Evangelio (Mc 16, 15-20)
Y les dijo:
—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.
El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.
PARA TU RATO DE ORACION
SAN MARCOS fue un estrecho colaborador de san Pedro en Roma. Fue tal la ayuda que le prestó, que el apóstol en una de sus cartas lo considera como su propio hijo (cfr. 1P 5,13). Marcos, al haber acompañado a Pedro durante su predicación, «puso por escrito su Evangelio, a ruego de los hermanos que vivían en Roma, según lo que había oído predicar a este. Y el mismo Pedro, habiéndolo escuchado, lo aprobó con su autoridad para que fuese leído en la Iglesia»[1].
En su Evangelio, Marcos no recoge algunos de los grandes discursos de Jesús. En cambio, es particularmente vivo en la narración de los momentos de su vida junto a sus discípulos. Se detiene a describir el ambiente de los lugares, contempla los gestos del Señor, relata las reacciones espontáneas de los apóstoles… En definitiva, permite descubrir el encanto de la figura de Cristo que tanto atrajo a los Doce y a los primeros cristianos.
San Josemaría, durante sus primeros años como sacerdote, solía regalar ejemplares del Evangelio. Y explicaba que es necesario tener, como san Marcos, la vida de Jesús «en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»[2]. La riqueza de detalles con la que está escrito el primer Evangelio nos facilita adentrarnos en el caminar terreno de Jesús. Si a eso le sumamos nuestra imaginación, podremos revivir algunas escenas de su vida y desarrollar así, poco a poco, los mismos sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2,5).
ANTES de vivir en Roma, san Marcos fue uno de los primeros cristianos de Jerusalén. Era primo de Bernabé, quien le invitó a difundir el Evangelio. Los dos se embarcaron junto a Pablo en su primer viaje apostólico (cfr. Hch 13,5-13), pero no todo salió como esperaban. Cuando llegaron a Chipre, Marcos no se vio capaz de proseguir y volvió a Jerusalén. Esto, al parecer, causó un disgusto a Pablo; de hecho, cuando planearon un segundo viaje y Bernabé quiso, otra vez, que Marcos les acompañara, Pablo se opuso. La expedición, por tanto, se dividió, y Pablo y Bernabé separaron sus caminos.
Años más tarde, cuando Marcos acabó en Roma, volvió a encontrarse con Pablo y se le ve colaborar con él en el anuncio del Evangelio. A aquel que no quiso que le acompañara en su viaje, san Marcos ahora le llena de un profundo consuelo. De hecho, cuando tuvo que ausentarse, Pablo escribirá a Timoteo: «Toma a Marcos y tráelo contigo, porque me es útil para el ministerio» (2 Tim 4,11). Los problemas que tuvieron en Chipre habían quedado olvidados. Pablo y Marcos son amigos y trabajan conjuntamente en lo más importante: difundir la buena noticia de Cristo.
Es normal que, en el día a día, podamos tener algunos conflictos con las personas que nos rodean, como le sucedió a Pablo con Marcos, también con quienes son nuestros compañeros en la tarea de llevar a Cristo a las gentes. Pueden surgir al constatar las diferencias a la hora de enfocar un determinado asunto, por ciertos rasgos del carácter que puede resultar complicado entender, o por tantas razones más. El propio cansancio puede acentuar estos roces. Sin embargo, lo decisivo no son esas diferencias, que siempre existirán, sino ser capaces de reconocer esa diversidad como una riqueza. Así, como Pablo, podremos apreciar a quienes nos rodean, sabiendo que es mayor lo que nos une que lo que nos separa. Como decía san Josemaría: «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].
SAN MARCOS cierra su narración con la invitación de Jesús a los apóstoles a difundir su palabra: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). El evangelista no se limitó solamente a recoger este mandato, sino que también intentó ponerlo por obra. Puede ser que cuando hizo su viaje a Chipre no se haya caracterizado por su audacia, pero aquella primera desilusión no le frenó. Más tarde acabaría lanzándose hacia otras aventuras, dejando atrás su tierra natal.
«La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[4]. San Marcos tuvo esta misma experiencia. En un primer momento sintió vértigo al alejarse de la tranquilidad y de las realidades que conocía; pero después supo dejar la seguridad de la orilla para transmitir por todo el mundo la alegría de vivir junto a Jesús. Y con su Evangelio, además, ha contribuido a que las generaciones de cristianos posteriores puedan conocer con mayor detalle la figura del Señor.
En la vida de María se produjo una vivencia similar. Ella también sintió un temor inicial cuando el ángel Gabriel se presentó en su casa y le dirigió aquel misterioso saludo: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Ese encuentro le haría alejarse de la seguridad de Nazaret para visitar a Isabel y, después, dar a luz a su Hijo en Belén. Años más tarde, volverá a dejar su tierra para seguir de cerca a Jesús durante su predicación. Y aunque al principio quizá le costó abandonar su hogar, sintió, como san Marcos, la alegría de estar junto a Jesús y transmitir su Evangelio a todos los hombres.