"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

4 de mayo de 2023

Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! SJM




 Evangelio (Jn 13,16-20)


Cuando Jesús terminó de lavar los pies a sus discípulos les dijo: “En verdad, en verdad os digo: no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que quien le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados. No lo digo por todos vosotros: yo sé a quienes elegí; sino para que se cumpla la Escritura: ‘El que come mi pan levantó contra mí su talón’. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis que yo soy. En verdad, en verdad os digo: quien recibe al que yo envíe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado.”


PARA TU RATO DE ORACION


DESPUÉS DE HABER predicado el Evangelio en Chipre durante su primer viaje apostólico, san Pablo y san Bernabé fueron en dirección a Asia menor para continuar anunciando la palabra de Dios. Llegaron a Antioquía de Pisidia y el sábado acudieron a la sinagoga. El jefe los invitó a dirigir el comentario sobre la Ley y los Profetas. Entonces Pablo tomó la palabra y comenzó su predicación con un breve resumen de la historia del pueblo elegido (cfr. Hch 13,16-22). Les habló de cómo el Señor había sacado «con brazo fuerte» a los israelitas de la esclavitud, de cómo habían peregrinado en el desierto hasta entrar en la Tierra prometida, y cómo establecidos ahí recibieron jueces y reyes que los guiaban y los protegían.


Lo que san Pablo dejó ver en su comentario es que la historia de Israel es una historia de misericordia divina. «Es una predicación histórica la que adoptan los discípulos, y es fundamental porque permite recordar los momentos importantes, los signos de la presencia de Dios en la vida del hombre. Volver atrás para ver cómo Dios nos ha salvado, recorrer –con el corazón y con la mente– el camino con el recuerdo»1. Como continuación de ese pueblo elegido, diremos en el salmo de la Misa de hoy: «Las misericordias del Señor cantaré eternamente; de generación en generación anunciaré con mi boca tu fidelidad» (Sal 89,2). A pesar de la dificultad que en ciertos momentos tenía el pueblo para creer y ser fiel a la Alianza, el Señor mantenía su protección sobre ellos.


Al mencionar la figura del rey David, san Pablo recordó a sus oyentes que la Alianza miraba especialmente hacia el futuro. «De su descendencia, Dios, según la promesa, hizo surgir para Israel un Salvador, Jesús» (Hch 13,23). El canto de misericordia llega a su plenitud en Jesucristo. Él es el Ungido del Padre, con la fuerza del Espíritu Santo. En Jesús toda la humanidad puede encontrar el cumplimiento de sus anhelos más profundos. También nuestra propia historia converge en Cristo resucitado. Él nos atrae hacia su persona para manifestarnos la misericordia de su Padre Dios en nuestro pasado, presente y futuro.


EN LA MISA de hoy se proclamará una parte del relato de la Última Cena. Después de haber lavado los pies a sus discípulos, el Señor recuerda a los apóstoles que él estará presente en sus enviados (cfr. Jn 13,16.20). Es el maravilloso misterio de la compenetración entre Cristo y sus discípulos. Dios sigue actuando en el mundo también de esta manera. Puede parecer algo demasiado sublime, fuera de nuestras capacidades, pero es posible por la acción de la gracia. Precisamente en este sentido es elocuente el gesto del lavatorio de los pies: es el Señor el que nos lava, el que nos hace capaces de seguir anunciando el Evangelio con renovada confianza e impulsados por su ternura y su amor.


«En verdad, en verdad les digo: quien recibe al que yo envíe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado» (Jn 13,20). ¡Somos portadores de Cristo! La misericordia de Dios sigue llegando a muchas personas a través de la palabra y las obras de los cristianos. Es verdad que en todos nosotros hay cosas que empañan el cristal por el que pasa la luz de la misericordia. Pero precisamente en ese afán de recomenzar, de volver a acudir al perdón del Señor, se anuncia de nuevo la bondad del Padre celestial, porque «la Iglesia es un pueblo de pecadores que experimentan la misericordia y el perdón de Dios»2.


Al profeta Isaías un ángel le purificó los labios con un carbón encendido antes de ser enviado al pueblo de Israel (cfr. Is 6,1-9). Y nosotros podemos recordar que, para poder anunciar adecuadamente el mensaje del Evangelio, tenemos que acudir a las fuentes que nos purifican, especialmente al sacramento de la Reconciliación. Así predicaremos la misericordia de Dios, que antes habremos experimentado personalmente. «Este drama lo vivió Jesús con los Doctores de la Ley, que no entendían porqué Él no dejó lapidar a la mujer adúltera, no entendían cómo iba a cenar con publicanos y pecadores: no comprendían. No entendían la misericordia (...). Pidamos al Señor que nos haga entender cómo es su corazón, qué significa misericordia, qué quiere decir cuando Él dice: ¡Misericordia quiero y no sacrificio!»3.


«SI COMPRENDÉIS esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13,17). Jesús dio ejemplo a sus apóstoles de entrega y servicio esmerado. Sostenidos por la gracia de Dios, también ellos llegaron a entregarse por sus hermanos los hombres, anunciando sin cansancio que Jesús vive. A través del servicio gratuito podemos hacer llegar la misericordia de Dios a muchas personas, y también nos lleva a tratar a los demás de acuerdo a su grandeza de hijos de Dios. San Pablo ruega a los filipenses: «No actuéis por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los demás como superiores, buscando no el propio interés, sino el de los demás» (Fil 2,3-4). Y después recuerda cómo Jesús, «siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Fil 2,6-7).


Es el amor lo que nos hace inclinarnos para servir con gusto a los demás. En este sentido, al componer las Preces de la Obra, san Josemaría quiso que comenzaran con un Serviam! –¡serviré!– que refleja ese afán de entrega lleno de entusiasmo sobrenatural. «Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»4.


En la vida de Nuestra Señora se ve cómo la acción de la misericordia del Señor se transforma en servicio. Inmediatamente después de la Anunciación, acude a ayudar a su prima santa Isabel. Y en ese momento de entrega rompe a cantar, llena de alegría, testimoniando la acción de Dios, porque «su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen» (Lc 1,50).