"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

1 de junio de 2023

! QUE VEA !,

 



Evangelio (Mc 10,46-52)


En aquel tiempo:

Cuando salía Jesús de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos:

— ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!


Y muchos le reprendían para que se callara. Pero él gritaba mucho más:

— ¡Hijo de David, ten piedad de mí!


Se paró Jesús y dijo:

— Llamadle.

Llamaron al ciego diciéndole:

— ¡Ánimo!, levántate, te llama.


Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

Jesús le preguntó:

— ¿Qué quieres que te haga?

— Rabboni, que vea — le respondió el ciego.


Entonces Jesús le dijo:

— Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino.


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


AL SALIR Jesús de Jericó, rodeado de sus discípulos y de un buen número de gente, un ciego llamado Bartimeo se encuentra «sentado al lado del camino, pidiendo limosna» (Mc 10,46). Acostumbrado quizá a un ambiente más tranquilo, a Bartimeo le llama la atención el ajetreo que reina en el lugar. No puede ver nada, pero podemos imaginar lo que escucha: el tumulto de la muchedumbre que se acerca, las pisadas en la arena, las quejas de quienes le dicen que deje libre el camino y un sinfín de detalles que ha aprendido a percibir a través del oído a raíz de su ceguera. Aunque se sienta limitado, permanece abierto a la realidad: su corazón es sensible y no deja de buscar. Tras averiguar que el causante de la agitación es Jesús Nazareno, no duda en empezar a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» (Mc 10,47). Reacciona con un clamor que no solo es una petición de misericordia, sino también una confesión: él oyó «Jesús Nazareno», pero lo proclama como «Hijo de David», adelantándose a las aclamaciones de la gente cuando el Señor entraría en Jerusalén. Se comprueba que sus sentidos internos de algún modo estaban preparados para reconocer al Maestro.


Las palabras de Bartimeo, sin embargo, no fueron bien recibidas por los allí presentes: «Muchos le reprendían para que se callara» (Mc 10,48). Desconocemos por qué la gente no quería que abriera la boca. Quizá suponían que aquel ciego lo único que deseaba era algo de limosna, o tal vez creían que el Maestro no tenía tiempo que perder con alguien como él. Pese a todo lo que le reprochaban, Bartimeo no se dejó arrastrar por el ambiente. Sabía que el Mesías esperado estaba pasando por delante de él y no podía dejar escapar esta oportunidad. «¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: ”Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí?”. ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!»[1].


LA REACCIÓN de Jesús debió de sorprender a sus acompañantes: se detuvo y lo mandó llamar. Acaba de oír una súplica llena de fe y quiere hablar con aquel hombre, tenerle cerca, escucharle, saber qué es lo que quiere. Todos sus sentidos se dirigen hacia Bartimeo. Cuando las personas que le rodeaban pretendían hacer callar al ciego, el Señor respondió llamándole: no le molesta que le pidamos ayuda, porque ha venido precisamente para salvarnos, para sanar nuestros sentidos con los suyos.


Mientras tanto, Bartimeo, que no había dejado de gritar, oyó unas palabras que encendieron su esperanza: «¡Ánimo!, levántate, te llama» (Mc 10,49). Su insistencia ha dado ya un primer fruto, y no es el de la curación de su ceguera. «Un temblor se apodera del corazón, porque se da cuenta de que es mirado por la Luz, por esa luz cálida que nos invita a no permanecer encerrados en nuestra oscura ceguera. La presencia cercana de Jesús permite sentir que, lejos de él, nos falta algo importante. Nos hace sentir necesitados de salvación, y esto es el inicio de la curación del corazón»[2].


En cuanto oyó que el Maestro le llamaba, Bartimeo actuó con decisión: «Arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús» (Mc 10, 50). Aquel manto no era solamente la única posesión del ciego: era su casa, el lugar donde se acostaría para pasar la noche o el refugio en el que se protegería del mal tiempo. Pero ante la llamada del Señor supo reconocer lo que verdaderamente importa. «No olvides –comentaba san Josemaría– que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe»[3]. Aunque parezca que Bartimeo estaba cometiendo una locura, al renunciar a lo poco que tenía, en el fondo estaba haciendo lo más sensato: acercarse a aquel que puede devolverle el manto de su humanidad, que había quedado rasgado por su ceguera. En la persona de Jesús, Bartimeo encuentra su nuevo hogar, su nuevo refugio que sanará su humanidad herida. Por la gracia de los sacramentos, el mismo Jesús renueva ese ofrecimiento. En esa mediación de la Iglesia, volvemos a oír estas palabras: «¡Ánimo!, levántate, te llama» (Mc 10,49).


EN CUANTO Bartimeo se encuentra cara a cara con Jesús, el Maestro le pregunta: «¿Qué quieres que te haga?» (Mc 10,51). La fe del ciego podía haber vacilado en varios momentos de su vida y quizá aún era débil, sin saberlo bien. «Es evidente lo que quiero –podía haber pensado–. Si este hombre es el Mesías debería de saberlo…». Pero Bartimeo no se hace esos problemas y responde con sencillez: «Rabboni, que vea» (Mc 10,51).


Jesucristo escucha la petición del ciego y no la rechaza. Había deseado acoger su debilidad, pero con más intensidad parece que deseaba recibir ese acto de fe en su capacidad para curarle y en reconocer quién era. «Entonces le dijo: “Anda, tu fe te ha salvado”. Y al instante recobró la vista» (Mc 10,52). Con estas palabras, Jesús interpreta con autoridad la conducta de Bartimeo y ofrece una enseñanza a quienes contemplan la escena. La perseverancia de Bartimeo en la oración –incluso ante el rechazo de los demás–, así como su prontitud para obedecer a la llamada y su desprendimiento de todo lo que posee, no eran consecuencia de un carácter irreflexivo, de ambiciones personales o de afán de protagonismo, sino de su fe. Una fe que habría ido arraigando poco a poco en su corazón tras haber escuchado acerca de Jesús. Quién sabe si ya habría gritado por dentro para clamar por su curación. En cualquier caso, la fe que le movió a pedir con insistencia y a superar las dificultades, tras ser reforzada por la acción de Cristo, lo lleva además a transformarse en un discípulo: «Y le seguía por el camino» (Mc 10,52), concluye el relato.


El Evangelio no nos vuelve a hablar de este personaje. Podemos suponer que ya no estaría al borde del camino pidiendo limosnas, sino que saldría al paso de la gente para contarles lo que había significado en su vida ese encuentro con Jesús. Si antes no podía callar cuando sabía que el Mesías estaba cerca, ¿qué no haría después de haber sido llamado y curado por el Maestro? La Virgen María nos ayudará a acercarnos a su Hijo con la fe de Bartimeo para que le pidamos la luz y la fuerza para seguirle por el camino.