"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de mayo de 2023

¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme?

 


Evangelio (Lc 1, 39-45)

Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:

—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. 


PARA TU RATO DE ORACION


Textos de san Josemaría sobre la Visitación de la Virgen María a su prima Santa Isabel


Ahora, niño amigo, ya habrás aprendido a manejarte.

—Acompaña con gozo a José y a Santa María... y escucharás tradiciones de la Casa de David: Oirás hablar de Isabel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en Belén...

Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá. (Luc., I, 39)

Llegamos. —Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista.

—Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! —¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Luc., I, 42 y 43)

El Bautista nonnato se estremece... (Luc., I, 41) —La humildad de María se vierte en el Magníficat... —Y tú y yo, que somos —que éramos— unos soberbios, prometemos que seremos humildes.

Santo Rosario, 2º misterio gozoso

Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo.

Surco, 566

Vuelve tus ojos a la Virgen y contempla cómo vive la virtud de la lealtad. Cuando la necesita Isabel, dice el Evangelio que acude «cum festinatione», —con prisa alegre. ¡Aprende!

Surco, 371

Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído!, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Amigos de Dios, 284

La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.

Es Cristo que pasa, 22


«POR AQUELLOS DÍAS, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39). Ha pasado poco tiempo desde la Anunciación. Al final de su embajada, el arcángel Gabriel había revelado a María que su prima Isabel, ya anciana, estaba esperando un niño, «porque para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37). Nuestra Señora decide ir a acompañarla y parte «deprisa», con la ligereza que experimenta quien se ha puesto del todo en las manos de Dios.

María emprende este viaje en unas circunstancias particulares. Acaba de saber que será la madre del Mesías. Ella, una muchacha en apariencia como otra cualquiera, vive en una localidad anónima de Galilea. Humanamente, podría parecer lógico que estuviese centrada en lo que acababa de ocurrir y en las situaciones con las que tendría que lidiar: qué diría José, qué pensarían sus padres, sus otros familiares, el resto de la aldea… Sin embargo, su alma, llena de gracia, va por otro lado. Una vez que ha dado el sí a Dios –«hágase en mí según tú palabra» (Lc 1,38)– María se mueve al compás de las inspiraciones del Espíritu Santo. Por eso, enseguida sale en viaje hacia las montañas. Quiere ver a su prima para ofrecerle su ayuda y su cariño; quizá también para compartir su dicha, para hablar con la única que en ese momento puede comprender algo de las maravillas que Dios está haciendo.

De modo análogo a lo que contemplamos en María, también nuestra vida cristiana, si sigue el soplo del Espíritu Santo, estará también cada vez más abierta a los demás. Nuestro empeño por mejorar en las virtudes no será autorreferencial, sino inseparable de la fraternidad y del apostolado. Y asimismo nuestra intimidad con el Señor en la oración nos llevará a vivir de modo más delicado la caridad con todos: «Nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que ella es Hija, Esposa y Madre»[1].


LLEGA LA VIRGEN a Ain Karim, la aldea donde nacerá Juan. «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,40-41). Por primera vez en los evangelios, vemos a María estrechamente asociada a su Hijo en la redención. Su presencia en casa de Zacarias es cauce de la gracia divina. Ella ha llevado a Cristo a esa casa y en eso, por la fe, estamos llamados a imitarla. San Josemaría lo expresa con estas palabras: «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con él por la acción del Espíritu Santo»[2].

Llena de entusiasmo sobrenatural por la acción del Paráclito, Isabel no cabe en sí de gozo por la visita que ha recibido. Dirigiéndose a su prima, exclama: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Estas palabras nos invitan a fijarnos en la fe de María, a reconocerla como maestra de esta virtud y a pedirle que nos ayude a vivir de fe. Así, sabremos reconocer a Jesús presente en nuestras vidas, nos convenceremos de que no hay imposibles para quien trabaja por él.

«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón»[3]. Hoy podemos pedirle a la Virgen una fe grande, que no se deje vencer por los obstáculos. «¡Madre, ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada. Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa»[4].


AL ESCUCHAR las palabras de su prima, María no le responde directamente, sino que entona un canto de alabanza a Dios: el Magnificat. La Virgen se ve a sí misma desde los ojos de Dios, se siente mirada y amada por él, y comprende con inmenso agradecimiento que la ha elegido por pura gracia. Al reconocerse así en la luz divina exulta de alegría, con ese gozo que vemos muy presente en toda la liturgia de la fiesta de hoy.

El canto humilde y exultante de alegría de María nos recuerda la generosidad, cercanía y ternura del Señor con los hombres. También el profeta Sofonías se hace eco de este cuidado paternal: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo» (Sof 3,17). «Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas –expresa san Josemaría–: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios»[5].

Tener esta actitud nos llevará a vivir una continua acción de gracias por todo lo que recibimos de él. Valoraremos las cosas buenas que tenemos como regalos de Dios. Y mientras, aquellas que nos gustaría cambiar nos conducirán a ser humildes y a confiar en la gracia divina, que siempre acompaña y sostiene nuestro esfuerzo personal. De este modo, podremos decir con María: «Proclama mi alma las grandeza del Señor (...) porque ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,46).