La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar nuestra oración, para escuchar mejor al Espíritu Santo en nosotros; y por eso pone nuevamente el Padrenuestro en nuestros labios.
¿Qué significa que el nombre de Dios sea santificado? ¿Cómo podemos añadir algo a Dios? Nosotros podemos, en el mejor de los casos, reconocer la santidad de Dios, comprender de alguna manera su bondad infinita. «La gloria de Dios consiste en que el hombre viva»1, dice san Ireneo. Qué gozo saberse objeto de una predilección tan entrañable. «Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede»2.
Las peticiones se suceden en el Padrenuestro que Jesús enseña a sus discípulos. Van precedidas de una advertencia que nos introduce en un clima de intimidad y confianza con Dios, antes impensables para el hombre: «Bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis» (Mt 6,8). Nuestra oración no tiene como objetivo alterar los designios divinos, sabios desde toda la eternidad; aunque, de manera real pero misteriosa, Dios cuenta con ella para llevarlos a cabo. Al rezar, Dios nos introduce en la comprensión de su bondad infinita. Él quiere «que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos»3.
A LO LARGO de la oración del Padrenuestro, se podría decir que hay una sola acción que nos corresponde a los hombres. Cuando pedimos a Dios que nos perdone, aseguramos que también «nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). Podría parecer que se trata solamente de una condición, pero es mucho más que eso. En realidad, el perdón de Dios nos precede. De algún modo, nosotros somos capaces de perdonar, de amar hasta ese extremo, solo porque antes hemos sido perdonados. «La caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios: porque Él nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre»4.
Perdonar es un acto divino por excelencia. Supone restablecer a su anterior condición al que ha ofendido. «¡Dios es alegre! ¿Y cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar (...) Es la alegría de un pastor que reencuentra su oveja; la alegría de una mujer que halla su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a acoger en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida, ha vuelto a casa. ¡Aquí está todo el Evangelio!»5. Cuando conocemos la alegría de Dios al perdonarnos, cuando experimentamos su disponibilidad infinita, es lógico que nos sintamos impulsados a hacer lo mismo con los demás; queremos ser parte de esa alegría. «Para aprender a perdonar –aconsejaba san Josemaría–, acudid a la Confesión, con cariño, con devoción, y allí encontrareis la paz, la fuerza para vencer y para amar»6.
«HÁGASE tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra» (Mt 6,10). Tal vez pensamos en la voluntad de Dios solo como algo que él quiere de nosotros. Olvidamos, sin embargo, que el acto principal de su designio con respecto a nosotros es amarnos, y que una consecuencia de ese amor es ofrecernos mil maneras de llenarnos de su vida: los sacramentos, las relaciones con quienes nos rodean, la oración, los mandamientos, etc. Al pedirle «que se haga su voluntad» le estamos pidiendo, al menos en parte, que nos dé la gracia de dejarnos alcanzar por ese amor. Y para ello, Jesús nos invita también a pedir el pan de cada día, su cuerpo y su sangre. Esa es la voluntad del Padre: que sus hijos estén lo más unidos posible.
«Pase lo que pase en vuestras vidas –predicaba san Josemaría–, por triste y oscuro y aún abominable que sea, haced rápidamente este proceso mental: Dios es mi Padre; Dios me quiere más que todas las madres del mundo juntas pueden querer a sus hijos. Mi Padre Dios es, además, omnisciente y omnipotente. Luego, todo lo que ocurre es para bien. Veréis qué paz, hijos míos, qué sonrisa iluminará vuestra boca, aunque tengáis el rostro bañado en lágrimas»7.
El hecho de que pidamos que se haga la voluntad de Dios, no anula la nuestra. «La fuerza de la gracia tiene que combinarse con nuestras obras de misericordia, que somos llamados a vivir para testimoniar qué grande es el amor de Dios»8, especialmente durante la Cuaresma. La Virgen María, hija de Dios Padre, seguramente rezó el Padrenuestro muchas veces. Ella ya había pronunciado su «hágase» personal, y le sorprendería ver cómo la realidad había superado sus expectativas más audaces. Nuestra Madre fue testigo de la entrega de su hijo y, quizás, se sintió confortada recibiéndolo en la Eucaristía. A ella le podemos pedir que nos haga comprender y saborear las palabras de Jesús.