"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2023

El mundo entero es altar para nosotros


 Evangelio (Mt 13, 31-35)


Les propuso otra parábola:

—El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas.


Les dijo otra parábola:

—El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.


Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta:


Abriré mi boca con parábolas,

proclamaré las cosas que estaban ocultas

desde la creación del mundo.



PARA TU RATO DE ORACION 


Nosotros queremos seguir al Señor, y deseamos difundir su Palabra. Humanamente hablando, es lógico que nos preguntemos también: pero, ¿qué somos, para tanta gente? En comparación con el número de habitantes de la tierra, aunque nos contemos por millones, somos pocos. Por eso, nos hemos de ver como una pequeña levadura que está preparada y dispuesta para hacer el bien a la humanidad entera, recordando las palabras del Apóstol: un poco de levadura fermenta toda la masa, la transforma. Necesitamos aprender a ser ese fermento, esa levadura, para modificar y transformar la multitud.


¿Acaso el fermento es naturalmente mejor que la masa? No. Pero la levadura es el medio para que la masa se elabore, convirtiéndose en alimento comestible y sano.


Pensad, aunque sea a grandes rasgos, en la acción eficaz del fermento, que sirve para confeccionar el pan, sustento base, sencillo, al alcance de todos. En tantos sitios —quizá lo habéis presenciado— la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos.


Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la pasta.


Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura —poca cantidad—, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente, que pasa inadvertida.



El trabajo, con sus objetos y sus rutinas, era quizá la realidad que mejor conocían quienes escuchaban a Jesús. Por eso en su predicación aparece con tanta frecuencia y desde tantos ángulos diversos. Ahí está el sembrador que arroja la semilla en el campo, el negociante que busca perlas finas, el pescador que lanza la red en el mar... Un día, para explicar algo tan importante como el modo en que Dios obra en el mundo, Jesús se fija en una de las tareas más ancestrales: la de elaborar el pan. «¿A qué compararé el reino de Dios? Es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que fermenta toda» (Lc 13,20). Así se desarrolla el Reino de Dios en la historia: codo a codo con nosotros, al compás de nuestro trabajo cotidiano, fermento que se inserta en el trabajo de Dios y que transforma el mundo desde dentro. Como dirá Jesús en otra ocasión, «mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo» (Jn 5,17).


Con esta figura de la mujer que fermenta la harina, el Señor reviste de una dignidad inmensa una tarea que, de tan normal, parecería casi fuera de sitio. Quienes escuchaban al Señor tal vez imaginarían que, para describir algo tan trascendental como el desarrollo del Reino de Dios, habría sido más adecuado pensar en el trabajo de un noble de la época, o en las tareas de quienes se encargaban más directamente de las cosas religiosas. Pero el propio Jesús, siendo el Hijo del Altísimo, había ejercido un trabajo manual, sencillo. De modo que, en lugar de referirse a un puesto de influencia política, de eficacia económica, o de prestigio social, pensó en la labor de esas personas discretas que se despiertan temprano, antes que los demás, para que pueda llegar a tiempo ese pan de la primera comida, que usualmente dura apenas unas horas en su mejor estado.


Tres medidas de harina


Al describir la escena de esta mujer que trabaja la masa, Jesús menciona un detalle muy sugerente: la cantidad de harina. En el mundo judío de la época, tres «medidas» de harina equivalían aproximadamente a veintidós litros de masa, con lo que se podía producir pan para dar de comer a un centenar de personas. Tal cantidad de harina nos indica que la mujer no está trabajando solo para su propia familia, por numerosa que sea. Su tarea parece dirigirse más bien a una necesidad de la comunidad. No es difícil, pues, imaginarla en plena labor, poniendo el corazón en quienes disfrutarían de todo ese pan. Porque así sucede en todo trabajo: nuestra tarea nos pone en relación con los demás, nos ubica en algún lugar desde el que contribuimos al bien de los otros. De hecho, «las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo. Cabe recordar la feliz escena del film “La fiesta de Babette”, donde la generosa cocinera recibe un abrazo agradecido y un elogio: “¡Cómo deleitarás a los ángeles!”. Es dulce y reconfortante la alegría de provocar deleite en los demás»[1].


Tanto pan, para tanta gente, supondría un tiempo y un esfuerzo considerables. Pero esta mujer encara el reto y persevera en su labor «hasta que fermenta toda» la masa (Lc 13,20). Acabar la tarea emprendida, y acabarla bien, requiere fortaleza, concentración, perseverancia, puntualidad… Conseguir trabajar como esta mujer requiere sobreponerse a la pereza, que es de ordinario «el primer frente en el que hay que luchar»[2]. En ese sentido, sabemos que san Pablo no lo pensó dos veces a la hora de corregir la ociosidad que se había infiltrado entre los primeros cristianos de Tesalónica. Algunos de ellos pensaban que la segunda venida del Señor era inminente, y se decían que trabajar no tenía ya mucho sentido; vivían, pues, «sin hacer nada, solo ocupados en curiosearlo todo». Sin embargo, Pablo les dice: «El que no quiera trabajar, que no coma» (2 Ts 3,10-11).


El Padre nos ha hablado de las potencialidades que tiene el trabajo, también el que nos cuesta un poco más, cuando encontramos en él un lugar de amor y de libertad: «Podemos cumplir con alegría también los deberes que puedan resultar desagradables. Como nos dice san Josemaría, “no es lícito pensar que sólo es posible hacer con alegría el trabajo que nos gusta”. Se puede hacer con alegría ―y no de mala gana― lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente»[3].Esto rige incluso para dificultades en torno a la propia situación laboral, como pueden ser un momento de paro o de enfermedad, la pérdida de energías con el paso de los años, tensiones o incertidumbres en el propio sector, etc. San Josemaría, consciente de lo habituales que son ese tipo de situaciones en la vida, decía con realismo que «la enfermedad y la vejez, cuando llegan, se transforman en labor profesional. Y así no se interrumpe la búsqueda de la santidad, según el espíritu de la Obra, que se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional»[4].


Cuando el amor está de por medio


Son muchas las razones que nos pueden llevar a perseverar en una tarea honesta: la responsabilidad por sacar adelante a quienes dependen de nosotros, el deseo de servir a los demás, la ilusión de crear algo nuevo, etc. Sin embargo, también las buenas intenciones pueden adoptar progresivamente formas de amor propio, como el afán de reconocimiento, o los deseos de lucirse y aparentar ante los demás. Otras veces nos puede asediar la tentación de trabajar demasiado: un desvío sutil, que suele disfrazarse de virtud. El perfeccionismo y el eficientismo –o workaholism– se encuentran en este género de desorden. Lo que en su origen era un empeño por hacer las cosas bien, y de manera eficaz, puede derivar en lo que san Josemaría llamaba «profesionalitis»[5]: una dedicación excesiva al trabajo, que quita casi todo el tiempo a lo demás. «Vuestro trabajo —escribía en una ocasión— ha de ser responsable, perfecto, en la medida en la que la tarea humana pueda ser perfecta: con amor de Dios, pero teniendo en cuenta que lo mejor suele ser enemigo de lo bueno. Haced las cosas bien, sin manías ni obsesiones, pero acabándolas, poniendo siempre la última piedra y cuidando los detalles»[6].


El problema de la «profesionalitis» no estriba tanto en la manera en que se trabaja, como el peso que se da al trabajo en el horizonte de la vida. Es muy bueno, también para la salud mental y corporal, no perder de vista que el trabajo se ordena a una misión más grande, y que solo esa misión da sentido a la existencia de un hijo o una hija de Dios. La prudencia nos ayudará a integrar nuestro trabajo, aquí y ahora, dentro un horizonte que va mucho más allá del mismo trabajo. Un horizonte que está hecho no de objetivos, ni de plazos, sino de personas: empezando por Dios, que cuenta con esos momentos en que cuidamos especialmente nuestra relación con él, y siguiendo —también está allí el Señor esperándonos— por quienes nos rodean, que necesitan nuestro tiempo, nuestro afecto, nuestra atención.


La imagen de la mujer que amasa el pan nos pone ante los ojos la mejor razón para trabajar. Ella transforma su trabajo en un don, en una bendición: además de pan, la mujer da amor, porque cuando hacemos un regalo a alguien «lo primero que le damos es el amor con el que le deseamos el bien»[7]. La mujer no se limita a dar al prójimo lo que le corresponde; porque, cuando el amor está de por medio, es uno mismo el que se da. Por esto decía san Josemaría que no podemos limitarnos «a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor y conduce al amor»[8]. Cuando alguien trabaja así por nosotros, nos

conduce al amor, porque nos hace entrar en la lógica del don: un amor engendra otro, como una sonrisa engendra otra, transformando uno a uno los corazones. El amor de esta mujer, expresión del amor de Dios, es la levadura viviente que transforma, como un don suyo, a los que reciben el pan que ha trabajado con sus manos.


El mundo entero es altar para nosotros


La alusión a las tres medidas de harina tiene aún otro significado, que se entiende desde sus precedentes bíblicos: se trata de la misma medida que ofrecen Abrahán y Sara para honrar a los tres varones misteriosos que los visitan en Mambré (cfr. Gn 18,6), y también es la medida que usa Gedeón para ofrecer un sacrificio que el Señor consume con el fuego de un ángel (cfr. Ju 6,19-21). Tal vez para algún judío que escuchaba a Jesús, la sola mención de las medidas de harina evocaría estas acciones sagradas (a pesar de que los sacrificios se solían hacer sin levadura). Con esta alusión, el Señor parece querer recordarnos que el trabajo de esta mujer es una ofrenda a Dios, como lo puede ser el nuestro cuando lo unimos a la santa Misa. Convertimos así lo humano, nuestras horas de trabajo, en algo santo. Y entonces se realiza aquello tan hermoso de que «el mundo entero (…) es altar para nosotros»[9].


San Josemaría nos animaba a hacer de la Eucaristía «el centro de la vida interior, de tal manera que sepamos estar con Cristo, haciéndole compañía a lo largo de la jornada, bien unidos a su sacrificio: todo nuestro trabajo tiene ese sentido. Y esto nos llevará durante el día a decir al Señor que nos ofrecemos por Él, con Él y en Él a Dios Padre, uniéndonos a todas sus intenciones, en nombre de todas las criaturas. Si vivimos así, todo nuestro día será una Misa»[10].


***


La imagen de esta mujer con las manos en la harina se remontaba seguramente a la infancia de Jesús. ¿Quién sabe? Quizá incluso se trataba de su madre, santa María, que tantas veces preparó el pan. La imaginamos concentrada en su trabajo, poniendo de su parte lo necesario para que el proceso natural de la levadura siguiera su curso. Como sucede en nuestro trabajo: cuando lo hacemos cara a Dios, dejamos que él se sirva de nuestros esfuerzos para extender su reino, con su levadura divina. Así se lo hizo ver a san Josemaría: «Contemplo ya, a lo largo de los tiempos, hasta al último de mis hijos (…) actuar profesionalmente, con sabiduría de artista, con felicidad de poeta, con seguridad de maestro y con un pudor más persuasivo que la elocuencia, buscando —al buscar la perfección cristiana en su profesión y en su estado en el mundo— el bien de toda la humanidad»[11].