Evangelio (Mt 13,44-52)
El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.
Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.
Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que, se echa en el mar y recoge todo clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será el fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?
—Sí —le respondieron.
Él les dijo:
—Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de una casa, que saca de su almacén cosas nuevas y cosas antiguas.
PARA TU RATO DE ORACION
EN UNA OCASIÓN, Jesús comparó el Reino de Dios como un tesoro escondido en el campo. Un hombre, al encontrarlo, no duda en vender todo cuanto tiene para conseguir ese terreno. Con frecuencia esta imagen ha servido para ilustrar, además de la llamada a seguir a Cristo, la experiencia de una llamada más específica que Dios a veces dirige a las personas. El Señor a todos nos tiene reservado un tesoro que, para hallarlo, es necesario vender todo cuanto tenemos. Sin embargo, surge de manera natural una pregunta: ¿cómo empiezo a buscar ese terreno en el que pueda haber un tesoro esperándome?, ¿cómo elijo el terreno que hay que comprar? O más directamente: ¿cómo puedo descubrir mi propia vocación?
Para dar respuesta a este interrogante, san Josemaría solía decir que no es posible «ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos». Sería como intentar «poner raíles a la acción siempre original del Espíritu Santo»[1], que sopla donde quiere. Los caminos para llegar a Dios son tan variados como el número de personas. El Evangelio, sin embargo, nos muestra un rasgo común en todos aquellos interesados en descubrir el terreno donde se halla el tesoro: la inquietud de corazón. Nicodemo, al oír las enseñanzas de Jesús, deseaba saber si aquel hombre era el Mesías; como estaba lleno de dudas e incertidumbres, solo se atrevió a acercarse a él de noche en busca de respuestas. El joven rico, por su parte, se sentía insatisfecho con la existencia correcta que llevaba, y por eso se acercó corriendo a Cristo para preguntarle qué tenía que hacer para alcanzar la vida eterna.
Ellos, como tantos otros, eran buscadores: estaban a la espera de un acontecimiento que cambiara sus vidas y las llenara de aventura. Los santos, cuando descubrieron algo específico de su vocación, tenían el alma abierta y hambrienta. Soñaban con una mayor intimidad con Dios, se ilusionaban con hacer crecer la Iglesia, añoraban una existencia en la que pudieran rendir los talentos recibidos, deseaban aliviar el sufrimiento del mundo… Ellos supieron dar rienda suelta a esa inquietud de corazón en el diálogo con Dios: «¿Qué me quieres decir? ¿Qué significan estos deseos e inclinaciones en mi corazón?». Dios, a lo largo del camino, nos va dejando señales que, al unirlas en la oración, forman un dibujo reconocible que nos puede indicar dónde está el terreno con el tesoro escondido.
UNA VEZ que se ha comprado el terreno, puede surgir otra inquietud: ¿cómo sé si el tesoro que he encontrado es el mío? Es decir, ¿es este el camino correcto para mí? El inicio de una vocación, como el comienzo de cualquier proyecto, suele llevar consigo una dosis de incertidumbre. Detrás de esa duda se encuentra un temor bastante normal: no sabemos con certeza qué va a pasar en el futuro, adónde nos dirigirá ese camino, pues no lo hemos recorrido antes. Además, la conciencia de nuestra propia fragilidad también nos puede hacer pensar que quizás no estaremos a la altura de lo que Dios nos pide.
Con todo, no se trata de esperar un plan trazado hasta el último detalle. Dios nos ha entregado un terreno, pero cuenta también con nuestra iniciativa, cuenta con lo que nosotros pensamos, queremos y hacemos. Vivir significa aventura, riesgo, limitaciones; significa salir del pequeño mundo que controlamos, para encontrar la belleza de dedicar nuestra vida a algo que es más grande que nosotros, y que llena con creces nuestra sed de felicidad. Desde luego, es necesario pensar las cosas. Es lo que la Iglesia llama tiempo de discernimiento. Sin embargo, conviene tener en cuenta que «el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos»[2]. La vocación implica ampliar nuestro horizonte más allá del terreno conocido, esa zona llamada también de confort, de seguridad individual, para lanzarse a un proyecto que nos lleve por caminos de dar y recibir aún más amor.
«Sabes que tu camino no es claro –escribía san Josemaría–. –Y que no lo es porque al no seguir de cerca a Jesús te quedas en tinieblas. –¿A qué esperas para decidirte?»[3]. Solo si elijo el camino puedo recorrerlo, viviendo lo que he elegido. Toda vocación tiene una dosis de incertidumbre que Dios ha querido para salvaguardar nuestra libertad, para que nosotros demos el primer paso. Para ver la estrella, como los Reyes Magos, es necesario ponerse a caminar, porque los planes de Dios siempre nos superan, van más allá de nosotros mismos. Solo confiando en él nos hacemos capaces. Al principio uno no puede: necesita crecer. Pero para crecer hay que creer: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5), conmigo lo podéis todo.
HAY una tercera pregunta que se puede plantear al tener ya posesión del tesoro de aquella imagen que utiliza Jesús: ¿qué puedo hacer con él? Las riquezas encontradas ofrecen una gran cantidad de posibilidades para mejorar la vida de uno mismo y de los demás. Del mismo modo, el descubrimiento de una vocación enriquece nuestra propia existencia, nos abre a una felicidad que supera nuestras expectativas, e ilumina también a las personas que Dios ha puesto a nuestro lado.
A quienes hacen crecer ese tesoro, Dios les ha prometido que les recibirá en su Reino: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21). Sin embargo, el Señor no espera al Cielo para premiar a sus hijos, sino que ya en esta vida los va introduciendo en esa alegría divina con frutos de santidad y virtudes, sacando lo mejor de cada persona y de sus talentos. Pero el principal don que nos ofrece es él mismo, su amistad y su presencia en nosotros: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). «Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo –comentaba san Josemaría–. (…) En nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo»[4].
Podemos llevar a todas partes ese Cielo que llevamos dentro de nosotros. «En nuestros días, en los que se percibe frecuentemente una ausencia de paz en la vida social, en el trabajo, en la vida familiar… es cada vez más necesario que los cristianos seamos, con expresión de san Josemaría, “sembradores de paz y de alegría”»[5]. Sabemos por experiencia que esa paz y esa alegría no son nuestras. Por eso procuramos cultivar la presencia de Dios en nuestros corazones, para que sea él quien nos colme y quien comunique sus dones a quienes nos rodean. Santa María, que supo fructificar el tesoro de su vocación, nos ayudará a saborear las cosas grandes que Dios obrará en nuestra vida y en la de los demás con nuestra fidelidad en la búsqueda de ese mismo tesoro.