"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

25 de julio de 2023

SANTIAGO Apostol




Evangelio (Mt 20, 20-28)

Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición.

Él le preguntó: ¿Qué quieres?

Ella le dijo: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

Jesús respondió: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?

Podemos —le dijeron.

Él añadió: Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.

Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos.

Pero Jesús les llamó y les dijo: Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.

PARA TU RATO DE ORACION 



MIENTRAS caminaba Jesús a orillas del mar de Galilea, «vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que reparaban sus redes, y los llamó»[1]. Ellos, después de dejar todas las cosas, le siguieron. Así comienza la nueva vida de Santiago junto al Señor. Su aventura será tan veloz como intensa: se convertirá en el primero de los apóstoles en dar su vida por Cristo, que quiso reclamarlo pronto junto a sí (cfr. Hch 12,2). A Juan, en cambio, el Señor le pedirá que espere hasta que él vuelva a buscarlo, después de gastarse en una vida tan larga que hizo pensar a los discípulos que no moriría nunca (cfr. Jn 21,23).


El Maestro pidió a los dos hermanos una entrega total, aunque con manifestaciones distintas. Ofreció a ambos beber de su mismo cáliz, y ellos acogieron la invitación con todo el ardor de su naturaleza apasionada (cfr. Mt 20,22). Jesús llamaba a aquellos hermanos los Boanerges, es decir, «los hijos del trueno» (Mc 3,17), y les enseñó a encauzar toda su energía hacia una donación total en el servicio. Cuando la madre de los Zebedeo le pidió para sus hijos el primer puesto en su reino, Jesús les explicó que reinar con él es servir; que el primero en su reino es el que se hace el último y el servidor de todos (cfr. Mt 20,25-28). Esta lógica muchas veces contrasta con la nuestra, es revolucionaria porque se opone a la dominación de unos sobre otros; por eso, Jesús también nos anima a estar vigilantes, a estar siempre atentos para no engañarnos con lecturas atenuadas de su Evangelio.


Cristo «no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como servicio. De este modo “llenó” de contenido la libertad que, de lo contrario, sería solo la posibilidad “vacía” de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor»[2]. Jesús ayudó a Santiago y a Juan a llenar sus vidas de sentido, de amor por las demás personas, abriendo a aquellos sencillos pescadores de Galilea horizontes insospechados, «los horizontes del servicio»[3], muchos más amplios de los que se hubieran imaginado. Y así, transformó su vida en una apasionante aventura.


IMPULSADOS por Jesús, Santiago y Juan tuvieron «prisa en amar»[4], en apostar toda su existencia a una vida de intenso servicio. La de Santiago –haciendo honor a su apelativo– fue como un relámpago que cruza el cielo en un instante, llenándolo de luz. Él se puso inmediatamente en marcha y llevó a Jesucristo hasta los confines del mundo conocido, antes de regresar a Jerusalén y fecundar con su sangre los inicios de la misión de la Iglesia. La vida de Juan, en cambio, fue como el trueno, que llega sin prisa pero con contundencia, con peso, llenándolo todo con sus palabras profundas y bellas. Juan pudo meditar largamente sobre la vida y las enseñanzas de Jesús, para dejarnos el tesoro de sus escritos.


El relámpago y el trueno se reclaman el uno al otro, manifiestan una misma fuerza y traen un mismo mensaje. No podemos separarlos, como no podemos separar a los Boanerges. Mientras estaba con ellos, Jesús los quiso juntos. De hecho, los dos formaban junto a Pedro un pequeño grupo de discípulos con los que el Maestro tenía más intimidad. Cuando el Señor subió al cielo, Santiago y Juan continuaron propagando el mismo mensaje, cada uno a su modo.


Santiago lo sigue haciendo hoy, convocando a los pueblos a su tumba en Compostela. Nos invita a ponernos en camino, a estar dispuestos a llegar a los confines de nuestro mundo y superar nuestras seguridades y comodidades. «Esto es fundamental para los cristianos; nosotros discípulos de Jesús, nosotros Iglesia, ¿estamos sentados esperando que la gente venga o sabemos levantarnos, ponernos en camino con los otros, buscar a los otros? No es cristiano decir: “Pero que vengan, yo estoy aquí, que vengan”. No, ve tú a buscarlos, da tú el primer paso»[5]. Juan, en cambio, nos recuerda que, si no estamos radicados en el amor a Jesucristo, todo ese movimiento y ese caminar valen muy poco. Escribía san Agustín: «Quien corre fuera del camino corre en vano; más aún, solo corre para fatigarse. Fuera de él, cuanto más corre, más se extravía. ¿Cuál es el camino por el que corremos? Cristo lo dijo: Yo soy el camino. ¿Cuál es la patria a donde nos dirigimos? Cristo dijo: Yo soy la verdad. Por él corres, hacia él corres, en él hallas el descanso»[6].


HAY algo grande en la vida del apóstol Santiago que permanece oculto a nuestros ojos. Es muy poco lo que sabemos de este apóstol de vida tan corta, que no dejó ningún escrito. El Evangelio, además, recoge muy pocas palabras suyas. Frente al silencio del Zebedeo, aparece la figura de otro Santiago, con títulos tan importantes como «hermano del Señor» (Gal 1,19), testigo destacado de su resurrección (cfr. 1 Cor 15,7), obispo de Jerusalén (cfr. He 15,12-21) y columna de la Iglesia (cfr. Gal 2,9). Este otro Santiago gozó de gran autoridad en la primera comunidad cristiana, como se lee en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo. Da nombre, además, a uno de los escritos del Nuevo Testamento. Por eso, sorprende que la Tradición haya querido atribuir el título de Mayor al hermano de Juan, de quien conocemos poco.


El hijo de Zebedeo llegó a ser el Mayor, siguiendo el camino que le había propuesto el Maestro. Jesús le había dicho: «Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos. (Mt 20, 26-28). Eso hizo Santiago: vivir para servir, dar su vida. «Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24), escribirá Juan en su Evangelio, arrojando un poco de luz que nos permite entender el misterio de la vida y de la muerte de su hermano Santiago. Un misterio que se extiende al impresionante poder de convocatoria que tiene aún hoy el sepulcro del apóstol.


Jesús dio a los Boanerges otro ejemplo destacado de la grandeza del servicio: la Virgen María, a quien acompañarían con frecuencia. Ella también nos ayudará para que nos lancemos a la aventura de «ser felices en amistad con Dios y llevar una vida de dedicación y de servicio»[7].


[1] Misal General Romano, Antífona de entrada de la fiesta de Santiago Apóstol.


[2] Benedicto XVI, Ángelus, 1-VII-2007.


[3] Francisco, Audiencia, 11-I-2023.


[4] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 140.


[5] Francisco, Audiencia, 11-I-2023.


[6] San Agustín, Homilía X sobre la primera Carta de San Juan.


[7] San Josemaría, Carta 6, n. 35.