"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de febrero de 2023

LA ALEGRIA DE DIOS ES PERDONAR




Evangelio (Mt 6, 7-15)


Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal. Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.


 PARA TU ORACION

PADRE NUESTRO, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre» (Mt 6,9). Esta súplica es lo primero que Jesús nos enseña a pedir. Solicitamos poder «santificar su nombre» no porque Dios lo necesite, sino porque es lo que más nos conviene a nosotros; el Señor nos enseña a rezar de la manera adecuada para que nosotros podamos ser felices con él. La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar nuestra oración, para escuchar mejor al Espíritu Santo en nosotros; y por eso pone nuevamente el Padrenuestro en nuestros labios.


¿Qué significa que el nombre de Dios sea santificado? ¿Cómo podemos añadir algo a Dios? Nosotros podemos, en el mejor de los casos, reconocer la santidad de Dios, comprender de alguna manera su bondad infinita. «La gloria de Dios consiste en que el hombre viva»1, dice san Ireneo. Qué gozo saberse objeto de una predilección tan entrañable. «Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede»2.


Las peticiones se suceden en el Padrenuestro que Jesús enseña a sus discípulos. Van precedidas de una advertencia que nos introduce en un clima de intimidad y confianza con Dios, antes impensables para el hombre: «Bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis» (Mt 6,8). Nuestra oración no tiene como objetivo alterar los designios divinos, sabios desde toda la eternidad; aunque, de manera real pero misteriosa, Dios cuenta con ella para llevarlos a cabo. Al rezar, Dios nos introduce en la comprensión de su bondad infinita. Él quiere «que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos»3.


A LO LARGO de la oración del Padrenuestro, se podría decir que hay una sola acción que nos corresponde a los hombres. Cuando pedimos a Dios que nos perdone, aseguramos que también «nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). Podría parecer que se trata solamente de una condición, pero es mucho más que eso. En realidad, el perdón de Dios nos precede. De algún modo, nosotros somos capaces de perdonar, de amar hasta ese extremo, solo porque antes hemos sido perdonados. «La caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios: porque Él nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre»4.


Perdonar es un acto divino por excelencia. Supone restablecer a su anterior condición al que ha ofendido. «¡Dios es alegre! ¿Y cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar (...) Es la alegría de un pastor que reencuentra su oveja; la alegría de una mujer que halla su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a acoger en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida, ha vuelto a casa. ¡Aquí está todo el Evangelio!»5. Cuando conocemos la alegría de Dios al perdonarnos, cuando experimentamos su disponibilidad infinita, es lógico que nos sintamos impulsados a hacer lo mismo con los demás; queremos ser parte de esa alegría. «Para aprender a perdonar –aconsejaba san Josemaría–, acudid a la Confesión, con cariño, con devoción, y allí encontrareis la paz, la fuerza para vencer y para amar»6.


«HÁGASE tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra» (Mt 6,10). Tal vez pensamos en la voluntad de Dios solo como algo que él quiere de nosotros. Olvidamos, sin embargo, que el acto principal de su designio con respecto a nosotros es amarnos, y que una consecuencia de ese amor es ofrecernos mil maneras de llenarnos de su vida: los sacramentos, las relaciones con quienes nos rodean, la oración, los mandamientos, etc. Al pedirle «que se haga su voluntad» le estamos pidiendo, al menos en parte, que nos dé la gracia de dejarnos alcanzar por ese amor. Y para ello, Jesús nos invita también a pedir el pan de cada día, su cuerpo y su sangre. Esa es la voluntad del Padre: que sus hijos estén lo más unidos posible.


«Pase lo que pase en vuestras vidas –predicaba san Josemaría–, por triste y oscuro y aún abominable que sea, haced rápidamente este proceso mental: Dios es mi Padre; Dios me quiere más que todas las madres del mundo juntas pueden querer a sus hijos. Mi Padre Dios es, además, omnisciente y omnipotente. Luego, todo lo que ocurre es para bien. Veréis qué paz, hijos míos, qué sonrisa iluminará vuestra boca, aunque tengáis el rostro bañado en lágrimas»7.


El hecho de que pidamos que se haga la voluntad de Dios, no anula la nuestra. «La fuerza de la gracia tiene que combinarse con nuestras obras de misericordia, que somos llamados a vivir para testimoniar qué grande es el amor de Dios»8, especialmente durante la Cuaresma. La Virgen María, hija de Dios Padre, seguramente rezó el Padrenuestro muchas veces. Ella ya había pronunciado su «hágase» personal, y le sorprendería ver cómo la realidad había superado sus expectativas más audaces. Nuestra Madre fue testigo de la entrega de su hijo y, quizás, se sintió confortada recibiéndolo en la Eucaristía. A ella le podemos pedir que nos haga comprender y saborear las palabras de Jesús.

27 de febrero de 2023

VER A CRISTO EN LOS DEMAS




Evangelio (Mt 25,31-46)


Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda.


Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.


Entonces le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?”


Y el Rey, en respuesta, les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.


Entonces dirá a los que estén a la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.


Entonces le replicarán también ellos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos?”


Entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna”.

PARA TU ORACION

LOS PRECEPTOS del Señor son rectos, alegran el corazón –canta el salmista­­–; los mandamientos del Señor son puros, dan luz a los ojos» (Sal 19,9). Alegría para el corazón y luz para nuestros ojos: esos son los frutos que el Señor nos tiene preparados si nos abrimos, durante esta Cuaresma, a su conversión. Dios nos quiere felices y nos lo recuerda el primer punto del Catecismo de la Iglesia Católica: «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada»1.


Queremos pedirle luz para no quedarnos simplemente en la superficie de las cosas, de las personas, de nuestras tareas. Convertirnos significa mirar de una forma nueva lo que ya hemos visto muchas veces. El Espíritu Santo es quien puede limpiar nuestros ojos y purificar nuestro corazón para querer mejor a Dios y a los demás. La mentira del enemigo consiste en hacernos sospechar que Dios nos pide solo renuncia. Sin embargo, renunciar al pecado es siempre una ganancia, un beneficio sin cuento. «El sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así (...) se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios»2.


«La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios “de todo corazón” (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor (...). La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu»3.


«TUVE HAMBRE y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis» (Mt 25,35). Jesús dice a los discípulos que aquella es la conducta de quien, al final, será contado entre los bienaventurados. San Pablo, a su vez, escribe a los efesios: «No ceso de dar gracias por vosotros, al recordaros en mis oraciones» (Ef 1,16). Dios ha dicho claramente que nos espera en cada persona con la que nos encontramos; saberlo es ya suficiente motivo de agradecimiento. Si nos abrimos a su gracia, aprenderemos a descubrir el rastro de la imagen divina en cada alma, especialmente en quienes tienen alguna necesidad. Saber que a ese compañero, a esa amiga o a ese familiar, el Señor no solamente lo ama, sino que incluso está presente en ellos, es un estímulo para buscar allí el rostro de Jesucristo. Quienes nos rodean son para nosotros un don de Dios.


Por si fuera poco, Jesucristo nos ha prometido que él mismo amará a los hombres a través de nosotros: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Dios nos impulsa a llevar cariño, comprensión y paz allá donde nos encontremos. En este empeño, una sonrisa puede ser ya un buen inicio; muchas veces aquel gesto cambia el día a quien lo recibe. «No me olvides que a veces hace falta tener al lado caras sonrientes»4, escribe san Josemaría. Para ser difusores de paz y de alegría a nuestro alrededor, deberemos primero llevarlas dentro de nosotros. En ese sentido, es importante ser muy sinceros con Dios, con nosotros mismos, y con quienes nos ayudan. «No tengamos miedo de ser sinceros, de decir la verdad, de escuchar la verdad, de conformarnos con la verdad. Así podremos amar (...). La hipocresía tiene miedo de la verdad. Se prefiere fingir en vez de ser uno mismo»5. Para alimentar al hambriento, dar de beber al sediento y acoger al peregrino, es importante, antes, pacificar nuestro interior; vivir con una serenidad que nos permita ver a Cristo en los demás.


«VENID, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). En cierto sentido, «el juicio final ya está en acción, comienza ahora en el curso de nuestra existencia. Tal juicio se pronuncia en cada instante de la vida, como confirmación de nuestra acogida con fe de la salvación presente y operante en Cristo, o bien de nuestra incredulidad, con la consiguiente cerrazón»6. Cabe el riesgo de plantearnos este camino como una lucha esforzada por lograr que Dios nos ame; sin darnos cuenta de que, en realidad, su amor es eterno y anterior a nosotros mismos. De este modo, se comprende mejor que «el infierno consiste formalmente en que el hombre no quiere recibir nada, en que quiere ser autónomo. Es la expresión del enclaustramiento en el propio yo (...). Por el contrario, ser de arriba, eso que llamamos cielo, (...) es esencialmente lo que uno no ha hecho ni puede hacer por sí mismo»7.


En las antípodas de esta actitud, están las reclamaciones de los dos hijos de la parábola del padre misericordioso. El pequeño exige: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde» (Lc 15,12). El mayor, por su parte, reprocha: «Nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos» (Lc 15,29). Ambos calculan lo que creen merecer, pero se equivocan. El pequeño, al volver arrepentido, ni siquiera termina su frase cuando dice su padre: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete» (Lc 15,21-22). Al mayor se le promete todavía más: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). Entonces, aprenden a recibir, y pueden ir al cielo para recibir por toda la eternidad el amor infinito de Dios. En el anhelo por dejar obrar a Dios en nuestra alma, podemos unirnos a la oración de san Josemaría: «Señor, sí, con la ayuda de Nuestra Madre del Cielo, seremos fieles, seremos humildes, y no nos olvidaremos nunca de que tenemos los pies de barro, y de que todo lo que en nosotros brilla es tuyo, es gracia, es esa divinización que nos das porque quieres, porque eres bueno»8.


 

26 de febrero de 2023

ANTE LAS TENTACIONES




 Evangelio (Mt 4,1-11)


Entonces fue conducido Jesús al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Después de haber ayunado cuarenta días con cuarenta noches, sintió hambre. Y acercándose el tentador le dijo:


—Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.


Él respondió:


—Escrito está:


No sólo de pan vivirá el hombre,


sino de toda palabra que procede de la boca de Dios.


Luego, el diablo lo llevó a la Ciudad Santa y lo puso sobre el pináculo del Templo. Y le dijo:


—Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo. Pues escrito está:


Dará órdenes a sus ángeles sobre ti,


para que te lleven en sus manos,


no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra.


Y le respondió Jesús:


—Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios.


De nuevo lo llevó el diablo a un monte muy alto y le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo:


—Todas estas cosas te daré si postrándote me adoras.


Entonces le respondió Jesús:


—Apártate, Satanás, pues escrito está:


Al Señor tu Dios adorarás


y solamente a Él darás culto.


Entonces lo dejó el diablo, y los ángeles vinieron y le servían.


PARA TU ORACION


CADA AÑO, en el primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone meditar las tentaciones que padeció Jesús. Quizás la primera vez que escuchamos este relato nos sorprendió que el mismo Dios hecho hombre fuera probado de esa forma. Jesús lo acepta, entre otras razones, para que también cuando nosotros sentimos la tentación podamos estar seguros de su compañía y comprensión. Así le ocurrió, por ejemplo, a santa Catalina de Siena. Después de una noche en que había sufrido mucho, preguntó: «Señor mío, ¿en dónde estabas cuando mi corazón se veía atribulado con tantas tentaciones?». Y escuchó: «Estaba en tu corazón mismo»[1].


Jesús lucha dentro de nosotros, con nosotros y por nosotros. ¡Qué paz nos da saber que podemos vivir nuestras dificultades junto a él! «Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso», exclama el salmista. «Cristo era tentado por el diablo y en Cristo eras tentado tú –escribe san Agustín–, porque Cristo tomó tu carne y te dio su salvación, tomó tu mortalidad y te dio su vida, tomó de ti las injurias y te dio los honores, y toma ahora tu tentación para darte la victoria»[2].


A veces, al pensar en nuestra debilidad, nos podemos llenar de tristeza. Sin embargo, Cristo, que era perfecto Dios y perfecto hombre, también quiso padecer tentaciones; quiso atravesar ese umbral para acompañarnos. «El Señor es nuestro modelo; y que por eso, siendo Dios, permitió que le tentaran, para que nos llenásemos de ánimo, para que estemos seguros –con Él– de la victoria. Si sientes la trepidación de tu alma, en esos momentos, habla con tu Dios y dile: ten misericordia de mí, Señor, porque tiemblan todos mis huesos, y mi alma está toda turbada (Sal 6,3 y 4). Será Él quien te dirá: no tengas miedo, porque yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío (Is 43,1)»[3].


«SI ERES Hijo de Dios» (Mt 4,3): así tienta el diablo a Jesús, en dos ocasiones. Con las mismas palabras le insultaron quienes lo llevaron a la cruz. Esas tentaciones tienen que ver con la filiación divina, quieren hacerla tambalear, ponerla en duda. El demonio ataca donde más daño puede hacer, cuestiona lo más profundo. Obviamente, algunas tentaciones nos invitan a la pereza, a la ira, a la comodidad… Pero detrás de esos enredos es cuestionada nuestra condición de hijos de Dios. «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso»[4].


«O el infierno o la huida, no hay término medio»[5], decía también el santo cura de Ars. El remedio, por lo tanto, es volver una y otra vez a nuestra condición de hijos. Nuestro consuelo es la confianza en lo que puede hacer Dios que, como buen Padre, quiere lo mejor para nosotros. A los ojos de un hijo, las dificultades no son más que momentos en los que queda claro quién es su padre. Ciertamente, podrán ser momentos menos agradables, pero el hijo sabe que se trata de algo pasajero, está seguro de que llegará la paz. En efecto, las tentaciones pueden ayudarnos a recordar que necesitamos a Dios, que no somos autosuficientes, y que necesitamos clamar para que el Señor nos libere del mal. De este modo, para quien acude a la ayuda de Dios, «las tentaciones y estorbos que pone el demonio la ayudan más; porque es Su Majestad el que pelea por ella»[6].


«COMO GENERAL competente que asedia un fortín, estudia el demonio los puntos flacos del hombre a quien intenta derrotar»[7]. Sin embargo, seguros de que Dios es más fuerte, en este tiempo de Cuaresma podemos fijarnos en sus manifestaciones de amor por nosotros, que nos ha dejado en la persona de su Hijo. Nos gustaría percibir hasta el gesto más insignificante de Cristo que camina hacia Jerusalén para dar su vida por los hombres. El tentador, por su parte, intenta mentirnos y hacernos sospechar de su bondad. Así lo hizo con nuestros primeros padres y así lo hizo con el nuevo Adán. «Desconfía de Dios» –nos susurra–. «Si fuera de verdad tu Padre no pasarías hambre, no tendrías problemas, no estarías en la cruz».


El demonio tentó al Señor diciendo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4,3). Y precisamente Jesús se ha convertido en pan para que nunca nos falte el alimento que da vida. El demonio también le provocó diciendo: «Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo» (Lc 4,5). Y Dios no ha querido evitar la muerte de su Hijo para salvarnos a nosotros. En realidad, en cada tentación el demonio busca persuadirnos con la estafa más grande de la historia: convencernos de que Dios no nos quiere, de que Dios nos está engañando.


A María podemos pedir, con palabras de san Josemaría, la valentía de sabernos hijos en medio de la debilidad, porque queremos disfrutar del amor de Dios. «¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha»[8].

25 de febrero de 2023

AMOR A DIOS Y AL PROJIMO

 


Evangelio (Lc 5,27-32)


En aquel tiempo, Después de esto, salió y vio a un publicano, llamado Leví, sentado al telonio, y le dijo:


— Sígueme.


Y, dejadas todas las cosas, se levantó y le siguió. Y Leví preparó en su casa un gran banquete para él. Había un gran número de publicanos y de otros que le acompañaban a la mesa. Y los fariseos y sus escribas empezaron a murmurar y a decir a los discípulos de Jesús:


— ¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores?


Y respondiendo Jesús les dijo:


— No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia.


PARA TU ORACION


LAS JORNADAS posteriores al miércoles de ceniza han traído a nuestra consideración el valor principal de la oración y, junto con esta, el ayuno y la limosna como prácticas que manifiestan nuestro deseo de conversión a Dios. El profeta Isaías exclama que solo una disposición interior recta, origen de todo sacrificio, genera un verdadero cambio, visible a través de las obras de misericordia en favor de los demás: «Si apartas de en medio de ti el yugo, el señalar con el dedo, y la maledicencia, y ofreces tu propio sustento al hambriento, y sacias el alma afligida, entonces tu luz despuntará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía» (Is 58,9-10).


Por eso podemos pedir a Dios una pureza interior que nos permita ofrecer a los demás la ayuda que requieren y no la que nosotros deseamos prestar: «Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad» (Sal 85). En una ocasión, se lamentaba san Josemaría: «Produce lástima comprobar cómo algunos entienden la limosna: unas perras gordas o algo de ropa vieja. Parece que no han leído el Evangelio»1. La verdadera limosna surge de la donación interior, de un acto de amor hacia otro. Todos precisan de nuestra limosna: en nuestra familia, las personas con quienes trabajamos, quienes reciben un servicio a través de nuestra ocupación, etc.


«¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo que da valor a la limosna es el amor, que inspira formas distintas de don»2.


AL LEER EN el Evangelio la historia de la vocación de san Mateo, recordamos algo que llamó mucho la atención de los fariseos y de los escribas. El trabajo que desempeñaba el futuro apóstol suponía priorizar el pequeño poder personal que le confería Roma, por encima de las tradiciones de su pueblo; podía suponer cierto apego hacia los bienes materiales, por encima de la Ley de Dios. Pero Mateo vio algo diferente en Jesús, algo que le llevó a dejarlo todo por seguir sus pasos. Por eso abandonó el estilo de vida por el que había optado, la seguridad y el bienestar que le daba su posición, su plan personal de progreso, etc. Y esa decisión le puso tan contento que «ofreció en su honor un banquete» (Lc 5,29).


No parece que Jesús haya buscado a los apóstoles entre los maestros de la Ley, ni siquiera entre los fieles más observantes; al contrario, se acerca a la mesa de quien es considerado por la sociedad judía del momento como un pecador. Aquí se manifiesta una vez más el misterio de la misericordia de Dios. «Los evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia»3.


Como Mateo, nosotros también estamos llamados a «vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia (...). Cuando nosotros nos sentimos necesitados de perdón y de consolación, aprendemos a ser misericordiosos con los demás»4. Muchos de los que rodeaban a Mateo cumplían rigurosamente la ley, pero no se sentían necesitados de Dios, lo que endurecía su corazón para entregarse en una verdadera limosna. El futuro apóstol, al contrario, dejó todos sus bienes para seguir a Jesús, entregando toda su vida como limosna para quienes le rodeaban.


EL TEXTO EN el que san Mateo describe su propia vocación, pone en boca de Jesús unas palabras referidas a los fariseos: «Id y aprended lo que significa: “Misericordia quiero y no sacrificios”» (Mt 9,13, cfr. Os 6,6). Aunque para muchos puede haber pasado desapercibida aquella referencia al profeta Oseas, la rectitud del obrar de Cristo era imposible de no ver: pasó haciendo el bien, atendiendo las necesidades de los demás, curando a los enfermos, etc. La atención de Jesús a quienes le rodeaban es una «síntesis de todo el mensaje cristiano: la verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos»5.


Una manera de ofrecer limosna durante esta Cuaresma puede ser revisar el amor con que realizamos nuestras obras. Los preceptos del pueblo de Israel tenían la finalidad de encontrar el amor de Dios en tantos detalles de la jornada, pero esa buena intención muchas veces acabó convirtiéndose en el cumplimiento de actos que no alcanzaban su verdadero sentido. Esta Cuaresma puede ser una ocasión de acrecentar el deseo de que Cristo ocupe el centro de nuestra vida. San Josemaría apuntaba en este sentido: «Hemos de decidirnos a seguirlo de verdad: que el Señor pueda servirse de nosotros para que, metidos en todas las encrucijadas del mundo –estando nosotros metidos en Dios–, seamos sal, levadura, luz. Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para fermentar. Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos»6. Si presentamos a María nuestras intenciones más profundas, aquellas que quieren convertir nuestro corazón a Dios, ella intercederá ante Dios para que las podamos llevar a cabo.

24 de febrero de 2023

EL SENTIDO DEL AYUNO

 



Evangelio
(Mt 9, 14-15)


Entonces se le acercaron los discípulos de Juan para decirle:


- ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia y, en cambio, tus discípulos no ayunan?


Jesús les respondió:


- ¿Acaso pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Ya vendrá el día en que les será arrebatado el esposo; entonces, ya ayunarán.


PARA TU ORACION


ESCUCHA, SEÑOR, y ten piedad de mí» (Sal 30,11). Con estas palabras de la Antífona de entrada comienza la Misa de hoy. El clamor del salmista por ser escuchado refleja la naturaleza del hombre que acude a Dios para pedir su asistencia. «Señor, Dios mío –continúa diciendo–, clamé a ti y tú me sanaste. Tú, Señor, me levantaste del Abismo y me hiciste revivir (...). Si por la noche se derraman lágrimas, por la mañana renace la alegría» (Sal 30,3-4.6). El salmista describe una experiencia común: Dios que viene en nuestra ayuda cuando le invocamos con humildad. Este tiempo de Cuaresma puede ser una ocasión propicia para traer a nuestra memoria las veces que hemos percibido aquella asistencia de nuestro Señor. Si «hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), recordar aquellos momentos en los que ha acudido a nuestra ayuda será fuerza para el presente y para el futuro.

Una de las tareas del Espíritu Santo, que Jesús nos revela, es precisamente la de ayudarnos a recordar las misericordias de Dios, sostener la fragilidad de nuestra memoria: «Os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). «El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de eso, acuérdate de lo otro”. Nos mantiene despiertos en las cosas del Señor y también nos hace recordar nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa en cuándo encontraste al Señor, piensa en cuándo lo dejaste” (...). Es una buena manera de orar; mirando al Señor, decirle: “Soy el mismo. He andado mucho, he cometido muchos errores, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida; el Espíritu Santo nos guía en esta memoria»1. Hace dos días, al imponernos la ceniza, el sacerdote quizás nos recordó nuestro origen y nuestro fin, que venimos del polvo y que a él volveremos. Recordar el paso de Dios por nuestra vida puede ser un buen impulso de conversión para esta Cuaresma que comienza.


EN LA TRADICIÓN JUDÍA se vivía la costumbre del ayuno como una forma de penitencia. El profeta Isaías, sin embargo, hace notar que de poco sirve un ayuno vivido simplemente como una manifestación externa, pero sin piedad, sin auténtico deseo de llevar nuestra mirada hacia Dios. Dice el profeta que el ayuno querido por el Señor, fruto de una conversión interior, es más bien este: «Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,6-7). El verdadero ayuno es el que nos lleva a amar más a Dios y a los demás, saliendo de nosotros mismos; es oración de los sentidos que fructifica a nuestro alrededor. «El ayuno no da fruto si no es regado por la misericordia, se seca sin este riego –dice san Pedro Crisólogo–; lo que es la lluvia para la tierra, esto es la misericordia para el ayuno»2.

«El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón, lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento»3. Las costumbres de abstinencia que la Iglesia recomienda, deben ser manifestaciones de una actitud interior; esto último es, en realidad, lo más importante. San Josemaría enseñaba que toda privación debe ser «manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios»4. Experimentar el hambre con el ayuno nos recuerda que solo Dios es el verdadero alimento y que de él provienen todos los bienes: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pedimos en el Padrenuestro. El ayuno externo debe ser manifestación de nuestro deseo interno por saciarnos de Dios, por convertirnos nuevamente a él.


LOS DISCÍPULOS de Juan Bautista preguntan a Jesús por qué ellos ayunan a menudo, como también lo hacen los fariseos, mientras sus discípulos no lo hacen. Es una pregunta oportuna, de algo que seguramente llamaría la atención de los judíos. «¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? –responde Jesús–. Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán» (Mt 9,15). El Señor aprovecha la ocasión para indicarnos el sentido del ayuno y de la penitencia: unirnos más a Dios. Por eso, si Dios mismo está con ellos, esa práctica pierde relevancia, a sus discípulos les conviene saciarse de su presencia. Por eso añade: cuando no esté con ellos, entonces ayunarán, entonces necesitarán esa práctica para aprender a centrar la atención en Dios.

Tantas veces experimentamos nuestra lejanía de Dios, y es normal, pues estamos en camino hacia la morada de nuestro Padre. Cristo ha venido a la tierra precisamente para llamar a los pecadores. Por eso la Iglesia nos recuerda la conveniencia del ayuno, de aquella oración del cuerpo que nos ayuda a mirar hacia lo alto, que es lo único importante. La consideración de nuestra situación de debilidad nos hará decir con el salmo que san Josemaría recitaba cada noche: «Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí» (Sal 50,4-5). A santa María podemos pedirle muchas veces al día que ruegue por nosotros, pecadores, especialmente en este tiempo propicio de conversión que nos ha preparado la Iglesia.

23 de febrero de 2023

Tomar la cruz cada día

 



Evangelio (Lc 9, 22-25)


Y añadió que el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.


Y les decía a todos:


- Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará.


Porque ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero si se destruye a sí mismo o se pierde?



PARA TU ORACON


LA IGLESIA, para el primer día de Cuaresma después del Miércoles de ceniza, nos propone meditar el primer salmo de la Sagrada Escritura. Allí se nos muestran dos imágenes que representan dos posibles caminos para nuestra vida. Al escucharlo, parece como si estuviéramos de frente a una bifurcación: por un lado, está el camino de quien se deja justificar por Dios, que es como un árbol «que da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3); por otro, está el de quienes no escuchan al Señor, que «son como polvo que dispersa el viento» (Sal 1,4). En cierta manera, son dos situaciones vitales que dependen de cuánto abramos nuestra alma a Dios: o permanecemos arraigados en la realidad, dando los frutos de santidad que el Señor nos quiera enviar, o estamos a la deriva, llevados por el viento de pequeños gozos efímeros, que soplan hacia un lado y después hacia otro.

¿Cuál de los dos caminos elegimos? «Hemos entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es un camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años»1. Dios nos regala unas semanas para pensar con detenimiento en nuestro camino y pedir el don de nuestra conversión.

Estamos llamados a la vida; es lo que Moisés recuerda al pueblo elegido cuando está de frente a la tierra prometida: «Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que yo te ordeno hoy, amando al Señor, tu Dios, marchando por sus caminos y guardando sus mandamientos, leyes y normas, entonces vivirás» (Dt 30,15-16). Nuestra conversión no es una ciega negación a nosotros mismos; al contrario, es una respuesta al deseo de plenitud que está grabado en el fondo de nuestros corazones. «El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre»2.


¿QUÉ PODEMOS HACER para alcanzar en esta Cuaresma la alta meta de nuestra conversión? Lo que la Iglesia nos sugiere, en la oración colecta de la Misa, es primero pedir este don al Señor: «Te pedimos, Señor, que inspires, sostengas y acompañes nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin»3. Se trata de una oración que, por deseo de san Josemaría, la recitan todos los días los fieles del Opus Dei. Reconocemos que para emprender este camino de transformación necesitamos que sea Dios mismo el que nos inspire, sostenga y acompañe. Nuestra conversión será, sobre todo, un regalo del Señor que acogemos con humildad y agradecimiento.

En el Antiguo Testamento, fue Dios el que tomó la iniciativa para llamar a su pueblo de Egipto y hacerlo caminar hacia la tierra prometida. Él los fue sosteniendo durante esa peregrinación, renovando sus fuerzas cuando su ánimo vacilaba. Lo mismo hace el Señor ahora con nosotros. «Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito» (Fil 2,13). ¡Cuánta esperanza nos dan estas palabras de san Pablo! Pero pedir este don al Señor no significa quedarnos de brazos cruzados. Podemos manifestar nuestra apertura a su gracia de muchas maneras; por ejemplo con acciones concretas de penitencia o, sobre todo, con oración. «Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo que, al final, deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que se reza antes de cualquier actividad y dice así: “Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar tenga en ti su inicio y su fin”. Cada paso de nuestra vida, cada acción, también de la Iglesia, se debe hacer ante Dios, a la luz de su Palabra»4.


«SI ALGUNO quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23). Jesús dirige estas palabras a la multitud de sus discípulos, entre los que nos encontramos también nosotros. Para gozar de la alegría de la resurrección del Señor, hemos de descubrir y abrazar nuestra cruz de cada día. Las prácticas penitenciales del tiempo de Cuaresma tienen este sentido: morir a cuanto de pecado hay en nosotros mismos, para poder seguir más de cerca a Jesús.

El Señor comparó su pasión al cambio que el grano de trigo sufre cuando es plantado en la tierra: parece que la semilla se pierde, pero en realidad está convirtiéndose en una espiga llena de fruto (cfr. Jn 12,24). La cruz no nos habla de sufrimiento sin sentido, sino de transformación: nos anuncia la llegada de una nueva vida. Cuando el Señor nos invita a abrazar la cruz de cada día, implícitamente nos está prometiendo que cada día puede ser la oportunidad de una pequeña transformación, de una nueva conversión.

San Josemaría nos animaba a mirar con optimismo aquellas luchas diarias. «¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios»5. Hay tantas oportunidades de transformación como pequeñas cimas que nos encontramos cada día. En este camino que comenzamos, podemos encontrar ayuda en nuestra Madre, recordando tantas conversiones que han sido fruto de la devoción mariana.

22 de febrero de 2023

MIERCOLES DE CENIZA



 Evangelio (Mt 6,1-6.16-18)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.


Por lo tanto, cuando des limosna no lo vayas pregonando, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, con el fin de que los alaben los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha, para que tu limosna quede en lo oculto; de este modo, tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.


Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.


Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará.


PARA TU ORACION


TE COMPADECES de todos, Señor, y no aborreces nada de lo que hiciste; pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan, y los perdonas, porque tú eres nuestro Dios»1. Estas palabras del libro de la Sabiduría, que resuenan al inicio de la Misa, son el pórtico de entrada al tiempo de Cuaresma.


Durante la celebración litúrgica, nos acercaremos al sacerdote y nos inclinaremos para recibir la imposición de la ceniza. Recordaremos la invitación de Jesús: «Convertíos y creed en el Evangelio»; o la advertencia inspirada en el libro del Génesis: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». Se trata de un gesto fuerte, que nos hace pensar en lo frágil que es nuestra vida. Sin embargo, detrás de este rito podemos descubrir la ternura de Dios que nos busca. San Josemaría comentaba: «La liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina»2.


Hay momentos de nuestra existencia en los que notamos nuestra fragilidad: dificultades en la familia o en el trabajo, problemas de salud, sucesos inesperados; sobre todo, cuando experimentamos el pecado dentro de nosotros mismos. Todo esto nos puede hacer pensar que somos «polvo y ceniza». Sin embargo, la fe cristiana nos da la convicción de que es mayor la misericordia de Dios. En medio de nuestras limitaciones, siempre podremos cantar con el Salmo: «La tierra está llena de su misericordia» (Sal 33,5). La paciencia de Dios es tan grande que, precisamente cuando nos apartamos de él, pone en nosotros la nostalgia de su amor. La Cuaresma es un buen momento para dejar que esa nostalgia se transforme en conversión, en una vuelta a la casa del Padre para experimentar nuevamente su ternura.


A PESAR DE QUE vivimos rodeados de la misericordia del Señor, a veces podemos olvidar esta realidad. Sin embargo, Jesús en el Evangelio nos recuerda que Dios nos mira continuamente. Cuando nos explica cómo dar limosna, cómo rezar, cómo ayunar, el Señor insiste en que no vale la pena hacerlo para que nos vean los demás; entonces, dejamos de lado al Señor y se tuercen nuestras buenas acciones. Dios, en cambio, ve «en lo secreto» (Mt 6,4), escucha la intimidad de nuestro corazón. El tiempo de Cuaresma es un buen momento para dejar de vivir volcados hacia afuera y, al contrario, cultivar un clima interior capaz de acoger la realidad de una manera nueva, más sobrenatural.


«Maduramos espiritualmente convirtiéndonos a Dios, y la conversión se realiza mediante la oración, como también mediante el ayuno y la limosna, entendidos adecuadamente. No se trata sólo de “prácticas” pasajeras, sino de actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra conversión a Dios. La Cuaresma, como tiempo litúrgico, dura sólo cuarenta días al año: en cambio, debemos tender siempre a Dios; esto significa que es necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida»3.


Un camino de oración, limosna y ayuno, adecuado a nuestras circunstancias personales, nos llevará a levantar la mirada durante estos días. «El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos, para buscar finalmente el consuelo en Dios (...). El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es solo mío (...). El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre»4.


«MIRAMOS AL HIJO PRÓDIGO y comprendemos que también para nosotros es tiempo de volver al Padre. Como ese hijo, también nosotros hemos olvidado el perfume de casa, hemos despilfarrado bienes preciosos por cosas insignificantes y nos hemos quedado con las manos vacías y el corazón infeliz. Hemos caído: somos hijos que caen continuamente, somos como niños pequeños que intentan caminar y caen al suelo, y siempre necesitan que su papá los vuelva a levantar»5.


Reconocer que la misericordia del Señor llena la tierra, que él es un Padre que nos espera constantemente, no nos lleva a la pasividad. Al contrario, ese amor pone en marcha nuestra iniciativa para hallar los caminos por los que correr la senda de vuelta hacia Dios. Y un camino privilegiado es el sacramento de la Reconciliación: «Es el perdón del Padre que vuelve a ponernos en pie: el perdón de Dios, la confesión, es el primer paso de nuestro viaje de regreso»6. Ahí encontramos el rostro paterno de Dios, que nos anima y nos quiere como hijos suyos.


«La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre –decía san Josemaría–. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que —por tanto— se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega»7. En esta Cuaresma, que es camino de vuelta y mayor cercanía a la casa del Padre, adivinamos la presencia de santa María que nos acompaña. Podemos poner en sus manos ese deseo de convertirnos interiormente para celebrar la Pascua de su Hijo.




21 de febrero de 2023

CONVIVENCIA


 Evangelio (Mc 9, 30-37)


Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:


—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.


Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:


—¿De qué hablabais por el camino?


Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:


—Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.


Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:


—El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.


 TU ORACION


EN EL IMAGINARIO popular de los israelitas en tiempos de Jesús, el Mesías esperado sería un líder llamado a conducir al pueblo hacia la liberación del dominio extranjero para, después, instaurar un nuevo orden político. Por eso, es fácil imaginar el desconcierto de los apóstoles cuando el Señor les anuncia su Pasión: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán» (Mc 9,31). El Mesías no va a ser un triunfador, humanamente hablando. A pesar de que Jesús añade también la luminosa profecía de su resurrección –«y después de muerto resucitará a los tres días» (Mc 9,31)–, los discípulos todavía no están preparados para acoger este evento y asimilar su significado profundo. El evangelista comenta que «ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle» (Mc 9,32).


Muchas veces nos puede ocurrir que tengamos una idea preconcebida de la realidad. Y esa concepción, aunque sepamos que es imperfecta o apresurada, no siempre resulta fácil cambiarla. En el fondo de esta actitud se puede esconder un cierto miedo a que la verdad contradiga nuestros deseos o nuestros planes, y ponga el foco en aspectos de nuestra vida que reclaman una conversión. El examen de conciencia es un buen momento para «releer con calma lo que sucede en nuestra jornada, aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final. Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón»[1].


«Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma»[2]: así rezaba san Josemaría, sobre todo en los últimos años de su vida. Podemos pedir al Señor la valentía de querer siempre convertirnos, y que en esos momentos de examen purifique nuestro corazón para encontrar al auténtico Mesías en nuestra vida ordinaria.


LA IDEA de un Mesías terrenal estaba tan arraigada en los apóstoles que ignoraron las palabras del Señor y se pusieron a comentar un asunto que realmente les preocupaba: dónde estaría situado cada uno en el futuro reino y a quién otorgaría Jesús mayor autoridad. Se entretuvieron en estas conversaciones mientras recorrían los caminos de Galilea. Una vez llegados a Cafarnaún, el Señor les preguntó acerca de lo que habían estado hablando durante el itinerario. Ellos se quedaron en silencio, tal vez avergonzados por haber razonado de espaldas a él con una lógica diversa a aquella de las enseñanzas del Maestro.


Jesús decidió entonces, con paciencia, compartir y enseñar su modo de pensar: «Llamando a los doce, les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos”. Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”» (Mc 9,35-37).


El Señor pone en el centro a un niño para que podamos comprender que, para entrar en el Reino, es necesario ser menos calculadores y más ligeros de corazón, hacerse pequeños y sencillos; que debemos abandonar las ambiciones y afanes en las manos de Dios. La verdadera autoridad no está en dominar a los otros, sino en servir a todos. Cristo no nos enseña a resignarnos a una especie de mediocridad o negar los propios talentos; lo que nos recuerda es la necesidad de orientar nuestros pensamientos, deseos y esfuerzos hacia lo más importante: el amor a él y a los demás, que se manifiesta en el servicio. Con san Josemaría, podemos repetir: «Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor»[3].


CRISTO se presenta como servidor de todos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). También nosotros podemos convertir nuestra vida en una continuación de ese servicio de Cristo a los demás: mientras realizamos nuestro trabajo, en la vida familiar y en nuestras relaciones de amistad.


La caridad, que es lo que mueve el servicio auténtico, puede concretarse en los esfuerzos de cada día por hacer la vida un poco más agradable a quienes nos rodean. «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia –escribe el prelado del Opus Dei– es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[4]. El mismo Jesucristo manifestó así su deseo de servir a todos los hombres: escuchando a las personas que se acercaban a él, explicando pacientemente sus enseñanzas a las gentes, lavando los pies de los apóstoles, compadeciéndose de las necesidades de los que le seguían…


«He repetido muchas veces –decía san Josemaría– que quiero ser ut iumentum, como un borriquillo delante de Dios–. Y esa ha de ser tu posición y la mía, aunque nos cueste. Pidamos humildad a la Santísima Virgen, que se llamó a sí misma ancilla Domini. Servicio. ¿Con qué devoción decís serviam! cada día? ¿Es solo una palabra o es un grito que sale del fondo del alma?»[5]. En el trabajo y en el resto de ocupaciones podemos ejercitar esas virtudes que nos llevan a alegrar el día a los demás, haciéndoles partícipes del amor de Dios que nos mueve.

20 de febrero de 2023

LA ORACION DE LOS HIJOS DE DIOS

 



Evangelio
(Mc 9,14-29)


En aquel tiempo, al llegar Jesús junto a los discípulos vieron una gran muchedumbre que les rodeaba, y unos escribas que discutían con ellos. Nada más verle, todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a saludarle. 


Y él les preguntó: 


- ¿Qué estabais discutiendo entre vosotros?


A lo que respondió uno de la muchedumbre: 


- Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; y en cualquier sitio que se apodera de él, lo tira al suelo, le hace echar espumarajos y rechinar los dientes y lo deja rígido. Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.


Él les contestó: 


- ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo.


Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, hizo retorcerse al niño, que cayendo a tierra se revolcaba echando espumarajos. Entonces preguntó al padre:


- ¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? 


Le contestó:


- Desde muy pequeño; y muchas veces lo ha arrojado al fuego y al agua, para acabar con él. Pero si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos.


Y Jesús le dijo: 


- ¡Si puedes...! ¡Todo es posible para el que cree!


Enseguida el padre del niño exclamó: 


- ¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!


Al ver Jesús que aumentaba la muchedumbre, increpó al espíritu impuro diciéndole: 


- ¡Espíritu mudo y sordo: yo te lo mando, sal de él y ya no vuelvas a entrar en él!


Y gritando y agitándole violentamente salió. Y quedó como muerto, de manera que muchos decían: 


- Ha muerto. 


Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó y se mantuvo en pie.


Cuando entró en casa le preguntaron sus discípulos a solas: 


- ¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo?


-Esta raza -les dijo- no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración.


PARA TU ORACION


MAESTRO, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9,17-18). La angustia ha llevado a este buen padre hasta los pies de Jesús. Había acudido ya a sus discípulos, pero ellos, incapaces de afrontar esta situación, no habían podido ayudarle. «El Señor quiere que pidamos mucho: ¡nos presenta tantos ejemplos de tozudez en el santo Evangelio! Gente que le arranca los milagros a fuerza de pedir; a veces poniéndose delante de Él, con sus miserias que claman»1.


Ante la impotencia de los discípulos, la fe del padre parece que tambalea; sin embargo, abre su corazón a Cristo y le confía sus deseos con sencillez: «Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos» (Mc 9,22). Es entonces cuando Jesús exclama: «¡Si puedes…! ¡Todo es posible para el que cree!». Jesús quiere realizar los milagros que la gente ansía; aún más, quiere superar sus expectativas, pero necesita que aquellas almas abran las puertas con fe. En todo tipo de dificultades, «podemos hacer mucho: ¡rezar, rezar y rezar! Y después, en la medida de lo posible, hacer lo que está en nuestras manos. Y, por encima de esto, hemos de contar con la Providencia divina, que es otro modo de hacer y de dejar hacer»2.


La oración no es una fórmula para obtener lo que deseamos; es, más bien, una manera de prepararnos para recibir los dones que Dios quiere enviarnos. Además, los planes divinos también cuentan con nuestra oración de intercesión para que puedan ser llevados a cabo, de la misma manera como cuentan con nuestras acciones. Aquel padre del Evangelio pide ayuda con humildad a Jesús, pero reconociendo que el Señor sabe más.


LA ORACIÓN es el camino para comprender que es Dios el verdadero protagonista de la misión. «Puede resultar extraño –escribió san Agustín– que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos. Nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos; sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña»3.


«Os hablo a cada uno –predicaba san Josemaría en 1966– para recordaros que hay que rezar, ¡rezar mucho!: rezar durante todo el día y durante toda la noche. Si duermes ordinariamente de un tirón, ofrece ese sueño; y, si alguna vez te despiertas, levanta enseguida el corazón a Dios»4. El sueño, la mayoría de veces, no tiene ningún mérito. Sin embargo, sabernos mirados y queridos por Dios en cada cosa que hacemos, también mientras dormimos, convierte toda nuestra vida en una ofrenda, llenándola de fruto. ¡Qué no hará, entonces, con nuestros deseos de servirle!


Por eso nos resulta tan beneficiosa repetir la súplica de este buen padre a Jesús: «¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!» (Mc 9,24). Si nuestra petición anhelara lograr de Dios una confirmación de nuestros deseos o aspiraciones, estaríamos limitando su generosidad, siempre mayor de lo que imaginamos. «Ponedme a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos–: ¿No os abriré entonces las compuertas del cielo y derramaré bendiciones sin tasa?» (Ml 3,10).


«SEÑOR, TÚ ME has puesto aquí, Tú me has confiado esto o lo otro. Resuelve Tú todo lo que sea necesario resolver, porque es tuyo y porque yo solo no tengo fuerzas. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños, que los hijos, están seguros de sus padres: no tienen preocupaciones, ni siquiera saben que tienen problemas, porque sus padres se lo dan todo resuelto. Hijos míos, con esta firme confianza hemos de vivir y hemos de rezar siempre, porque es la única arma con que contamos y la única razón de nuestra esperanza»5.


Para quienes se acerquen al calor del Opus Dei, san Josemaría quería que aprendieran a tener una oración de hijos, quería que la relación con Dios sea aquella de quien sabe que todo lo recibe de lo alto. La generosidad brota más fácilmente cuando tiene enfrente a un corazón agradecido. Al contrario, si pedimos como quien exige un derecho, fundado en nuestros supuestos méritos o incluso en nuestras oraciones, siempre lo haremos con un ánimo apocado. Dios quiere que pidamos como hijos que descansan en aquella divina filiación.


«María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he aquí” (...). No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios»6. «María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra»7.



19 de febrero de 2023

AMAR A LOS ENEMIGOS

 



Evangelio (Mt 5,38-48)


Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto. A quien te fuerce a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida, dale; y no rehúyas al que quiera de ti algo prestado.


Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.



PARA TU ORACION



LA VOLUNTAD del Señor es compartir con los hombres su vida divina. Dios le encarga a Moisés que transmita este deseo suyo a los hijos de Israel: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,1). La llamada a la santidad está presente también desde el principio en la predicación de Jesús. En las riberas del mar de Galilea, el Maestro les propone a las multitudes un alto modelo de vida: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).


Estas palabras pueden sonar sorprendentes, porque no hay día en el que no palpemos nuestra imperfección, nuestros límites y nuestros errores. Al conocer, aunque sea superficialmente, la debilidad que habitualmente nos acompaña, es fácil que se nos presente la inquietud: ¿cómo puedo aspirar a esa perfección de la que habla Jesús? O, más bien, ¿de qué tipo de perfección habla el Señor? Ciertamente, no se trata del perfeccionismo humano, sino del modo de ser de un Dios que es amor, gratuidad y misericordia. Esta certeza le hacía exclamar a san Josemaría: «Dame, Señor, el amor con que quieres que te ame»[1]. El amor no es un recurso propio, sino un don que recibimos de Dios para compartirlo. «Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo su corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de vida animada por el amor y destinada a la eternidad»[2].


Procurar llenarnos de la santidad de Dios y de su perfección, tan distinta a la que imaginamos, no es una meta inalcanzable, pues contamos con la ayuda del Espíritu Santo. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Co 3,16), les recuerda san Pablo a los corintios. «La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad (…). El Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día»[3].


CON LA ENCARNACIÓN de Dios en su Hijo Jesucristo, este ideal de perfección no es abstracto, sino que toma un cuerpo. En Cristo, Dios se ha hecho carne para ser cercano a cada hombre, para revelarnos su amor infinito de una manera muy comprensible. En su Hijo, nos llama a una vida de cercanía, de comunión con él. «La santidad de Dios se nos comunica en Cristo»[4]. Jesús es la fuente de toda santidad, porque «de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia» (Jn 1,16).


Nuestra perfección no está, por tanto, solamente en perseguir unas metas que se alcanzan después de mucho esfuerzo. Aunque aquello esté presente, esa perfección a la que nos llama Dios se trata, más bien, de abrirnos a compartir ese camino con Jesús, siguiéndole de cerca, viviendo como él vivió, y siendo testigos de esa alegría. «El gran secreto de la santidad se reduce a parecerse más y más a él, que es el único y amable Modelo»[5]. Si dejamos que Jesús habite en nosotros, aprenderemos a vivir como verdaderos hijos de Dios; porque, como enseña san Josemaría, la santidad no es otra cosa que la «plenitud de la filiación divina»[6].


En cada Eucaristía –en donde revivimos la muerte y la resurrección de Jesús–, proclamamos esta santidad que es Dios mismo: «Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios del universo». Él, que es tres veces santo, nos permite participar en su propia santidad. Al darnos su Cuerpo y su Sangre, podemos alcanzar lo que sería totalmente imposible con nuestras solas fuerzas: hacernos una sola cosa con Cristo, hasta llegar a la identificación plena con él. Recibimos, entonces, en el Señor, todas las riquezas de Dios, como nos recuerda san Pablo: «Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,22-23).


LA SANTIDAD que Dios nos regala, al hacernos un poco más parecidos a él, se dirige hacia una entrega gratuita y generosa a nuestros hermanos. Jesús nos impulsa a amar como él nos ha amado, procurando llenar el vacío de los corazones que nos rodean con nuestro amor. «Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos» (Mt 5,38-48). La propuesta de Jesús es tan radical que incluye algo que, humanamente hablando, parece una quimera: querer a los enemigos. Es decir, a quien nos ha ofendido, no piensa como nosotros, nos hace la vida más complicada o, simplemente, nos resulta antipático. Si esto «dependiera solo de nosotros, sería imposible. Pero recordemos que, cuando el Señor pide algo, quiere darlo»[7]. Y no solo nos ayuda, sino que también nos dio ejemplo pidiendo el perdón para los que le crucificaron (cfr. Lc 23,34).


Escribía san Josemaría: «Si se ha de amar también a los enemigos –me refiero a los que nos colocan entre sus enemigos: yo no me siento enemigo de nadie ni de nada–, habrá que amar con más razón a los que solamente están lejos, a los que nos caen menos simpáticos, a los que, por su lengua, por su cultura o por su educación, parecen lo opuesto a ti o a mí»[8]. De esta manera, la santidad real se concreta en amar a una persona que nos contraría o habla mal de nosotros, en saludar a otra que tal vez creemos que no se lo merece, o en perdonar cuando algo nos ha dolido. «Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido»[9]. Además, también nosotros tendremos que pedir perdón muchas veces, con o sin razón, para restablecer la unidad, que es lo más importante. Podemos acudir a María para que nos ayude a querer con todo el corazón a nuestros hermanos.


18 de febrero de 2023

Encender pequeñas luces



 Evangelio (Mc 9, 2-13)


Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús:


— Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.


Pues no sabía lo que decía, porque estaban llenos de temor. Entonces se formó una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:


— Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle.


Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie: sólo a Jesús con ellos.


Mientras bajaban del monte les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos retuvieron estas palabras, discutiendo entre sí qué era lo de resucitar de entre los muertos.


Le preguntaron:


– ¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?


Les contestó:


– Elías vendrá primero y lo renovará todo. Ahora ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito acerca de él.


PARA TU ORACION


CUANDO UNA PERSONA nos abre nuevas perspectivas para entender algún aspecto del mundo, o nos ayuda a comprender mejor nuestra propia vida, solemos decir que «nos ha traído luz». Antes, quizás las cosas eran un poco más oscuras y confusas. La Sagrada Escritura también usa con frecuencia la simbología de la luz, y hay pasajes del Evangelio que llevan esa luminosidad a su plenitud. San Marcos nos cuenta que «Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos» (Mc 9,2-3). La figura de Jesucristo queda llena de luz, allí no hay mezcla de oscuridad. Y, por si fuera poco, después los discípulos escuchan la voz de Dios Padre. Todo en el Tabor se convierte en un misterio luminoso.


«La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: “Fiat lux”, “Haya luz” (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad (…). La luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, “su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos” (Ha 3,4). La luz –se dice en los Salmos– es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29ss). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. “Yo soy la luz del mundo –afirma en el Evangelio–; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12)»1


EL AÑO 1931, en Madrid, mientras celebraba la Misa de la fiesta de la Transfiguración del Señor, san Josemaría vivió un momento especial. Quizás considerando aquella luminosidad del Tabor, el fundador del Opus Dei comprendió con claridad que los cristianos corrientes serían, en adelante, apóstoles con la misión de llevar a Cristo a todas las actividades del mundo.


Escribe en sus apuntes personales de aquel día: «Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32)», cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí. «Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serían los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana»2.


«En el acontecimiento de la Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre la historia, que se construye diariamente, y la herencia bienaventurada, que nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y fin (...). Como los discípulos, también nosotros debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos de los creyentes»3.


LA MISIÓN DEL cristiano consiste en «encender pequeñas luces en el corazón de la gente; ser pequeñas lámparas del Evangelio, que lleven un poco de amor y esperanza»4. Sobre la mesa de trabajo de san Josemaría, como despertador de la presencia de Dios, solía encontrarse un aislador, pieza que no permite el pasaje de la electricidad. A nuestro Padre le servía para recordar que los cristianos, al contrario, estamos llamados a ser transmisores de la luz que llevamos dentro. «A pesar de nuestras pobres miserias personales –escribió el fundador del Opus Dei–, somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor»5.


Uno de los momentos más luminosos de nuestra jornada, en el que nos unimos totalmente a Dios y escuchamos su voz, es la Santa Misa. En ella, el presente queda de algún modo transfigurado. A través de la liturgia, el mundo se adentra en la claridad del cielo. La cercanía de Cristo irrumpe en nuestro día. Allí podemos buscar orientación para nuestra vida, luz para nuestra alma, renovación de nuestros afectos. Sursum corda, decimos antes del prefacio: arriba los corazones, como sucedió con Pedro, Santiago y Juan aquel día en el Tabor. Y, como se llenaron de luz y de gozo, no querían que aquel momento se terminase. Santa María, reina de los ángeles, habrá compartido tantos momentos de claridad junto a Cristo, de los que no tenemos registro. A ella podemos pedirle que vuelva a iluminar nuestro corazón cuando descubramos en él algún rincón de oscuridad.

17 de febrero de 2023

A LA SOMBRA DE LA CRUZ

 



Evangelio (Mc 8, 34 – 9, 1)


Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo:

—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.


Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? Pues ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles.


Y les decía:


—En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios que ha llegado con poder.


PARA TU ORACION


TRAS LA CONFESIÓN de fe de Pedro, y tras predecir su pasión y su muerte, Jesús quiere arrojar luz al sentido del dolor en nuestra vida. Es verdad que el Hijo de Dios todavía no había afrontado la cruz, pero podía ya hablar de ella. Congrega a sus discípulos. Mucha otra gente se arremolina para escucharle. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,34-35).


No existe vida cristiana que no pase por la cruz. En realidad, no existe vida sobre la tierra que pueda ahorrarse fatigas y sufrimientos; todos experimentamos de cerca, en nuestra propia vida, la presencia del mal así como la propia fragilidad y debilidad, como consecuencia del pecado. Pero sabemos que, al principio, las cosas no eran así. Y esa armonía es la que Cristo ha querido, de alguna manera, restablecer, pero siempre respetando nuestra libertad de abrirle o no nuestra alma.


«La Cruz de Jesús es la palabra con la que Dios ha respondido al mal en el mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal y se queda en silencio. En realidad, Dios ha hablado y respondido; y su respuesta es la Cruz de Cristo. Una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y es también Juicio. Dios nos juzga amándonos: si recibo su amor, me salvo; si lo rechazo, me condeno. No me condena él, sino que me condeno por mí mismo. Dios no condena, sino que ama y salva. La palabra de la Cruz es la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y alrededor nuestro. Los cristianos tienen que responder al mal con el bien, tomando sobre sí mismos la Cruz, como Jesús»1.


CUANDO SAN JOSEMARÍA contempla la escena del Via Crucis en que condenan a muerte a Jesús, considera la capacidad que tenemos los hombres de aceptar o no sus designios, nuestra posibilidad de «dar curso» de maneras muy diversas al amor que Dios nos tiene: «Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios!»2.


«Es un misterio de la divina Sabiduría que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»3. «Ese riesgo, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del amor de Dios». Pero, también así, la libertad «se mantiene como un bien esencial de cada persona humana, que es necesario proteger. Dios es el primero en respetarla y amarla»4.


Considerando el curso de la historia humana, puede sorprender que en el mismo origen la persona haya tomado libremente un camino alejado de la confianza en el amor de Dios. Incluso alguna vez quizá podríamos pensar que sería mejor no tener «tanta libertad» viendo cómo nos dañamos a nosotros mismos. De hecho, cuando vemos que una persona cercana no se dirige hacia un camino bueno, tantas veces quisiéramos llevarla en otra dirección. Es bueno volver la mirada hacia Dios y descubrir por qué nos ha hecho tan libres: la magnitud del riesgo que asume, muestra a su vez la magnitud del don que se da; solo desde la fuerza de nuestra libertad puede surgir un amor verdadero que nos lleve hacia la felicidad.


«SABEMOS QUE, en realidad, nada falta a la inmensa eficacia del sacrificio de Cristo. Pero Dios mismo, en su Providencia que no acabamos de entender del todo, quiere que participemos en la aplicación de su eficacia. Esto es posible porque nos ha hecho partícipes de la filiación de Jesús al Padre, por la fuerza del Espíritu Santo: “Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8, 17)»5.


Del costado abierto de Cristo en la cruz surgen los sacramentos de la Iglesia: allí está el tesoro más grande de gracia. También podemos unirnos personalmente a la cruz de Jesús ofreciendo cada cosa que hacemos junto con el sacrificio de Cristo, convirtiendo toda nuestra vida en una Misa. De la misma manera, «cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo»6.


Todos los santos han dejado crecer esta cercanía a la cruz en su vida. «Quiere la Cruz –decía san Josemaría–. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»7.

16 de febrero de 2023

EL CAMINO DEL DOLOR ES EL AMOR

 



Evangelio (Mc 8, 27-33)


Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Y en el camino comenzó a preguntar a sus discípulos:


—¿Quién dicen los hombres que soy yo?


Ellos le contestaron:


—Juan el Bautista. Y hay quienes dicen que Elías, y otros que uno de los profetas.


Entonces él les pregunta:


—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Le responde Pedro:


—Tú eres el Cristo.


Y les ordenó que no hablasen a nadie sobre esto.


Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días.


Hablaba de esto claramente. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Pero él se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo:


—¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.


PARA TU ORACION


AL PROGRESAR, poco a poco, en el camino cristiano, hay momentos en los que nos encontramos de frente a dos preguntas que formula Jesús en el Evangelio. Primero: ¿quién dicen los demás que soy yo? Para pasar después al interrogante que cambia de raíz nuestra vida: «¿Quién decís que soy yo?» (Mc 8,28-29) ¿Quién soy yo para ti? Los apóstoles, al principio, esperando que el Señor mismo respondiera por ellos, titubean. «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías o uno de los profetas». No parece que tuvieran una posición clara. Pedro, audaz, contesta con fuerza: «Tú eres el Cristo». Aquellas palabras expresaban el culmen de la fe de Israel y, con ella, abrazaban el futuro y las expectativas de la humanidad de todos los tiempos.


«Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra “Mesías”. Lo demuestra poco después, dando a entender que el Mesías que buscaba en sus sueños es muy diferente del verdadero proyecto de Dios. Ante el anuncio de la pasión, se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús. Pedro quiere un Mesías que realice las expectativas de la gente, imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo (...). Es la gran alternativa, que también nosotros debemos aprender siempre de nuevo: privilegiar nuestras expectativas, rechazando a Jesús, o acoger a Jesús en la verdad de su misión y renunciar a nuestras expectativas demasiado humanas»1.


También nosotros, como aquellos primeros discípulos, estamos llamados a descubrir personalmente el verdadero rostro de Jesucristo. Comprender la verdadera naturaleza de su Reino es una tarea que requiere paciencia y maduración interior. Quizás, en esta tarea, nos puede servir mirar la vida de los santos: ellos supieron renunciar a sus expectativas humanas para acoger las divinas.


EN EL CAMINO que nos lleva al cielo, conviven la fe gozosa en el Salvador, con la oscuridad de la cruz; la esperanza de una alegría más allá de toda medida humana, con las dificultades inevitables del recorrido, que pueden surgir también de nuestras distracciones. Una parte no se da sin la otra. «¿Cómo vivimos la fe? ¿Permanece el amor de Cristo crucificado y resucitado en el centro de nuestra vida cotidiana como fuente de salvación, o nos conformamos con alguna formalidad religiosa para tener la conciencia tranquila? ¿Estamos apegados al tesoro valioso, a la belleza de la novedad de Cristo, o preferimos algo que en el momento nos atrae pero después nos deja un vacío dentro?»2.


El Señor, para que la fe de sus apóstoles madurase, los reunió «y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31). San Josemaría, al recordar los momentos de dificultad que él mismo había padecido, señalaba que «la enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar –con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor– que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar (...). Cuando os hablo de dolor, no os hablo solo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si –ante la realidad del sufrimiento– sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz»3.


No podemos trazar un perfil completo de Jesús sin mirar la cruz. Nos gozamos al descubrir las alegrías cotidianas de su vida oculta; su predicación y sus milagros alimentan nuestra esperanza; la resurrección nos confirma en una fe grande. Pero ver al Hijo de Dios crucificado es parte esencial de la vida de Jesucristo. Solo entonces comprenderemos que Dios nos acompaña también en el dolor, en la soledad y en el sufrimiento.


PARA RESPONDER a esa pregunta que todos nosotros percibimos en el corazón –quién es Jesús para nosotros– no es suficiente una doctrina aprendida en los libros, sino que supone haber atravesado momentos buenos y malos junto al Señor. De hecho, san Pedro enseguida es corregido por el Señor, porque no acaba de comprender que la cruz puede formar parte de su amor infinito. Incluso más adelante, el apóstol «contempló los milagros que hacía Jesús, vio sus poderes (…), pero, a un cierto punto Pedro negó a Jesús (…). Y fue precisamente en ese momento cuando aprendió esa difícil ciencia –más que ciencia, sabiduría– de las lágrimas, del llanto»4. Se trata del camino de la contrición, que tanto nos acerca al Señor.


No mucho después, tras la resurrección, en una nueva confesión de fe a orillas del Mar de Galilea, Pedro «sintió vergüenza, recordó aquella tarde del jueves santo: las tres veces que había negado a Jesús. En la playa del Tiberíades, Pedro lloró no amargamente como el jueves, pero lloró»5. Esta vez, su dolor se transformó en confianza, en una fe más madura. El mayor de los apóstoles nos muestra que ni siquiera nuestros defectos nos han de alejar de Jesús. La pregunta que el Señor hizo a Pedro –¿quién soy yo para ti?– se comprende solo a lo largo del camino, que es una senda de gracia y de caídas, pero siempre junto a Jesús.


Reconocemos al Señor también cuando tocamos los límites humanos al descubrir que, en nuestros errores y faltas, el Señor no se aparta de nosotros. La contrición, el dolor que nos lleva a limpiar la mirada, permite ver con claridad que Dios es bueno. Invocamos a María como reina de los pecadores porque queremos ser cada vez más conscientes de que necesitamos el perdón de Dios. Ella también está con nosotros siempre, a lo largo del camino.