Evangelio (Mt 10,37-42)
Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará.
Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Y cualquiera que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa.
PARA TU RATO DE ORACION
UN DÍA el profeta Eliseo se encontraba en la ciudad de Sunem. Una mujer importante le pidió que fuera a comer a su casa. Y así, cada vez que Eliseo pasaba por ahí, se quedaba a comer. La mujer se dio cuenta de que era un hombre de Dios, y hablando con su marido decidieron preparar una zona de su casa para él: «Hagamos una pequeña habitación en la parte de arriba y pongamos allí una cama, una mesa, una silla y un candelabro, y así, cuando venga a nosotros, se instalará ahí» (2Re 4,10). Cuando Eliseo llegó y se instaló en el cuarto, quiso averiguar cómo podía devolver tanta hospitalidad. Ante las negativas de la sunamita por recibir nada, Eliseo se enteró de que aquel matrimonio no había podido tener hijos, por lo que dijo a la mujer: «El año próximo, por este tiempo, tú abrazarás un hijo» (2Re 4,16). Y ella, en el tiempo señalado, dio a luz un hijo.
Dios sabe apreciar los gestos de caridad que dirigimos a nuestros hermanos, especialmente si, como Eliseo, han sido llamados por él para una misión. «Quien a vosotros os recibe –dijo Jesús a los apóstoles cuando se disponían a anunciar la llegada del Reino–, a mí me recibe» (Mt 10,40). De hecho, el Señor aseguró que ni siquiera un vaso de agua fresca que alguien dé a sus discípulos quedará sin recompensa (cfr. Mt 10,42). El mismo Cristo, además, recibía cobijo por parte de amigos o conocidos, pues no tenía dónde reclinar la cabeza, y sabía reconocer las atenciones que le prestaban. Se podría decir que Dios cuenta con las relaciones humanas para fortalecer a los pastores de su pueblo. En primer lugar, con la oración por ellos, para que «sean siempre ministros de la alegría del Evangelio para todas las gentes»[1]; pero también con la cercanía y la ayuda material, para recordarles que no están solos y para sostenerles en su trabajo sacerdotal.
EN SU discurso a los apóstoles, el Señor comentó también una exigencia a la hora de seguir el Evangelio: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). Ciertamente, esto no significa que sus discípulos tengan que desprenderse de todo vínculo familiar. De hecho, en otra ocasión Jesús reprenderá a los doctores de la Ley por privar de lo necesario a sus padres con la excusa de dárselo al altar (cfr. Mc 7,8-13). El cariño animado y purificado por el amor del Señor «se hace plenamente fecundo y produce frutos de bien en la propia familia y mucho más allá de ella»[2]. Por eso Jesús quiere subrayar que en primer lugar se encuentra el amor a Dios, pues si es auténtico se traducirá en amor a los padres y a los hijos.
San Josemaría solía decir que las personas de la Obra debían el noventa por ciento de la vocación a sus padres: si han sabido ser generosos a la llamada divina ha sido porque han visto esa generosidad en el hogar familiar. Y esto, en la mayoría de los casos, se podría extender a todas las vocaciones en la Iglesia. Por eso, consideraba que no es un sacrificio para los padres que Dios llame a sus hijos. «Es, por el contrario, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo»[3], pues es como si el Señor reconociera el buen trabajo que han realizado con ellos: han puesto en sus almas la semilla del amor de Dios. Y el propio hijo la ha sabido hacer crecer con su libertad, gracias a la oración y el ejemplo que ha visto en sus padres.
JESÚS también advierte a sus apóstoles de que, en la misión que van a emprender, no faltarán las dificultades. «Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará» (Mt 10,38-39). Al mismo tiempo, les anima a que no tengan miedo, pues quien está en las manos de Dios «sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo»[4].
Todas las personas tienen dificultades: una enfermedad, problemas familiares, complicaciones laborales… A veces, la cruz se manifestará también en detalles de nuestro modo de ser o de los demás que no soportamos, o bien en defectos o derrotas en la lucha que nos avergüenzan. Jesús busca el modo de que rechacemos la impresión de estar solos o de sentirnos atrapados en las dificultades. Es cierto que, de modo habitual, no podremos vivir ajenos a todo eso, como si no existiera el mal que procede del diablo y del pecado original, o deseando a cualquier precio una existencia tranquila o sin sobresaltos. El Señor nos toma del brazo y nos ayuda a que abracemos ese problema, ese defecto, del mismo modo en que él abrazó la cruz junto a Simón de Cirene.
«En la Pasión, la cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección»[5]. Ni siquiera a la Madre de Dios se le ahorró el compartir el peso de la cruz. Podemos acudir a ella para que sepamos llevar la nuestra con sentido de hijos de Dios y con visión sobrenatural.