Evangelio (Jn 10, 22-30)
Se celebraba por aquel tiempo en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Paseaba Jesús por el Templo, en el pórtico de Salomón. Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle: —¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.
Les respondió Jesús: —Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.
PARA TU RATO DE ORACION
MEDIANTE la constitución apostólica Ut sit, por la que el Opus Dei quedó erigido en prelatura personal, el Romano Pontífice erigió asimismo como iglesia prelaticia el hasta entonces oratorio de Santa María de la Paz. La ceremonia de dedicación fue oficiada por el beato Álvaro del Portillo, el 2 de mayo de 1986.
«El Altísimo no habita en casas construidas por manos de hombre», dice san Esteban en su defensa frente al sumo sacerdote, mientras relata toda la historia de la salvación. Y continúa, tomando palabras del profeta Oseas: «Mi trono es el cielo y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis a Mí?, dice el Señor, ¿o cuál será el sitio de mi descanso? ¿No ha hecho mi mano todas estas cosas?» (Hch 7,48-50). Pese a estas palabras, Dios permitió a los hombres, ya en tiempos del rey Salomón, que le construyesen una casa: el Templo de Jerusalén. Allí la Iglesia ha siempre visto una imagen de la humanidad santísima de Cristo, el verdadero templo en el que habita corporalmente la plenitud de la divinidad (cfr. Col 2,9). Y el Templo de Jerusalén también fue un anticipo y un símbolo de los templos cristianos, que son lugar de oración y de encuentro con Dios, porque en el corazón de cada uno de ellos –el sagrario– la Iglesia custodia precisamente a Jesús en la Santísima Eucaristía.
«Un templo es la única cosa digna de representar el sentir de un pueblo, ya que la religión es la cosa más elevada en el hombre»[1]. Cada iglesia, y entre ellas la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, es un centro espiritual en el que el Señor, bajo las especies sacramentales custodiadas en una capilla cercana, «día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad (cfr. Jn 1,14)»[2]. «Nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo –dice san Josemaría–. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna»[3].
ADEMÁS de custodiar el cuerpo de Cristo, verdadero templo de la divinidad, las iglesias visibles, construidas por manos humanas, son a su vez símbolo de la Iglesia invisible, formada por todos los bautizados como «piedras vivas y elegidas»[4]. El Señor nos ha constituido como piedras vivas de la Iglesia, «formadas en la fe, robustecidas con la esperanza y unidas por la caridad»[5].
Por esto, en nuestra existencia cotidiana necesitamos unirnos a Cristo, suprema «piedra angular», «desechada por los hombres pero escogida y preciosa delante de Dios» (1 P 2,6.4). «Uniéndonos a esta piedra –escribe san Agustín–, encontramos la paz; reposando sobre ella, conseguimos firmeza. Ella es, al mismo tiempo, cimiento, porque nos sostiene, y piedra angular, porque nos une. Ella es la piedra sobre la que el hombre prudente, al edificar su casa sobre ella, se mantiene totalmente seguro frente a todas las tentaciones de este mundo: ni los torrentes de lluvia la hacen caer, ni los ríos desbordados la derrumban, ni la fuerza de los vientos la sacuden»[6].
Si el templo cristiano es signo de los fieles unidos en torno a la piedra angular que es Cristo, en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz están simbolizados especialmente los fieles del Opus Dei y quienes se acercan a sus apostolados, llamados a compartir «el deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas»[7]. «Hemos sido elegidos por Dios –señaló el beato Álvaro en la homilía de aquel día– sin ningún mérito de nuestra parte, para ser un linaje escogido, un sacerdocio real, un pueblo santo, para anunciar las maravillas de Dios, que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable»[8].
LA IGLESIA ES CATÓLICA porque ha sido enviada por Jesús a todas las personas de la tierra. El Concilio Vaticano II describe el mandato del Señor con estas palabras: «Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos»[9].
El beato Álvaro, en aquella homilía durante la dedicación de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, concluyó diciendo: «Nuestro Señor se servirá de nosotros, como piedras vivas, para construir día tras día su Iglesia en medio de la sociedad de los hombres (...). A pesar de nuestra pequeñez, por bondad de Dios, seremos fortaleza para los demás, apoyándonos siempre en la piedra angular, que es Cristo Jesús, y en la piedra fuerte también –cimiento para la Iglesia—, que es Pedro, el Romano Pontífice»[10]. Para un cristiano ser fiel al Señor es ser fiel a la Iglesia, y por eso, buen hijo del Papa. San Josemaría, desde 1928, quiso que el Opus Dei fuera muy romano y estuviese estrechamente unido a la Sede de Pedro, con el mismo deseo de llevar el calor de Cristo a todos los rincones de la tierra.
Podemos poner nuestros deseos de servir a la Iglesia bajo la intercesión de Santa María de la Paz. Y le podemos pedir también el don de la paz para nuestras almas y para el mundo entero: «Acoge, oh Madre, nuestra súplica (…). Tú que eres “fuente viva de esperanza”, disipa la sequedad de nuestros corazones. Tú que has tejido la humanidad de Jesús, haz de nosotros constructores de comunión. Tú que has recorrido nuestros caminos, guíanos por sendas de paz»[11].