Evangelio (Jn 14, 6-14)
— Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
Felipe le dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
—Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré.
PARA TU RATO DE ORACION
LAS FIESTAS de los apóstoles son días especiales para quienes deseamos llevar su Evangelio a los demás. Ese fuerte impulso que experimentaron los apóstoles Santiago y Felipe es el mismo que hacía escribir a san Josemaría: «Cuando daba la Sagrada Comunión, aquel sacerdote sentía ganas de gritar: ¡ahí te entrego la felicidad!»[1]. Los cristianos experimentamos un gozo ya en esta tierra que no queremos esconder. Vivimos con el Señor: nuestras cosas son las suyas, su vida es la nuestra, y sabemos que esa es la dicha más grande. La felicidad personal que generó ese encuentro con Cristo en la vida de los apóstoles fue el motor de su predicación, y por eso se extendió rápidamente por el mundo.
Los apóstoles se reúnen frecuentemente en torno junto a Jesús; unas veces en la ladera de un monte, otras en torno a la mesa. Comparten largas caminatas uno a uno. Todos son momentos de intimidad, que no se borrarán nunca de su mente. Nosotros también, por su misericordia, vivimos con Cristo. Y, al experimentar el amor de Dios por cada uno, surge naturalmente el deseo de «hablar a los demás de él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo»[2]. Comprendemos que, así, cada acción, cada ocupación de un cristiano es apostolado, sin que se lo deba proponer como algo distinto a sus ocupaciones. Los demás lo aprecian en la cercanía, en la serenidad a pesar de los sinsabores, en la alegría. «La Iglesia crece por atracción. Y la transmisión de la fe se da con el ejemplo, hasta el martirio, como sucedió con los apóstoles Felipe y Santiago. Cuando se ve esa coherencia de vida entre lo que hacemos y lo que decimos, siempre viene la curiosidad: “¿Por qué ese vive así? ¿Por qué lleva una vida de servicio a los demás?”. Y esa curiosidad es la semilla que toma el Espíritu Santo y la lleva adelante»[3].
Toda la vida del Señor, sus palabras, sus obras, su paso por la tierra, nos transforma. San Pablo recuerda a los Corintios que estamos fundados sobre aquel mensaje y que eso nos salva. Es un misterio real y maravilloso, un recuerdo que es más que un recuerdo, porque está presente en nuestra vida. «Tomás de Aquino, usando la terminología de la tradición filosófica en la que se hallaba, explica esto de la siguiente manera: la fe es un habitus, es decir, una constante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna»[4], vida que vivieron en plenitud los apóstoles que hoy recordamos.
UNO DE LOS ASPECTOS que nos entusiasman de la vida de los apóstoles es su capacidad para soñar a lo grande y para lanzarse a trabajar por ello. No se detienen ante los obstáculos porque saben que Cristo ya los ha vencido y que ni siquiera la muerte es más fuerte que el poder divino. Están llenos de audacia y de magnanimidad, virtudes que nos lanzan también a nosotros hacia una misión ilusionante, en la que sabemos que no estamos solos, sino que contamos con la fuerza de Dios. Nada puede bloquear ni asustar a quien experimenta la presencia del Señor en su cotidianidad.
«Magnanimidad: ánimo grande –decía san Josemaría–, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos para prepararnos a emprender obras valiosas en beneficio de todos (...). El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»[5]. Al emprender nuestras actividades podemos pensar en la magnanimidad de los apóstoles Felipe y Santiago. Felipe habló con entusiasmo a Natanael y, con sencillez, pidió a Jesús ver el rostro del Padre. Marchó, según la tradición, a Frigia para evangelizar y morir mártir. Santiago, por su parte, pariente del Señor, fue obispo de Jerusalén. Los dos, columnas de la Iglesia naciente, no dudaron en arriesgar sus seguridades por transmitir el divino mensaje de alegría hasta donde les llevase el Espíritu Santo.
Y para ser más audaces «miremos a Jesús: su compasión entrañable no era algo que lo ensimismara, no era una compasión paralizante, tímida o avergonzada, como muchas veces nos sucede a nosotros, sino todo lo contrario. Era una compasión que lo movía a salir de sí con fuerza para anunciar, para enviar en misión, para enviar a sanar y a liberar. Reconozcamos nuestra fragilidad pero dejemos que Jesús la tome con sus manos y nos lance a la misión. Somos frágiles, pero portadores de un tesoro que nos hace grandes y que puede hacer más buenos y felices a quienes lo reciban. La audacia y el coraje apostólico son constitutivos de la misión»[6].
«A TODA LA TIERRA alcanza su pregón» (Sal 18,5), recitamos con el salmo en la fiesta de Santiago y Felipe. Hoy es un buen día para cultivar en el alma el afán de que la voz de Cristo llegue a todos los rincones de nuestro mundo y de nuestra historia. Sabemos que el apostolado cristiano no es una actividad que se añade a nuestras ocupaciones normales: en realidad, si abrimos nuestra vida al Espíritu Santo, si vivimos de fe, somos apóstoles en cada momento del día. «La fe no es solo el rezo del Credo, aunque se expresa en él. Transmitir la fe no quiere decir dar información, sino fundar un corazón en la fe en Jesucristo. Transmitir la fe no es algo que se pueda hacer mecánicamente, como quien dice: “Mira, toma este libro, estúdialo y luego te bautizo”. El camino es otro: se trata de transmitir lo que nosotros mismos hemos recibido. Ese es el desafío de un cristiano: ser fecundo en la transmisión de la fe. Y es también el reto de la Iglesia: ser madre fecunda, dar a luz a sus hijos en la fe»[7].
«Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret» (Jn 1,45), dijo Felipe a su amigo Natanael. El apóstol Santiago el Menor, por su parte, se preguntaba: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?» (St 2,14). En esos dos pasajes se condensa todo un itinerario cristiano: conocer cada vez más a Cristo, vivir junto a él, porque precisamente esa es la fuerza que nos impulsará a dar testimonio en nuestro ambiente; la amistad con Jesús nos empuja a ayudar a quien lo necesita y a querer llevar esa alegría sobrenatural a todos. Le podemos pedir al Señor que nos conceda ese entusiasmo arraigado en la fe que mantuvieron los apóstoles. Nosotros, como ellos, deseamos proclamar con la vida entera que nada puede llenar más el corazón que Jesucristo. En la Santísima Virgen fijamos nuestra mirada para que nos llene de esperanza y nos empuje a pensar en grande, con magnanimidad y audacia.