EVANGELIO Mateo 13,16-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!
Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.»
PARA TU RATO DE ORACION
UN DÍA, mientras Jesús estaba predicando, una mujer se hizo oír entre la multitud para alabar a su Madre: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Hoy, la Iglesia nos invita a remontarnos más atrás en esa cadena de agradecimiento. Primero, nos dice: «Alabemos a Joaquín y a Ana por su hija: porque en ella el Señor les dio la bendición de todos los hombres»[1]. Y después, nos anima a ir aún más allá: «Hagamos el elogio de nuestros padres según sus generaciones. Ellos fueron hombres de bien, cuyos méritos no han quedado en el olvido. En sus descendientes se conserva una rica herencia» (Sir 44,1.10-11).
Dios se hizo hombre con todas sus consecuencias. Al acoger María a Jesús en su seno, toda su familia lo acogió con ella: una familia con raíces propias, con una historia en la que se entreteje la misericordia de Dios con las decisiones libres de muchos hombres y mujeres. Jesús se dejó moldear por esa herencia, que plasmó los rasgos de su personalidad, y le dio un pasado, unos lazos, unas costumbres, unas tradiciones. El Señor entró plenamente en aquel hogar: «Esta es mi casa por siempre, aquí viviré, porque la deseo» (Sal 131,14).
San Mateo y san Lucas dedicaron un amplio espacio en sus evangelios a la genealogía de Jesús. Hoy nosotros podemos también levantar la mirada hacia la cadena de generaciones que nos precede y de la que el Señor se ha servido para llamarnos a la vida. Es reconfortante descubrir que no nos ha querido como un verso suelto, sino como eslabones de una cadena; nos ha dado un terreno firme en donde podemos ponernos de pie, una tierra preparada por Dios con ilusión, pensando personalmente en nosotros, para que echemos allí nuestras raíces.
SEGÚN una tradición, Joaquín y Ana tenían una casa en Jerusalén, a dos pasos de la piscina probática, donde se reunía una gran multitud de enfermos y donde Jesús, ya adulto, curaría a un paralítico[2]. En aquella casa nació su madre, María; y quizá fue allí donde se alojó la Sagrada Familia en sus frecuentes subidas a Jerusalén, dando a Jesús la oportunidad de disfrutar del cariño de sus abuelos.
Al igual que los padres, los abuelos ofrecen «un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años»[3]. Al mismo tiempo, contribuyen de una manera única al ambiente familiar a través de la comprensión y el cariño. En efecto, es propio de la juventud querer que las cosas salgan con perfección a la primera. No obstante, tarde o temprano es inevitable darse cuenta de que los fracasos, muchas veces, serán más frecuentes que las victorias. Es entonces cuando la frustración amenaza con robar la esperanza. Los abuelos, que han pasado ya por esa situación y han visto muchas cosas en la vida, pueden comprender el sentimiento de sus nietos.
Dios nos puede hacer llegar su ternura a través de los abuelos. Ellos, con su disponibilidad y su escucha, nos ayudan a relativizar nuestras derrotas y, sobre todo, a fijarnos en todo lo bueno que nos rodea. «Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos»[4].
EN OCASIONES, el ritmo con el que nos movemos no nos facilita compartir tiempo suficiente con los miembros de nuestra familia; cuánto más esto puede darse con aquellos que no habitan en nuestra casa. San Josemaría solía repetir que quien padece alguna limitación o quien está enfermo es un tesoro para la familia, pues puede ser el detonante del crecimiento del amor. Algo similar se podría decir también de los mayores. Con el cuidado y el cariño que les dirigimos no solo estamos realizando un acto de justicia, sino que estamos ensanchando nuestra capacidad de amar. Escucharles con atención, ayudarles en una tarea o manifestarles cariño y cercanía son algunos gestos que sacian nuestra sed por construir relaciones fuertes, especialmente dentro de la familia.
Entre jóvenes y ancianos se puede entablar una relación que enriquece a los dos. Los jóvenes pueden aprender de los mayores actitudes como la disponibilidad o la generosidad, además de las experiencias concretas de la vida que les puedan transmitir; también les permiten conocer el pasado para afrontar el futuro. Los ancianos, por su parte, se sienten rejuvenecidos al contacto con los más jóvenes; estos últimos les recuerdan que no se encuentran solos y que tienen mucho que aportar. «La ancianidad (...) es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que nos enseñe a honrar a nuestros abuelos y a nuestros mayores, para perpetuar esta cadena de bendiciones que Dios derrama abundantemente de generación en generación.
[1] Misal General Romano, Antífona de entrada de la fiesta de san Joaquín y santa Ana.
[2] Cfr. Huellas de nuestra fe, pp. 142-144.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 28.
[4] Francisco, Homilía, 25-VII-2021.
[5] Francisco, Mensaje, 24-VII-2022.