"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de marzo de 2023

NUESTRA MADRE LA VIRGEN DE LOS DOLORES



 Evangelio  (Jn 10, 31- 42)


Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle.


Jesús les replicó: Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?


No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios -le respondieron los judíos.


Jesús les contestó: ¿No está escrito en vuestra Ley: 'Yo dije: 'Sois dioses''?


Si llamó dioses a quienes se dirigió la palabra de Dios, y la Escritura no puede fallar, ¿a quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios?


Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.


Intentaban entonces prenderlo otra vez, pero se escapó de sus manos.


Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y allí se quedó.


Y muchos acudieron a él y decían: -Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.



PARA TU ORACION


LA IGLESIA tradicionalmente recuerda en este viernes, anterior al Viernes Santo, los dolores de la Virgen a lo largo de su vida. Cuando el niño Jesús fue presentado en el templo, el anciano Simeón le dirigió estas palabras: «A tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). El Evangelio recoge varios momentos de dolor en la vida de la Virgen: esta profecía del anciano, la huida a Egipto para salvar la vida de su hijo, los tres días de angustia cuando el niño se quedó en Jerusalén… Pero, por encima de todo, se encuentran los instantes que rodearon la muerte de Jesús: el encuentro con él camino al Calvario, la crucifixión, su descendimiento de la cruz y su entierro.

Contemplar a la Virgen en cada una de estas situaciones nos recuerda que el dolor es un compañero inseparable en la vida. Ni siquiera a la Madre de Dios, la criatura más perfecta que ha salido de sus manos, se le ha ahorrado esta realidad. Ella misma fue la primera en darse cuenta de que la profecía de Simeón era verdadera: «Este ha sido puesto (...) para signo de contradicción» (Lc 2,34). El mismo Jesús diría más tarde a sus discípulos que no había venido a traer paz, sino una espada (cfr. Mt 10,34). Por eso, acoger a Cristo en nuestra vida «significa aceptar que él desvele mis contradicciones, mis ídolos, las sugestiones del mal»1: que nos descubra todos aquellos dolores que nos procuramos también con nuestros propios pecados.

María es maestra del sacrificio oculto y silencioso. Con su presencia discreta, identificándose con la voluntad de Dios, ofreció el mayor consuelo a Jesús en la cruz: «¿Qué podía hacer ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso –como una espada afilada– que traspasaba su Corazón puro»2. No encontraremos en esta tierra una explicación absoluta al mal y al sufrimiento; pero en Cristo hecho hombre, que ha padecido todos los sufrimientos, se nos abre al menos un sentido, una compañía y un consuelo.


CONTEMPLAMOS en el Evangelio de hoy, a pocos días del Viernes Santo, cómo algunos judíos comenzaron a dirigirse al Señor con mayor agresividad. Muchos intentaban apedrearlo porque, siendo hombre, se hacía pasar por Dios. Pero Jesús ansía que esos corazones se abran al misterio de su Persona, así que centra la atención de sus interlocutores en los innegables prodigios que había realizado: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?» (Jn 10,32). Aquellos sabios de Israel se encuentran ante una encrucijada innegable. Pero, en lugar de abrirse al misterio con asombro, deciden apedrear a Jesús, ya sea porque lo que tienen de frente supera sus horizontes, o porque no les mueve un sincero interés por la verdad.

«Solo la humildad nos abre a la experiencia de la verdad, de la alegría auténtica, del conocimiento que cuenta. Sin humildad estamos aislados de la comprensión de Dios, de la compresión de nosotros mismos»3. Del mismo modo que un niño no siempre entiende el modo de obrar de su padre, muchas veces la acción divina se nos presenta como misteriosa. Reconocer la grandeza de Dios implica también asumir nuestra pequeñez, sabiendo que él supera nuestros esquemas humanos. El Espíritu Santo siempre quiere obrar prodigios en nuestra historia, pero tenemos que estar dispuestos a escuchar con humildad su soplo siempre nuevo.

La Virgen, en su canto del Magníficat, glorifica el poder del Señor, que «derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes» (Lc 1,52). Dios se fijó en su humildad para que, de ahora en adelante, todas las generaciones la llamen bienaventurada. «Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza»4.


A MEDIDA que se acerca su pasión, Jesús habla cada vez más abiertamente de su condición de Hijo de Dios: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre» (Jn 10, 37-38).

Los milagros que recogen los Evangelios nos dicen mucho sobre quién es Jesús de Nazaret. San Juan suele llamar «signos» a los milagros, porque la finalidad primordial de esas acciones no es acabar con la enfermedad o con el sufrimiento en esta tierra, sino mostrar la personalidad divina de Cristo y su condición de Mesías. Los treinta y cinco milagros de Jesús invitan a penetrar en el misterio de su Persona. En algunos de ellos muestra su poder sobre la naturaleza, como cuando multiplica los panes y los peces, o cuando invita a Pedro a caminar sobre las aguas. De este modo manifestó el espíritu del mismo Dios Creador, que «se cernía sobre la faz de las aguas» (Gn 1,2) en el relato de la creación. Los milagros que tienen que ver con la resurrección de los muertos muestran, por otra parte, su poder sobre la vida.

Dentro de unos días, en el Triduo Pascual, Jesús entregará su propia vida como nadie puede hacerlo, porque solo él tiene poder sobre ella. «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo» (Jn 10,18). Jesús es el mismo hoy y hace dos mil años, en aquellas tierras de Palestina; sigue llenando nuestra vida de gestos que revelan la cercanía de Dios. A la Virgen le podemos pedir que, con humildad, seamos capaces de reconocer los signos de su Hijo.

30 de marzo de 2023

DIOS ES FIEL

 



Evangelio (Jn 8, 51-59)


En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi palabra jamás verá la muerte.


Los judíos le dijeron: -Ahora sabemos que estás endemoniado. Abrahán murió y también los profetas, y tú dices: 'Si alguno guarda mi palabra, jamás experimentará la muerte'.


¿Es que tú eres más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes tú?


Jesús respondió: -Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada vale. Mi Padre es el que me glorifica, el que decís que es vuestro Dios, y no le conocéis; yo, sin embargo, le conozco. Y si dijera que no le conozco mentiría como vosotros, pero le conozco y guardo su palabra.


Abrahán, vuestro padre, se llenó de alegría porque iba a ver mi día; lo vio y se alegró.


Los judíos le dijeron: -¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abrahán?


Jesús les dijo: -En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán naciese, yo soy.


Entonces recogieron piedras para tirárselas; pero Jesús se escondió y salió del Templo.



PARA TU ORACION


Esta es mi alianza contigo: serás padre de muchedumbre de pueblos» (Gn 17,3-9), dice Dios a Abraham al establecer su Alianza. El Señor le promete un pueblo numeroso y una tierra para compartir la alegría de estar con él. Dios se compromete a ser fiel a ese pueblo de la promesa: «Seré tu Dios y el de tus descendientes futuros» (Gn 17,7).


Estas promesas, sin embargo, atravesaron por momentos de aparente oscuridad. Incluso hay ocasiones en las que parece que van a ser olvidadas, como cuando el Señor pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac. Desde un punto de vista solamente humano, no se entiende una petición así. Pero el patriarca sabe que Dios es fiel, y razona desde la fe. Sabe que sus planes no siempre se pueden comprender totalmente, aquí y ahora. Por eso, confía en Yahvé, que sabe más, y espera «contra toda esperanza» (Rm 4,18). En el último momento, un cordero sustituirá a Isaac en el sacrificio para que el hijo de Abraham siga con vida y, en él, se pueda cumplir la promesa de una descendencia numerosa.


Este recuerdo del patriarca nos ayuda a preparar la celebración del Triduo Pascual. Próximamente recordaremos cómo este misterioso episodio cobró su sentido pleno en la cruz. Así como Isaac fue sustituido por un cordero en el último momento, el sacrificio de Jesucristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, librará de la muerte a todo el que crea en él: nos abrirá las puertas de la patria definitiva junto a un pueblo numerosísimo.


JESÚS REVELA en el Evangelio que el alcance de las promesas hechas a Abraham se refieren, en realidad, a una vida que va más allá de la muerte. «En verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre» (Jn 8,51). A algunos judíos se les dificultó abrirse a este sentido trascendente de las promesas, y acusan a Jesús: «Ahora vemos que estás endemoniado. (…) Abrahán murió, los profetas también. (…) ¿Por quién te tienes?» (Jn 8,52-53). Pero esa rabia contra Jesús, que lo llevará a la cruz como cordero inmolado, estará precisamente dando un cumplimiento insospechado a lo prometido. Esto ha ocurrido con frecuencia a lo largo de la historia de la salvación: cuando el horizonte parece cerrarse a los planes de Dios, el hilo de las promesas atraviesa cada etapa de la historia, sin romperse.


«Abraham, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría (Jn 8,56)», les responde Jesús. La seguridad en las promesas del Señor es el motivo más firme de paz y de alegría para el que espera. No hay nada que nos pueda arrebatar esa seguridad, fundamentada en la fidelidad de Dios. Pase lo que pase, él nos ha prometido que será siempre nuestro Dios.


La esperanza es «esa virtud que corre bajo el agua de la vida, pero que nos sostiene para no ahogarnos en medio de numerosas dificultades, para no perder ese deseo de encontrar a Dios, de encontrar ese rostro maravilloso que todos un día veremos»1. A partir de Cristo, el hilo de las promesas hechas a Abraham continúa en la Iglesia, que se abre paso a lo largo de la historia como un hilo de esperanza. También en los momentos más oscuros, cuando parece que ese hilo se va a romper, aparecen hombres y mujeres de fe que, como Abraham, saben que Dios es fiel. Ellos también, esperando contra toda esperanza, se saben portadores de las promesas de Dios. «He visto, en muchas vidas –decía san Josemaría–, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra»2.


ESTE HILO DE ESPERANZA es el tema de una meditación predicada por san Josemaría el 26 de julio de 19373. Se encontraba encerrado en la Legación de Honduras, en Madrid. El Opus Dei llevaba muy pocos años y su actividad se había visto frenada en seco por la guerra civil española. Las vidas de los primeros fieles de la Obra corrían peligro, quizás podían verse tentados por el pesimismo, así que san Josemaría quiso elevar la mirada de ese grupo de jóvenes, recordándoles cómo Dios se mantiene fiel siempre, suscitando en cada época hombres y mujeres santos que renuevan la esperanza.


En esa meditación, comienza recordando a los primeros cristianos. Nada les distinguía de sus iguales, salvo «la luz vibrante que arde dentro de su pecho». A través de ellos, «la voz de Cristo suena cada vez más fuertemente». Y cuando, a la vuelta de los siglos, ese fervor de los primeros cristianos parecía que se había atenuado, Dios suscitó a san Francisco y a santo Domingo, y apareció una nueva vitalidad espiritual que hizo revivir al mundo. En el siglo XVI surgieron san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier, cuya obra de evangelización llegaría hasta los confines de la tierra. Y también una mujer, Teresa de Ahumada, suscitará en la Iglesia, auténticos «generadores de vida espiritual intensa» con la fundación de sus conventos.


San Josemaría puso delante de esos jóvenes de principios del siglo XX algunos hitos históricos para concluir que el Señor sigue siendo fiel a sus promesas. «Dios no se ha cortado las manos. Non est abbreviata manus Domini; no se ha empequeñecido el poder de Dios, que continúa concediendo nuevas maravillas en favor de los hombres». Nosotros estamos también invitados a ser portadores de ese hilo de esperanza que vivifica cada época de la historia. La Virgen, esperanza nuestra, nos ayudará a llevar la alegría Cristo a todos los hombres.

29 de marzo de 2023

CAMINO DE LA CONVERSION

 



Evangelio (Jn 8, 31-42)

Decía Jesús a los judíos que habían creído en él: -Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

Le respondieron:

—Somos linaje de Abrahán y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo es que tú dices: «Os haréis libres»?

Jesús les respondió:

—En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado.

El esclavo no se queda en casa para siempre; mientras que el hijo se queda para siempre; por eso, si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres.

Yo sé que sois linaje de Abrahán y, sin embargo, intentáis matarme porque mi palabra no tiene cabida en vosotros. Yo hablo lo que vi en mi Padre, y vosotros hacéis lo que oísteis a vuestro padre.

Le respondieron:

—Nuestro padre es Abrahán.

—Si fueseis hijos de Abrahán -les dijo Jesús- haríais las obras de Abrahán. Pero ahora queréis matarme, a mí, que os he dicho la verdad que oí de Dios; Abrahán no hizo esto. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.

Le respondieron:

—Nosotros no hemos nacido de fornicación, tenemos un solo padre, que es Dios.

Si Dios fuese vuestro padre, me amaríais -les dijo Jesús-; pues yo he salido de Dios y he venido aquí. Yo no he salido de mí mismo sino que Él me ha enviado.


PARA TU ORACION


EL REY NABUCODONOSOR había hecho construir una estatua de oro de veintisiete metros de altura. Todos sus súbditos se reunieron en torno a ella y comenzaron a adorarla, pues quien no lo hiciera sería inmediatamente arrojado al horno encendido. Sin embargo, Sidrac, Misac y Abdénago se negaron a cumplir el decreto real. Cuando esto llegó a oídos de Nabucodonosor, los mandó traer a su presencia y, lleno de cólera, les recordó el castigo que les esperaría: «Si no la adoráis, seréis inmediatamente arrojados al horno encendido, y ¿qué dios será el que os libre de mis manos?» (Dn, 3,15). Los tres contestaron al unísono, llenos de confianza: «Si nuestro Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Y aunque no lo hiciera, que te conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has erigido» (Dn, 3,17-18).


Como los primeros mártires, también Sidrac, Misac y Abdénago estuvieron dispuestos a derramar su sangre para dar testimonio de la verdadera adoración. De algún modo nos recuerdan que todo lo que hacemos en nuestro día está llamado a dar gloria a Dios. Esta es la realidad más crucial de nuestra vida: desarrollar un corazón contemplativo que dirige al Señor todo lo que hace. «Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer –pero no simplemente de palabra– que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida»1. A eso precisamente nos invita la Iglesia en estos días de Cuaresma, cercanos al Triduo Pascual: a recorrer el camino de la conversión, a volver a orientar nuestra existencia de modo que el amor a Dios y al prójimo sea lo más importante de nuestros días.


LA REACCIÓN DE NABUCODONOSOR no se hizo esperar. Ordenó encender el horno siete veces más fuerte de lo normal e introdujo en él a Sidrac, Misac y Abdénago. Sin embargo, no logró dañar a ninguno de los jóvenes, pues un ángel del Señor había descendido con ellos. «Entonces los tres, como una sola boca, empezaron a alabar, glorificar y bendecir a Dios (...): Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos» (Dn 3,51-52).


El camino de la adoración comienza con el deseo, con el impulso interior que nos lleva a ir más allá de lo inmediato y visible, para acoger la vida que Dios nos ofrece. Esto es lo que vivieron los tres jóvenes. Renunciaron a una existencia tal vez más tranquila, si hacían caso al rey, y desearon por encima de todo dar gloria a Dios. Y aunque el destino seguro parecía ser la muerte en el horno, el Señor les ofreció una salvación que ninguno de los presentes podía imaginar, a excepción quizá de los propios jóvenes.


«El deseo lleva a la adoración y la adoración renueva el deseo. Porque el deseo de Dios solo crece estando frente a él. Porque solo Jesús sana los deseos. ¿De qué? Los sana de la dictadura de las necesidades»2. Cuando damos gloria a Dios estamos purificando los deseos de nuestro corazón, de modo que no se queden en lo inmediato sino que se abran al amor a Dios y a nuestros hermanos. Entonces no nos conformaremos con una vida tranquila, aferrada a nuestras seguridades, sino que caminaremos abiertos a las sorpresas de Dios.


CADA DÍA tenemos la posibilidad de participar en el mayor acto de adoración: la santa Misa. Cada vez que se renueva la muerte y la Resurrección del Señor en el sacrificio del altar, Jesús se entrega por nosotros. Así como su amor por hacer la voluntad del Padre se manifestó en su entrega en la cruz, si nosotros ponemos todo nuestro corazón en la celebración de la Misa le decimos a Dios: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la íntima unión con su sacrificio todos los detalles de nuestra jornada adquieren un valor divino, que nos lleva a buscar trabajar de la mejor manera posible, por amor a Dios.


«En la santa Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de la criatura para su Creador: adorarás al Señor, Dios tuyo, y a él solo servirás (Dt 6,13; Mt 4, 10). No adoración fría, exterior, de siervo: sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable de hijo»3. La adoración en el sacrificio eucarístico va más allá de no querer distraerse durante la celebración; se trata más bien de procurar poner todas las potencias de nuestra alma en sintonía con el corazón de Cristo. Como se nos anima en los prefacios de la santa Misa, queremos darle voz a la creación entera para que pueda entonar «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo»4.


Vivir profundamente la santa Misa nos lleva a prepararnos a la celebración del misterio pascual de Cristo. En ella precisamente nos introducimos en su obra de salvación. En esta renovación incruenta de su sacrificio encontramos también a la Virgen, sosteniendo a su Hijo con su presencia. A ella le podemos pedir que nos ayude a vivir cada celebración Eucarística con el deseo de acompañar a Jesús en su camino a la cruz.

28 de marzo de 2023

Cuando soy débil, entonces soy fuerte

 



Evangelio (Jn 8, 21-30)


En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:


—Yo me voy y me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado; adonde yo voy vosotros no podéis venir.


Los judíos decían:


—¿Es que se va a matar y por eso dice: «Adonde yo voy vosotros no podéis venir»?


Y les decía:


—Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados.


Entonces le decían:


—¿Tú quién eres?


Jesús les respondió:


—Ante todo, lo que os estoy diciendo. Tengo muchas cosas que hablar y juzgar de vosotros, pero el que me ha enviado es veraz, y yo, lo que le he oído, eso hablo al mundo.


Ellos no entendieron que les hablaba del Padre.


Les dijo por eso Jesús:


—Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que como el Padre me enseñó así hablo.


Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada.


Al decir estas cosas, muchos creyeron en él.


PARA TU ORACION


unos bienes que habíamos dejado atrás. Pero al contemplar la pobreza de Cristo en la cruz –«nada ha quedado al Señor, sino un madero»3–, intuimos que la felicidad no se encuentra en las cosas materiales. Nos damos cuenta de lo efímeras que son estas realidades, que no llegan a tocar el fondo del alma. «Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo —he sido testigo de verdaderas tragedias—, pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador –dice san Josemaría–. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento»4.


«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3). Con estas palabras, el Señor ofrece la felicidad, en la tierra y en el cielo, a quienes ponen su seguridad y su riqueza en Dios. El pobre de corazón posee las cosas sin ser poseído por ellas. La pobreza de espíritu nos permite disfrutar verdaderamente de la realidad, pues nos conecta con lo sencillo, con las personas, con Dios. En definitiva, con todo aquello que sacia nuestros deseos más profundos.


AQUELLAS mordeduras de las serpientes no fueron la última respuesta del Señor. El pueblo se arrepintió y acudió a Moisés quien, fiel a su vocación de mediador, intercedió por su gente. Entonces Dios, movido por su misericordia, les regaló una peculiar medicina: quienes, después de haber sido mordidos, mirasen hacia una serpiente de bronce, no morirían. Así, aquello que era la causa de la muerte, se transformó al mismo tiempo en el símbolo de la salvación. Por eso, la serpiente es una imagen que anticipa la cruz de Cristo: esta contiene todos los pecados del mundo y, al mismo tiempo, a quien los ha vencido para siempre con su muerte.


«Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre –dice Jesús en el evangelio de san Juan–, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado» (Jn 8,27). Si no conociéramos el final de la historia, pensaríamos que el levantamiento del que habla el Señor se refiere a una futura gloria temporal. No es fácil comprender que su verdadera exaltación se realizó en la cruz, y que la sujeción de los clavos es su forma de vivir la libertad. Por eso, mirando y asumiendo la debilidad de Cristo, adquirimos la fuerza de Dios. También nosotros podemos hacer nuestras esas palabras paradójicas de san Pablo: «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,9-10).


A los pies de la cruz encontramos a la Virgen. Podemos pedirle que sepamos dirigir siempre nuestra mirada a la cruz, para que Cristo ahuyente las serpientes que puedan rondar en nuestra vida.


26 de marzo de 2023

Amar siempre a Dios..., que nunca nos abandona



Evangelio (Jn 11,1-45)


Había un enfermo que se llamaba Lázaro, de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor como perfume y le secó los pies como sus cabellos; su hermano Lázaro había caído enfermo. Entonces las hermanas le enviaron este recado:


—Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo.


Al oírlo, dijo Jesús:


—Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios.


Jesús amaba a Marta, a su hermana ya Lázaro. Aunque oyó que estaba enfermo, se quedó dos días más en el mismo lugar. Luego, después de esto, las dijo a sus discípulos:


—Vamos otra vez a Judea.


Le dijeron los discípulos:


—Rabbí, hace poco te buscaban los judíos para lapidarte, ¿y vas a volver allí?


—¿Acaso no son doce las horas del día? —respondió Jesús—. Si alguien anda de día no tropieza porque viene la luz de este mundo; pero si alguien anda de noche tropieza porque no tiene luz.


Digo esto, ya continuación añadió:


—Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero voy a despertarle.


Le dijeron entonces sobre discípulos:


—Señor, si está dormido se salvará.


Jesús había hablado de su muerte, pero ellos pensaron que hablaba del sueño natural.


Entonces Jesús las dijo claramente:


—Lázaro ha muerto, y me alegro miedo de no haber estado allí, porque creáis; pero vayamos adonde está él.


Tomás, el llamado Dídimo, les dijo a los otros discípulos:


—Vamos también nosotros y muramos con él.


Al legar Jesús, encontró que ya quitaba sepultado cuatro días. Betania distaba de Jerusalén como quince estadios. Muchos judíos habían ido a visitar a Marta y María para consolarlas por lo de su hermano.


En cuanto Marta oyó que Jesús venía, salió a recibirle; María, en cambio, se quedó sentada en su casa. Le dijo Marta a Jesús:


—Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero hasta ahora sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.


—Tu hermano resucitará —le dijo Jesús.


Marta le respondió:


-Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día.


—Yo soy la Resurrección y la Vida —le dijo Jesús—; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo lo que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?


—Sí, Señor —le contestó—. Yo creo que tú eras Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo.


En cuanto dijo esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en un aparte:


—El Maestro está ahí y te llama.


Ella, cuando lo oyó, se levantó enseguida y fue hacia él. Aunque no había legado Jesús a la aldea, sino que se encontraba aún donde Marta le había salido al encuentro. Los judíos que estaban con ella en la casa y la consolaban, al ver que María se levantaba de repente y se marchaba, la siguieron pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Entonces María llegó donde se encontraba Jesús y, al verle, se postró a sus pies y le dijo:


—Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano


Jesús, cuando la vio llorando y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se estremeció por dentro, se conmovió y dijo:


—¿Dónde le he puesto?


Le contestaron:


—Señor, vende a verlo.


Jesús rompió a llorar. Decían entonces los judíos:


—Mirad cuánto le amaba.


Pero algunos de ellos dijeron:


—Éste, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que no muriera?


Jesús, conmoviéndose de nuevo, fue al sepulcro. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo:


—Quitad la piedra.


Marta, la hermana del difunto, le dijo:


—Señor, ya huele muy mal, pues lleva cuatro días.


Le dijo Jesús:


—¿No te he dicho que si creas verás la gloria de Dios?


Retiraron entonces la piedra. Jesús, alzando los ojos hacia lo alto, dijo:


—Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste.


Y después de decir esto, gritó con voz fuerte:


—¡Lázaro, sal afuera!


Y el que estaba muerto salió atado de pies y manos con ventas, y el rostro envuelto como un sudario. Jesús las dijo:


—Desatadle y dejadle caminar.


Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que hizo Jesús, creyeron en él.


PARA  TU ORACION


JESÚS sabe que se acerca su hora. Lo ha anunciado ya en varias ocasiones a sus discípulos (cfr. Jn 8,21; 13,33-38). Pese a estos avisos, es consciente de que será un momento difícil de comprender para ellos. Por eso, para afianzar la fe de los apóstoles, cuando recibe la noticia de la enfermedad de su amigo Lázaro decide esperar. Y explica este comportamiento con un motivo que, a simple vista, no resulta evidente: «Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios» (Jn 11,4) .


El Señor no es insensible al sufrimiento de Lázaro, ni tampoco al de sus hermanas. Al contrario, le vemos llorar ante la tumba de su amigo una vez que Marta y María le han abierto el corazón y han compartido con él sus penas y dolores. «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano» (Jn 11,21), le expongo crudamente Marta. Podemos intuir que Cristo no acudió inmediatamente al recibir la llamada porque quería dar al sufrimiento de esas personas una dimensión insospechada. Marta sabía que Lázaro podría volver a la vida «en la resurrección del último día» (Jn 11,24), pero no esperaba volver a disfrutar de la compañía de su hermano ya mismo.


«Jesús podría haber evitado la muerte de su amigo Lázaro, pero quiso hacer suyo nuestro dolor por la muerte de nuestros seres queridos y, sobre todo, quiso mostrar el dominio de Dios sobre la muerte. En este pasaje del Evangelio vemos que la fe del hombre y la omnipotencia de Dios, el amor de Dios, se buscan y, finalmente, se encuentran»[1]. Con su espera Jesús responde al dolor más profundo de sus amigos. No sólo le devolverá la vida a Lázaro, sino que les mostrará que él siempre tiene la última palabra. Quien ponga su esperanza en Dios no tiene nada que temer, pues él es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25). «Nada podrá preocuparnos –decía san Josemaría–, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas»[2].


PODEMOS imaginar la tristeza que llenó la casa de Betania cuando Lázaro murió. Aquella casa que tantos momentos de alegría había acogido está ahora marcada por el dolor. Marta y María se ayudarían mutuamente a quitar ese sufrimiento, acentuado también por la ausencia de Jesús; no ya sólo porque quizá habría sanado a Lázaro, sino porque su sola presencia las llenaría de consolación. Por eso, «en cuanto Marta oyó que Jesús venía, salió a recibirle» (Jn 11,20). La tristeza de Marta no le llevó a encerrarse en sí misma, a dar continuamente vueltas a aquello que no entendía y le echaba de amargura. Sencillamente fue a contar a Cristo el motivo de su pena: «Si hubieras estado aquí…» (Jn 11,21). Era un lamento similar al del salmista: «Desde lo más profundo, te invoco, Señor. Señor, escucha mí clamor;


El primer milagro que obra Jesús es, en cierto sentido, el de sacar del sepulcro a Marta. No le reprocha ni una sola de las lágrimas derramadas por la muerte de su hermano. En ese momento de dolor le dirige unas palabras que buscan afianzar el motivo de su esperanza. «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo lo que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?» (Jn 11,25-26). En estas circunstancias, podríamos decir que no parece ser la pregunta más indicada. Marta no está en las mejores condiciones emocionales para afirmar lo que Jesús le propone. Sin embargo, responde: «Sí, Señor. Yo creo que tú eras Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo» (Jn 11,27). En medio del lamo, Marta sigue teniendo fe. Independientemente de que su hermano viva o no, ella ya cree que quien está con Cristo no morirá. La tristeza por el fallecimiento de Lázaro y la incomprensión por la inacción de su amigo no le han impedido reconocer que Jesús es el Mesías, aquel que da sentido a su vida. San Josemaría, quien experimentó en muchas ocasiones un dolor similar al de Marta, escribió: «Por mí miseria, me quejaba yo a un amigo de que parece que Jesús está de paso... y de que me deja solo. Al instante, reaccionó con dolor, lleno de confianza: no es así, Amor mío: yo soy quien, sin duda, se apartó de ti: ¡ya no más!»[3]. «Por mí miseria, me quejaba yo a un amigo de que parece que Jesús está de paso... y de que me deja solo. Al instante, reaccionó con dolor, lleno de confianza: no es así, Amor mío: yo soy quien, sin duda, se apartó de ti: ¡ya no más!»[3]. «Por mí miseria, me quejaba yo a un amigo de que parece que Jesús está de paso... y de que me deja solo. Al instante, reaccionó con dolor, lleno de confianza: no es así, Amor mío: yo soy quien, sin duda, se apartó de ti: ¡ya no más!»[3].


CUANDO Jesús llegó al sepulcro pidió a los allí presentes que van a quitar la piedra. Marta, en cambio, mostró cierta reticencia: «Ya huele muy mal, pues lleva cuatro días» (Jn 11,39). El Señor, que todavía tenía reciente la conversación que ha tenido con ella, respondió: «¿No te he dicho que si creas verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). Entonces retiraron la piedra y Jesús, después de dirigirse a su Padre, «gritó con voz fuerte: “¡Lázaro, sal afuera!”. Y el que estaba muerto salió con los pies y las manos atados con ventas, y con el rostro envuelto en un sudario» (Jn 11,43-44).


Cristo no se resigna a los sepulcros que en ocasiones nos hemos construido, en nuestro caso, con errores u ofuscaciones. Como en Lázaro, nos invita a salir de la tumba para abrazar la vida que él nos ofrece. «Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la que estamos encerrados, contentándonos con una vida falsa, egoísta, mediocre»[4]. Pero cuenta con nuestra libertad para acoger o no esta llamada. No nos obliga a levantarnos. Él nos tiende su mando y espera que nosotros la tomemos. «Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiero salir de ese estado. Si no hubiera querido moverse, habría muerto de nuevo. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios..., que nunca nos abandona»[5].


El evangelista concluye esta escena señalando que muchos judíos, «al ver lo que hizo Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Ahora los apóstoles y las hermanas entienden por qué el Señor no decidió venir antes. No sólo ellos han fortalecido su fe y su esperanza, sino que además otras muchas personas han empezado a creer en él. A partir de entonces los hermanos de Betania serán testigos de la vida que Jesús ofrece a quienes crean en él. Así vivió también la Virgen. Podemos apoyarnos en su fe para que sepamos transmitir a los demás la alegría de dejar entrar a Cristo en el sepulcro de nuestro corazón.

25 de marzo de 2023

La ANUNCIACION



Evangelio (Lc 1, 26-38)


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.


Y entró donde ella estaba y le dijo:


— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.


Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo.


Y el ángel le dijo:


— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.


María le dijo al ángel:


— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?


Respondió el ángel y le dijo:


— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.


Dijo entonces María:


— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.


Y el ángel se retiró de su presencia.



PARA TU ORACION


EL VERBO se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1,14). En la solemnidad de la Anunciación del Señor, nos alegramos por la gran misericordia que Dios nos ha mostrado al entrar en nuestro mundo. Celebramos a Jesús de Nazaret, Dios y Hombre verdadero; celebramos a santa María, que se ha convertido en la Madre del Señor; celebramos, en cierto sentido, a la humanidad entera –a nosotros también– porque el misterio de la Encarnación nos dice que nuestra naturaleza humana tiene una dignidad altísima, capaz incluso de elevarse por la acción de la gracia.


En la fiesta de hoy, nuestra mirada se dirige especialmente a Jesús, el Verbo de Dios hecho carne. «Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía –decía, sin salir de su asombro, san Josemaría–. Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, para que yo no dudase nunca de que me entiende, de que me ama»1. Esta verdad de fe, unida al acontecimiento histórico, es una fuente inagotable de paz para nuestra alma. «Dios se hizo fragilidad para tocar de cerca nuestras fragilidades»2.


Al mismo tiempo, saber que Dios ha tomado la naturaleza humana es también una invitación a dejar que él divinice todos los aspectos de nuestra vida. Al inicio de la santa Misa, pedimos con audacia al Señor que obre en nosotros esa transformación: «Concédenos, en tu bondad, que cuantos confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes a él en su naturaleza divina»3. El misterio de la Encarnación nos dice que nuestra existencia tiene una dimensión mayor a la solamente humana, ya buena en sí misma: también somos capaces de tener vida sobrenatural, de ver más allá de lo efímero, de amar con una fuerza que viene de Dios, a través de Cristo, similar a nosotros en tantas cosas.


«DIOS te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Desde el inicio de su vida, María habría percibido esa cercanía de Dios, quizá por el modo en que notaba sus cuidados. En el momento de la Encarnación, sin embargo, esa proximidad se intensifica: la vida de Nuestra Señora queda, ya en la tierra, íntimamente unida a la de Dios. La Virgen pudo gozar de un modo único de esa cercanía de Dios durante los años de convivencia con Jesús en Nazaret, en medio de las actividades más sencillas y cotidianas. Y, una vez comenzada su vida pública, seguiría compartiendo muchos momentos con él.


Ciertamente, la experiencia de santa María es irrepetible: nadie ha tenido tanta intimidad con Jesús como ella. Sin embargo, lo que nosotros no podemos ver con los ojos de la carne, sí lo podemos ver con los ojos de la fe. Por eso, la contemplación del Evangelio es un modo privilegiado para descubrir la Humanidad del Señor, que tan bien conoció la Virgen María. No se trata de leer esas páginas «como agua que pasa»4, sino con la misma mirada con que Nuestra Madre observaría la vida de su Hijo: «Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor»5.


El Catecismo explica así la transformación que experimentamos, cuando miramos de este modo la existencia del Mesías: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. (…) La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres»6. Como dos enamorados, sin necesidad de muchas palabras, basta una mirada para ser conscientes del amor grande y fiel que envuelve nuestra vida.


EN ESOS RATOS de oración confiada con el Señor podemos aprender tantos gestos y palabras que, después, servirán como inspiración para nuestras luchas diarias. Contemplar el modo con el que Cristo unía el amor divino y el amor humano nos puede ayudar a dar ese tono de humanidad a nuestra vida cristiana. San Josemaría decía que «para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos»7. La solemnidad de la Anunciación del Señor nos recuerda eso: que Dios no se queda en los cielos. Jesús nos muestra que es un Dios muy humano: en su delicadeza al tratar con todas las personas, en su cercanía con los marginados, en su preocupación por los discípulos.


De esta manera, la contemplación de Jesús, hombre verdadero, alimenta no solo nuestra oración, sino también nuestra misión cristiana de servicio. Él se entrega a nosotros incluso físicamente, a través de su cuerpo: con su voz, con sus manos que curaban y bendecían, con sus brazos que se abrieron para abrazar la cruz. No elabora planes teóricos, sino que se pone manos a la obra.


«Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia»8. El sacrificio que Jesús ofrece al Padre es su vida entera; una entrega que abarca cada segundo de su paso por la tierra. Esta fue también la actitud de la Virgen, que con su fiat el día de la Anunciación confió «en las promesas de Dios, que es la única fuerza capaz de renovar, de hacer nuevas todas las cosas»9.

24 de marzo de 2023

Cercanía con los que sufren.

 



Evangelio (Jn 7,1-2. 10. 25-30)


Después de esto caminaba Jesús por Galilea, pues no quería andar por Judea, ya que los judíos le buscaban para matarle.


Pronto iba a ser la fiesta judía de los Tabernáculos. 


Pero una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces él también subió, no públicamente sino como a escondidas.


Entonces, algunos de Jerusalén decían:


—¿No es éste al que intentan matar? Pues mirad cómo habla con toda libertad y no le dicen nada. ¿Acaso habrán reconocido las autoridades que éste es el Cristo? Sin embargo sabemos de dónde es éste, mientras que cuando venga el Cristo nadie conocerá de dónde es.


Jesús enseñando en el Templo clamó:


—Me conocéis y sabéis de dónde soy; en cambio, yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha enviado, a quien vosotros no conocéis, es veraz. Yo le conozco, porque de Él vengo y Él mismo me ha enviado.


Intentaban detenerle, pero nadie le puso las manos encima porque aún no había llegado su hora.


PARA TU ORACION


EN CIERTO MOMENTO, el libro de la Sabiduría describe el modo de pensar y de actuar de los que denomina «impíos». Posiblemente eran judíos apóstatas que, influidos por un modo de pensar materialista y hedonista, habían abandonado la fe de sus padres. El autor sagrado los presenta como hombres que se lamentan por el sinsentido de la existencia y que, por eso mismo, la afrontan con entrañas de crueldad: se guían por la ley del más fuerte, maltratan a los débiles e indefensos y, arrebatados por sus pasiones, no soportan la rectitud del justo.


«Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso –dicen en la Sagrada Escritura–: se opone a nuestro modo de actuar (…), presume de conocer a Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios. Es un reproche contra nuestros criterios, su sola presencia nos resulta insoportable. Lleva una vida distinta de todos los demás y va por caminos diferentes» (Sab 2,12-15). Esta descripción del «justo» es un retrato de los profetas que encontramos a lo largo de la historia de la salvación: hombres elegidos por Dios, fieles a su misión, que con frecuencia sufrieron rechazo y persecución de los poderosos, a veces incluso hasta la muerte. Pero aquella descripción compone, sobre todo, el retrato de Jesucristo.


El Señor fue perseguido desde los primeros compases de su predicación y, de manera cada vez más enconada, conforme hacía milagros y era admirado por el pueblo. Murmuraron contra él, le arrojaron encima la sombra de la duda, se esforzaron en tenderle trampas dialécticas. Pero la reacción de Jesús es sorprendente: «Ni una queja, ni una palabra de protesta. Tampoco cuando, sin contemplaciones, arrancan de su piel los vestidos. Aquí veo la insensatez mía de excusarme, y de tantas palabras vanas. Propósito firme: trabajar y sufrir por mi Señor, en silencio»1.


DESDE los orígenes y a lo largo de los siglos, la historia de la Iglesia ha estado marcada por la persecución. En la Iglesia ha habido mucho heroísmo, en su mayor parte discreto y oculto. Son muy numerosos los cristianos que, siguiendo las palabras de san Pablo, han vencido el mal con el bien (cfr. Rm 12,21). Y así sigue ocurriendo hoy, cuando tantos hermanos nuestros, en un número no tan reducido de países, siguen arriesgando sus posibilidades profesionales, su estabilidad, su libertad o hasta la misma vida para ser fieles a Jesucristo. «Hay muchos cristianos que sufren persecución en varias partes del mundo, y debemos esperar y rezar para que su tribulación se detenga cuanto antes. Son muchos: los mártires de hoy son más que los mártires de los primeros siglos. Expresemos a estos hermanos y hermanas nuestra cercanía: somos un solo cuerpo, y estos cristianos son los miembros sangrantes del cuerpo de Cristo que es la Iglesia»2

Rezamos por los cristianos perseguidos. Y, a la vez, ¡cuánto podemos aprender de ellos! El ejemplo de sus vidas, animadas por la gracia, nos enseña de modo patente qué significa no poner límites al amor a Dios. Recordarles nos sirve también para nuestra vida cotidiana, ante las pequeñas o grandes cosas en las cuales queremos manifestar nuestro amor. Su herencia es una herencia de fidelidad a Jesucristo. Hallaron la fuerza en su debilidad (cfr. Hb 11,34) porque mantuvieron la mirada fija en Cristo crucificado mientras estaban «en la soledad de las prisiones, en las últimas horas después de la sentencia a muerte, en las largas noches de espera de una mano asesina inminente, en el frío del campo de concentración, en el dolor y en el cansancio de marchas insensatas»3. Ser coherederos de tantos santos nos llena de orgullo. Y, al mismo tiempo, nos puede llevar a pedir humildad para que el Espíritu Santo nos llene a nosotros también de su fortaleza.


«JESÚS estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir durante este tiempo»4. Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación, se mantiene en agonía en cada mujer y en cada hombre que sufre, que padece persecución, que es despreciado o injustamente incomprendido. El cristiano no puede ser indiferente al sufrimiento de esas personas. Algunas quizá estén lejos físicamente de nosotros. Pero tal vez otras están cerca. «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Podemos pedir al Señor que estas palabras suyas se mantengan vivas en nosotros; que nos conceda un corazón sabio y sensible, capaz de percibir la necesidad y el sufrimiento de nuestros hermanos, de manera que estemos disponibles para ayudar.


Estos días de Cuaresma son propicios para contemplar la pasión de Cristo: a Jesús despreciado, torturado por los soldados, mirado con indiferencia por Pilatos, abandonado por sus discípulos, azotado con látigos, llevando la cruz y muriendo en ella lleno de mansedumbre; sin embargo, «todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte»5. Ver a Jesús nos llevará a purificar poco a poco nuestra mirada, de manera que sepamos advertir los sufrimientos de tantas personas, especialmente de quienes nos rodean, y tener una compasión creativa que alivie a los demás.


María permaneció junto a su hijo al pie de la cruz. Vio su mansedumbre y paciencia. Muy posiblemente le escuchó decir aquellas inolvidables palabras: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Jn 23,34). Podemos acudir a su intercesión para que nos ayude a todos los cristianos a vencer el mal con el bien: algunos estarán llamados a hacerlo en situaciones dolorosas y difíciles; otros, en situaciones más ordinarias. Que todos, contemplando a Jesús en la cruz, aprendamos a amar a nuestros semejantes con misericordia y comprensión.

23 de marzo de 2023

La felicidad en la cruz

 



Evangelio (Jn 5,31-47)


Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería verdadero. Otro es el que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí. Vosotros habéis enviado mensajeros a Juan y él ha dado testimonio de la verdad. Pero yo no recibo el testimonio de hombre, sino que os digo esto para que os salvéis. Aquél era la antorcha que ardía y alumbraba, y vosotros quisisteis alegraros por un momento con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz ni habéis visto su rostro; ni permanece su palabra en vosotros, porque no creéis en éste a quien Él envió. Examinad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí. Y no queréis venir a mí para tener vida.


Yo no busco recibir gloria de los hombres; pero os conozco y sé que no hay amor de Dios en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniera en nombre propio, a ése lo recibiríais. ¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros, y no queréis la gloria que procede del único Dios? No penséis que yo os acusaré ante el Padre; hay quien os acusa: Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza. En efecto, si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió sobre mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?


PARA TU ORACION


«YO NO BUSCO recibir gloria de los hombres» (Jn 5,41), dice Jesús, en un largo discurso en el que explica a los judíos que en él se cumplen las Escrituras. Estas palabras muestran una actitud constante durante su vida en la tierra: su continua atención a hacer la voluntad del Padre. La vemos durante su vida oculta, cuando con toda naturalidad pasa treinta años sin llamar la atención en una aldea casi desconocida de Galilea. Y la vemos también durante su vida pública, cuando se mueve siempre con total libertad de espíritu, buscando transmitir sus enseñanzas como enviado del Padre. Esta convicción de buscar la voluntad de Dios estaba fundamentada en que los designios de Dios Padre siempre son los más sabios y buenos, fuente de consuelo para todos.


«El Señor vivió la cumbre de su libertad en la cruz, como cumbre del amor. En el Calvario le gritaban: “Si eres Hijo de Dios baja de la cruz”; allí demostró su libertad de Hijo precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para cumplir a fondo la voluntad misericordiosa del Padre»1. No se queda en la cruz por deseo de sufrir sin más, si no para mostrar que, incluso en esas circunstancias dolorosas y terribles, el amor de Dios es mayor que cualquier otra fuerza. El bien que se alcanza es muy grande: se abre para el hombre el camino de vuelta a casa.


Y, como Jesús, en nuestro camino por hacer la voluntad de Dios también encontraremos la cruz y la posibilidad de experimentar que el amor de Dios es mayor que cualquier otra fuerza. Aunque no siempre lo podamos ver con total claridad, esa experiencia puede ser camino y expresión de amor. A veces habrá momentos en los que esa cruz se nos haga más pesada, pero vemos que el Señor prefiere caer abrazado a ella, antes que soltarla. Llegar al Calvario cuesta, pero «esa pelea es una maravilla, una auténtica muestra del amor de Dios, que nos quiere fuertes, porque virtus in infirmitate perficitur (2 Cor XII,9), la virtud se fortalece en la debilidad»2. El mismo Jesús nos ayudará a asociarnos a la amorosa voluntad del Padre, que trae la alegría, la paz, e incluso «La felicidad eb la cruz»3.


DIOS MUESTRA su tristeza cuando el pueblo de Israel le abandona para adorar un becerro de oro. Su pueblo, al que había amado y salvado con prodigios, se había olvidado de los beneficios divinos durante la travesía del desierto. «Pronto se han apartado del camino que les había ordenado –dijo el Señor a Moisés– (...). Ahora, deja que se inflame mi cólera contra ellos hasta consumirlos» (Ex 32,8-10).


«También nosotros somos pueblo de Dios y conocemos bien cómo es nuestro corazón; y cada día debemos retomar el camino para no resbalar lentamente hacia los ídolos, hacia las fantasías, hacia la mundanidad, hacia la infidelidad»4. Por eso, de manera especial durante la Cuaresma, podemos pedir luz al Espíritu Santo para ver ese camino de retorno al Padre. Recordar el amor y las maravillas que Dios ha obrado en nuestra vida –como lo había hecho con el pueblo de Israel– nos llevará a recorrerlo con la convicción de que es junto a él como somos profundamente felices.


Esta conversión, sin embargo, no es cuestión de un día, sino de toda la vida. Por eso, lo decisivo no son los resultados inmediatos, sino el deseo de permanecer siempre junto a Jesús, aunque no lo merezcamos. «Mientras hay lucha, lucha ascética, hay vida interior. Eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día. Si has vencido en lo pequeño, vencerás en lo grande»5.


CUANDO Dios manifiesta su intención de acabar con Israel, Moisés lo disuade hablándole con filial confianza: «Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel» (Gn 32,12-13). Y, tras esta intercesión, recoge la Escritura que «se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo» (Gn 32,14).


La humildad y la confianza de Moisés logran llegar hasta el corazón del Señor. «Su fe en Dios se funde con el sentido de paternidad que cultiva por su pueblo. La Escritura lo suele representar con las manos extendidas hacia arriba, hacia Dios, como para actuar como un puente con su propia persona entre el cielo y la tierra»6. Moisés nos muestra cómo es «la oración que los verdaderos creyentes cultivan en su vida espiritual. Incluso si experimentan los defectos de la gente y su lejanía de Dios, estos orantes no los condenan, no los rechazan. La actitud de intercesión es propia de los santos, que, a imitación de Jesús, son “puentes” entre Dios y su pueblo»7.


El ejemplo de intercesión de Moisés nos lleva a mirar a Cristo, de quien es figura. Jesús intercede continuamente por nosotros ante el Padre. Por eso tenemos la seguridad de que alcanzaremos misericordia. También nosotros, que somos ahora el Pueblo de Dios en la tierra, queremos hacer visible su bondad y su misericordia entre nuestros hermanos, para «orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo»8. María, como buena Madre, intercede siempre por nosotros y no nos deja nunca solos en este camino de identificación con su Hijo.

22 de marzo de 2023

Somos hijos de tan gran Padre.




Evangelio (Jn 5, 17-30)


Jesús les replicó:


-Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo. Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.


Respondió Jesús y les dijo:


-En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado. ‘En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que de la muerte pasa a la vida. En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en la que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán, pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en sí mismo. Y le dio la potestad de juzgar, ya que es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto, porque viene la hora en la que todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; y los que practicaron el mal, para la resurrección del juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió.’


 PARA TU ORACION


JESÚS HABÍA curado a un paralítico en día de sábado y, para nuestro asombro, los maestros de la ley se quedan atrapados en esa circunstancia del calendario, en lugar de creer en la libre manifestación de Dios: basándose en una rígida interpretación de la Sagrada Escritura, no están dispuestos a admitir que alguien pueda realizar actividades en sábado, ni siquiera milagros o curaciones. No se han abierto a la luz del Espíritu Santo –que nosotros podemos pedir– dejándose interpelar por la realidad que tenían frente a sus ojos.


Jesús les responde con una frase lapidaria: «Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo» (Jn 5,17). Estas palabras condensan una importante verdad teológica, que ilumina nuestra condición de criaturas: ciertamente, la Biblia afirma que en el sábado Dios descansó, para dar a entender que no creó nuevas criaturas; «pero siempre y de forma continua actúa, conservándolas en el ser (…). Dios es causa de todas las cosas en el sentido de que también las hace subsistir; porque si en un momento dado se interrumpiera su poder, al instante dejarían de existir todas las cosas que la naturaleza contiene»1. Nuestra existencia depende enteramente de Dios, en cada instante. Cada segundo de nuestra vida es un don que el Señor nos ofrece confiadamente. El Creador no se retiró de su obra, sino que siguió «trabajando en y sobre la historia de los hombres»2.


Como explicaba san Josemaría, «el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres. Es un Padre que ama ardientemente a sus hijos, un Dios Creador que se desborda en cariño por sus criaturas. Y concede al hombre el gran privilegio de poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio»3.


EN SU RESPUESTA a quienes le reprochaban curar en el día de descanso, Jesús revela implícitamente su naturaleza divina, mostrándose como «señor del sábado» (Lc 6,5). Los rabinos distinguían entre el “trabajo” de Dios en la creación, que cesó el sábado, y su actuar en la providencia, que en cambio es ininterrumpido. Por eso, cuando Jesús se pone al mismo nivel del Padre, asociándose a su acción continua en favor de los hombres, esta afirmación resulta escandalosa a sus oponentes. Entonces, la Sagrada escritura nos dice que «los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios» (Jn 5,18). Pero Jesús no trata de disuadirles de esa idea porque efectivamente él es el Hijo, la filiación al Padre está en el centro de su ser y de su misión: es parte esencial de su misterio. Hasta ese momento, nadie en toda la historia de la salvación se había dirigido a Dios llamándole «Padre mío» como Jesús hace siempre; y tanto menos con la palabra llena de confianza que usaban los niños hebreos para llamar a su progenitor: abbá, papá.


«En verdad os digo –dice el Señor– que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5,19-20). Jesucristo es el modelo más perfecto de unión al Padre. «En referencia a este modelo, reflejándolo en nuestra conciencia y en nuestro comportamiento, podemos desarrollar en nosotros un modo y una orientación de vida “que se asemeje a Cristo” y en la que se exprese y realice la verdadera “libertad de los hijos de Dios” (cfr. Rm 8,21)»4. En efecto, a la luz del ejemplo de Cristo, logramos entender mejor que el sentido de nuestra filiación divina es lo que nos hace más profundamente libres: «Saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas»5.


«EL PADRE no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo –continúa diciendo Jesús– no honra al Padre que le ha enviado. En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna» (Jn 5,22-24). Cuando se habla de postrimerías, del juicio particular y del juicio final, posiblemente experimentamos cierto temor. Sin embargo, es bueno reconducir este temor hacia la esperanza, porque sabemos que nuestro juez será Jesús, que ha venido a salvarnos enviado por el Padre. Cristo ha dado su vida por nosotros: si ponemos nuestros ojos en él, clavado en la cruz y luego resucitado, entendemos que su justicia siempre está unida al misterio de la gracia, de su amor por nosotros.


Ciertamente, «la gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor (…). Nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría»6.


«No tengas miedo a la muerte –animaba san Josemaría–. Acéptala, desde ahora, generosamente... cuando Dios quiera... como Dios quiera... donde Dios quiera. No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga... enviada por tu Padre-Dios. ¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!»7. Al mismo tiempo, al fundador del Opus Dei le consolaba saber que quien nos espera «no será Juez –en el sentido austero de la palabra– sino simplemente Jesús»8. Y allí estará también, intercediendo por nosotros, nuestra madre del cielo; ella es refugio de los pecadores y es nuestra esperanza.

21 de marzo de 2023

¿Quieres curarte?

 



Evangelio (Jn 5, 1-16)


Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los que yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. Estaba allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años.


Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo:¿Quieres curarte?


El enfermo le contestó: Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, baja otro antes que yo.


Le dijo Jesús: Levántate, toma tu camilla y ponte a andar.


Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.


Aquel día era sábado. Entonces le dijeron los judíos al que había sido curado: Es sábado y no te es lícito llevar la camilla.


Él les respondió: El que me ha curado es el que me dijo: ‘Toma tu camilla y anda’.


Le interrogaron: ¿Quién es el hombre que te dijo: ‘Toma tu camilla y anda?’


El que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apartado de la muchedumbre allí congregada.


Después de esto lo encontró Jesús en el Templo y le dijo: Mira, estás curado; no peques más para que no te ocurra algo peor.


Se marchó aquel hombre y les dijo a los judíos que era Jesús el que le había curado. Por eso perseguían los judíos a Jesús, porque había hecho esto un sábado.


PARA TU ORACION


CÓMO NOS llena de esperanza la cercanía de Jesús a quienes le necesitan, que vemos una y otra vez en los evangelios! Hoy contemplamos la curación de un paralítico, del que nadie se acordaba, que yacía junto a la piscina de Betzata. Las excavaciones han aclarado que esta piscina contaba con cinco pórticos, según la describió san Juan: consistía en dos estanques separados y, entre ellos, se había construido el quinto pórtico, que se sumaba a los cuatro laterales. Allí se congregaba «una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos» (Jn 5,2). Existía la creencia, en efecto, de que un ángel del Señor descendía cada cierto tiempo a mover el agua, y quien se metía primero en la piscina quedaba curado.


Jesús se acerca a aquella multitud dolorida. Entre la masa de personas, se fija en este paralítico, que probablemente es el más desvalido y abandonado. Y, por iniciativa propia, se ofrece a sanarlo, preguntándole: «–¿Quieres curarte? El enfermo le contestó: –Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, baja otro antes que yo. Le dijo Jesús: –Levántate, toma tu camilla y ponte a andar. Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar» (Jn 5,6-9).


«Me comentabas –escribió san Josemaría– que hay escenas de la vida de Jesús que te emocionan más: cuando se pone en contacto con hombres en carne viva... cuando lleva la paz y la salud a los que tienen destrozados su alma y su cuerpo por el dolor... Te entusiasmas –insistías– al verle curar la lepra, devolver la vista, sanar al paralítico de la piscina: al pobre del que nadie se acuerda. ¡Le contemplas entonces tan profundamente humano, tan a tu alcance! Pues... Jesús sigue siendo el de entonces»1. Cristo, a través de los sacramentos, puede estar incluso más cerca de nosotros que de aquel encuentro. Y, como al paralítico del evangelio, nos ofrece continuamente su curación.


AQUEL PARALÍTICO llevaba treinta y ocho años enfermo. Su vida había sido una larga espera, hasta que al final Jesús pasó junto a él. Podemos aprender de su paciencia, ya que durante todo ese tiempo, «sin cejar, insistió, esperando verse libre de su enfermedad»2. También nosotros estamos llamados a ser serenos y perseverantes en la vida interior. Necesitamos una paciencia optimista en la lucha cristiana, así como en el esfuerzo por adquirir las virtudes. Habrá algunos aspectos en los que nos parecerá, al menos por temporadas, que no avanzamos; y otros que requerirán un largo periodo de lucha alegre, quizá el de toda una vida; ese fue el caso del paralitico, que llegó a la vejez con su enfermedad, pero no por eso dejó de ver a Jesús.


A veces, una impaciencia excesiva, una tensión interior un tanto crispada, un empeño en valorar si mejoramos o no que va cobrando tintes desasosegantes, podrían manifestar cierta tendencia al perfeccionismo; y esta actitud no se corresponde con la lucha filial, confiada y humilde que el Señor nos pide. Ciertamente, hemos de intentar no quedarnos solamente en buenos deseos y poner las últimas piedras de lo que emprendemos. Pero también es verdad que no siempre lo conseguiremos, y no hemos de perder la paz por ello.


«En ocasiones –dice san Josemaría– el Señor se conforma con los deseos, y otras veces hasta con los deseos de tener deseos, si nosotros soportamos con alegría la humillación de sabernos tan poca cosa. Esto es lo que nos llevará bien altos al cielo. Porque si una persona se da cuenta de que va adelante y bien... ¡qué peligro para la soberbia! Hay mucha gente maravillosa que se juzga de una vulgaridad inmensa, incapaces de hacer lo que saben que Dios nuestro Señor quiere. Y son excelentes, extraordinarios. No os preocupe demasiado si avanzáis o no, si sois mejores o seguís igual. Lo importante es querer ser mejores, desear querer, y ser sinceros abriendo bien el corazón. Así, Dios os dará luces»3.


LA PACIENCIA con nosotros mismos, que viene de mirar primero a Dios y contar cada vez más con su ayuda, nos impulsará asimismo «a ser compresivos con los demás, convencidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»4. A veces nos cuesta vivir esta comprensión paciente con las personas más cercanas y afines, pues fácilmente tendemos a fijarnos demasiado en unos pocos defectos, en lugar de valorar todo lo bueno que atesoran. Y en otras ocasiones, puede resultar difícil disculpar, acoger y querer de verdad a quienes quizá están en apariencia lejos de Dios o a quienes, por la formación que han recibido, mantienen unos parámetros de pensamiento ajenos a la fe.


En el evangelio vemos que, después de ser curado por Jesús, el paralítico toma su camilla y echa a andar hacia su casa. Pero entonces se encuentra con algunos judíos, posiblemente personas de autoridad, que le recriminan que esté llevando objetos en día de sábado; se escandalizan de que Jesús haya curado ese día. Se trata de «una historia que también se repite muchas veces hoy. Muchas veces sucede que un hombre o una mujer, que se siente enfermo del alma, triste, porque ha cometido muchos errores en su vida, en determinado momento siente que las aguas se remueven –es el Espíritu Santo quien todo lo mueve– o escucha unas palabras y piensa: “Me gustaría ir”. ¡Y se arma de valor y va! Pero cuántas veces en las comunidades cristianas encuentra las puertas cerradas (...). ¡La Iglesia tiene siempre las puertas abiertas! Es la casa de Jesús, y el Señor es acogedor. No solo acoge, sino que sale en busca de la gente, como fue a buscar al paralítico. Y si la gente está herida, ¿qué hace Jesús? ¿La regaña por estar herida? No: la busca y la carga sobre sus hombros»5.


San Josemaría animaba a sus hijos a vivir «con el corazón y los brazos dispuestos a acoger a todos» porque, como explicaba, «no tenemos la misión de juzgar, sino el deber de tratar fraternalmente a todos los hombres. No hay un alma que excluyamos de nuestra amistad –continuaba–, y ninguno se ha de acercar a la Obra de Dios y marcharse vacío: todos han de sentirse queridos, comprendidos, tratados con afecto»6. Podemos pedir a María, madre de misericordia, que nos ayude a difundir el amor, la comprensión y la misericordia de Dios entre quienes tenemos alrededor.

20 de marzo de 2023

Dios piensa en cada uno de nosotros

 



Evangelio (Mt 1,16.18-21.24a)

Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo.

La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.

José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:

—José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.

Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado.


PARA TU ORACION


AYER CELEBRÁBAMOS el domingo laetare, como un recordatorio de que la Cuaresma es un tiempo de penitencia que nos dispone hacia la gran alegría de la Pascua. En el libro del profeta Isaías escuchamos a Dios que nos dice: «He aquí que Yo creo unos cielos nuevos y una tierra nueva. Las cosas pasadas no serán recordadas ni vendrán a la memoria. Al contrario, alegraos y regocijaos eternamente de lo que yo voy a crear, pues voy a crear a Jerusalén para el gozo, y a su pueblo para la alegría. Me gozaré en Jerusalén y me alegraré en su pueblo» (Is 65,17-19). El Señor nos invita a la alegría y él mismo se alegra. En el libro del Génesis también percibimos este gozo de Dios cuando, al contemplar el mundo recién salido de sus manos, ve que es «muy bueno» (Gn 1,31). El creador, que había preparado el mundo para los hombres, soñaba ya con la vida de sus hijos.


Sabemos que, sin embargo, después vino el pecado y la destrucción de la armonía inicial. Pero Dios no se cansó de perdonar ni de ilusionarse con los hombres. Cada uno de nosotros somos, de alguna manera, un sueño de Dios, un proyecto de bien y felicidad. «Dios piensa en cada uno de nosotros, ¡y piensa bien! Nos quiere y sueña con la alegría que gozará con nosotros. Por eso, el Señor quiere recrearnos, hacer nuevo nuestro corazón (...) para que triunfe la alegría. (...) Y hace tantos planes: construiremos casas..., plantaremos viñas, comeremos sus frutos..., todas las ilusiones que pueda tener un enamorado»1. San Josemaría, al pensar en las palabras del profeta Isaías en las que Dios nos dice que somos un proyecto divino, no ocultaba su emoción: «¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!»2.


«TE ENSALZARÉ, Señor, porque me has librado» (Sal 29,2). Este salmo expresa el agradecimiento de un hombre que fue rescatado por Dios de las garras de la muerte. En esta experiencia, el salmista ha aprendido al menos dos cosas importantes. La primera es que la ira de Dios dura solo un instante, pero su bondad toda la vida. El Señor no quiere destruir, sino corregir para que sus hijos puedan ser felices. Por eso, aun habiéndole ofendido con el pecado, siempre es posible volver a él con la seguridad de que seremos acogidos. Aunque quizás alguna vez parezca que nos ha dejado solos o que se ha ocultado, en realidad Dios siempre será fiel. «Por un breve instante te abandoné, pero con grandes ternuras te recogeré. En un arrebato de ira te oculté mi rostro un momento, pero con amor eterno me he apiadado de ti, dice tu Redentor, el Señor» (Is 54,7-8).


La segunda enseñanza del salmo es que la enfermedad y la muerte muestran al hombre su fragilidad. En el momento de la prosperidad es fácil olvidarlo y no dar relieve a la necesidad que tenemos de los demás y, sobre todo, de Dios. En cambio, cuando llega un momento de crisis personal o familiar, esta debilidad se pone de manifiesto; se comprende, entonces, con nueva profundidad, la importancia que tienen en nuestra vida la comunión –con Dios y con los demás– y la oración. «Me has dicho: “Padre, lo estoy pasando muy mal”. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, solo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella,... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: “Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno”. Y quédate tranquilo»3.


EN UNA OCASIÓN, un hombre poderoso, funcionario real de alto rango, le pide a Jesús que vaya con él a Cafarnaún para curar a su hijo gravemente enfermo. Su fe y su esperanza son todavía débiles, pero en su amor de padre no quiere dejar de intentar cualquier cosa para ayudar a su hijo. Por eso, ha recorrido los más de treinta kilómetros entre Cafarnaún y Caná, para ir a buscar a este Maestro del que le han asegurado que hace milagros nunca vistos.


El Señor se hace un poco de rogar, lamentándose serenamente de la incredulidad que encontraba en Galilea: todos deseaban ver signos y prodigios, pero no estaban tan dispuestos a acoger su palabra ni a convertirse. Aquel hombre insiste y, sobre todo, empieza poco a poco a creer de verdad, como muestra su dócil obediencia a lo que Jesús le indica: «Vete, tu hijo está vivo» (Jn 4,50). Mientras regresa presuroso a Cafarnaún, sus servidores le salen al encuentro con la noticia de que el niño se encuentra bien. «Y creyó él y toda su casa» (Jn 4,53), concluye el evangelista.


El Señor nos quiere curar, como al hijo del funcionario real, liberándonos de nuestras esclavitudes y perdonando nuestros pecados. Y nos pide lo mismo: creer. «La fe es dejar sitio a ese amor de Dios, dejar sitio al poder de Dios, pero no al poder de alguien muy poderoso, sino al poder de alguien que me quiere, que está enamorado de mí y quiere vivir la alegría conmigo. Eso es la fe. Eso es creer: dejar sitio al Señor para que venga y me cambie»4. Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a tener, como ella, una fe grande, disponible y humilde, para que el Señor pueda llenarnos con su gracia.