Evangelio (Jn 6, 35-40)
Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed. Pero os lo he dicho: me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día.
PARA TU RATO DE ORACION
ES SÁBADO y Jesús predica en la sinagoga de Cafarnaún. Despierta el interés de los presentes cuando dice que la obra de Dios es cuestión de fe. La expectativa crece cuando, como signo para refrendar sus palabras, les ofrece el pan del cielo. Y el diálogo llega a su punto máximo al afirmar: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,34). Añade una promesa, unida a una exigencia: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré afuera» (Jn 6,37).
El Padre nos da a su Hijo para que recibamos la adopción filial. Pero nuestro ir a Jesús es libre, nadie se acerca a él por obligación. «Ir a Jesús: puede parecer una exhortación espiritual obvia y genérica. Pero probemos a hacerla concreta, haciéndonos preguntas como estas: Hoy, en el trabajo que he tenido entre manos en la oficina, ¿me he acercado al Señor? ¿Lo he convertido en ocasión de diálogo con él? Y con las personas que he encontrado, ¿he acudido a Jesús, las he llevado a él en la oración? ¿O he hecho todo más bien encerrándome en mis pensamientos, alegrándome solo de lo que me salía bien y lamentándome de lo que me salía mal? En definitiva, ¿vivo yendo al Señor o doy vueltas sobre mí mismo? ¿Cuál es la dirección de mi camino? ¿Busco solo causar buena impresión, conservar mi puesto, mi tiempo, mi espacio, o voy al Señor?»[1].
«Al que viene a mí no lo echaré afuera» (Jn 6,37). Nosotros hemos venido para estar con Jesús, queremos aceptar libremente en cada momento la invitación del Padre. Y le agradecemos esa seguridad de que no nos echará, de que siempre estará a nuestro lado, de nuestra parte. El Señor nos impulsa a comenzar y a recomenzar cuantas veces haga falta.
«HE BAJADO del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). El sendero que recorrió Jesús fue el de hacer suya la voluntad del Padre. Este es el modelo para llevar una vida feliz. Porque Dios es quien desea, con más fuerza que nadie, nuestra felicidad eterna y terrena. Sintonizar con ese proyecto es la manera más segura de edificar esa felicidad. Amar la voluntad de Dios no es someterse a unas reglas arbitrarias, sino confiar en su inmenso deseo de compartir con nosotros su felicidad.
Y vale la pena confiar en ese plan de Dios también en los momentos difíciles; también aquí nuestro modelo sigue siendo Cristo. «¡No es fácil cumplir la voluntad de Dios! No fue fácil para Jesús que, en esto, fue tentado en el desierto y también en el Huerto de los Olivos donde, con agonía en el corazón, aceptó el suplicio que le esperaba. No fue fácil para algunos discípulos, que lo abandonaron por no entender qué era hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). No lo es para nosotros, desde que cada día tenemos en bandeja tantas opciones»[2].
En los momentos de sufrimiento podemos recordar que Jesús sufrió profundamente en el Huerto de los Olivos, con su corazón de hombre. La tentación del discípulo que desea agradar en todo a Dios puede consistir en luchar sin el corazón. Mientras nos parece tener claro en el pensamiento aquello que deberíamos realizar, incluso con una certeza muy grande, en cambio en el corazón puede que no exista la misma determinación, ni los afectos nos inviten hacia ese camino. Por esto, necesitamos buscar la voluntad de Dios también con el corazón. San Josemaría repetía estas palabras, sabiendo que nadie quiere nuestra felicidad tanto como nuestro creador: «Quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras…»[3].
«¿QUÉ HAGO para hacer la voluntad de Dios? Primero, pedir la gracia de quererla hacer. ¿Pido que el Señor me dé ganas de hacer su voluntad? ¿O busco componendas porque me da miedo la voluntad de Dios? Y podemos hacer también otra cosa: rezar para conocer la voluntad de Dios para mí y para mi vida, para saber qué decisión debo tomar ahora, cómo gestionar mis cosas, etc.»[4]. Esto es también lo que procuraba hacer san Josemaría: «Al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam –Maestro, que vea– me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que tú quieres, se cumpla»[5].
Ese modo de hacer de los santos nos introduce en su familiaridad con Dios, en aquella sintonía de deseos que es el camino de la felicidad. Por esto, podemos pedir «que el Señor nos conceda la gracia, a todos, para que un día pueda decir de nosotros lo que dijo de aquel grupo, de esa gente que le seguía y que estaban sentados a su alrededor (...): “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). Hacer la voluntad de Dios nos hace ser parte de la familia de Jesús, nos hace madre, padre, hermana, hermano»[6]. Jesús desea hacernos partícipes de sus proyectos de salvación y de amor; espera nuestra respuesta libre, creativa, y nos da la gracia para llevarlo a cabo. «La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor»[7].
María respondió que sí a Dios no solo en la anunciación del ángel, sino a lo largo de toda su vida, incluso en los momentos dolorosos de la pasión de su hijo. Pidámosle a ella tener un corazón sensible, que aspira a la vida grande y feliz a la que Dios desea asociarnos.