"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de agosto de 2023

Como paja que se lleva el viento

 



Evangelio (Mt 24,42-51)

Por eso: velad, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Sabed esto: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa. Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.

¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el amo puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo fuese malo y dijera en sus adentros: «Mi amo tarda», y comenzase a golpear a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los hipócritas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.


PARA TU RATO DE ORACION 


Ya cerca de su Pasión, Jesús pone a sus interlocutores ante una pregunta fundamental: ¿hacia dónde camináis en la vida y cómo lo hacéis? ¿Qué os mueve? Para ilustrar lo que quiere decir, usa ejemplos fácilmente comprensibles por todos. Jesús habla de dueños, de ladrones y de siervos. En esta vida tenemos unas posesiones y unos negocios que alguien quiere robarnos. Todo el que tiene una posesión o lleva un negocio sabe de la importancia de velar por sus bienes, de estar atento, de echar números, de protegerse de las posibles causas de ruina. Si un dueño no protege lo que le pertenece o no hace nada para que sus trabajadores obren bien y con responsabilidad quiere decir que sus pertenencias y negocios no le importan mucho. Uno se empeña por lo que ama.

Jesús aplica estos ejemplos a las almas. Todos tenemos un tesoro muy grande: hemos sido creados, por amor, a imagen y semejanza de Dios; hemos sido llamados a ser sus hijos; la sangre de Cristo se ha derramado por nosotros. Amados, enriquecidos con muchos dones, capaces de Dios y capaces de aportar en la edificación de la familia humana. Pero hay alguien que quiere robarnos y separarnos de Dios y de los demás. Alguien que quiere entrar en nuestro corazón y vaciarlo de todo lo grande, llenándolo de aspiraciones mezquinas y egoístas, propuestas, directa o indirectamente, por alguien que se presenta como ángel de luz que ofrece cosas aparentemente grandes, pero que, a fin de cuentas, se revelan como paja que se lleva el viento.

Jesús nos habla de la indolencia y de la hipocresía. Y nos pregunta: ¿te interesa lo que te ofrezco?, ¿lo valoras?, ¿lo guardas?, ¿lo cultivas? ¿Lo amas con el corazón y con obras? Velar es amar con el corazón eso que Dios nos ofrece. Velar es profundizar en el conocimiento de los tesoros recibidos. Velar es cultivar, fumigar y podar cuando sea necesario. Con la ilusión del agricultor que espera la cosecha, con la ilusión de que el Señor nos encuentre en cada momento, hoy y ahora, con un corazón enamorado. A esos deseos eficaces del corazón es a los que Dios escucha: ahí está el momento de nuestra salvación, en el hoy y el ahora que tengo entre manos.


Pero el corazones puede llenarse de cosas opuestas que destruyen el mundo interior. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Ver a Dios: sin filtros, sin prisas, sin límites… ¿Quién podría soñar con alcanzar algo así por sus propias fuerzas? Contemplar en su fuente la belleza, la bondad, la grandeza que buscamos sin cesar por todas partes. Contemplar, que no significa observar desde fuera, sino desde dentro, sabiéndonos inundados por toda esa realidad llena de luz, por ese «Amor que sacia sin saciar»[1] nuestros deseos más profundos: esos que en este mundo encuentran solo una respuesta muy parcial, aunque tantas veces las criaturas nos parezcan ya todo lo bellas, buenas y grandiosas que se pueda imaginar.

Por supuesto, al hablar de pureza de corazón, el Señor no se refiere solamente a la castidad. Si existiera una persona muy casta pero injusta, insincera, desleal, perezosa o egoísta, no diríamos que su corazón es limpio. Cuando el rey David suplica «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (Sal 51[50],12), está pidiendo un corazón que reúna armónicamente todas las virtudes; un corazón que vibre con lo valioso y no con lo insustancial, que sea capaz de jugarse la vida por algo más grande que él, que no se deje dominar por cosas efímeras y superficiales. Al crecer en las distintas virtudes, nuestra mirada —nuestros deseos, intereses, aspiraciones— se va aclarando y nos hace capaces de percibir el auténtico valor de las cosas. Vamos aprendiendo a ver, a contemplar, a disfrutar.

Perplejidades

Dios nos ha creado para esta contemplación, que recoge todas las aspiraciones del corazón. Es una gracia que quiere darnos. Pero es una gracia por la que es necesario pelear. Necesitamos conquistar nuestro corazón para que se haga capaz de recibir ese regalo, porque tenemos el riesgo de dejarlo sin abrir, olvidado en un rincón. En palabras de san Josemaría, la castidad «es combate, pero no renuncia; respondemos con una afirmación gozosa, con una entrega libre y alegre. Tu comportamiento no ha de limitarse a esquivar la caída, la ocasión. No ha de reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática. ¿Te has convencido de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y perfeccionarse?»[2]. La castidad es una afirmación gozosa, y siempre puede crecer. Son dos ideas quizá conocidas, pero no por eso suficientemente comprendidas, hasta el punto de que pueden generar cierta perplejidad.

La idea de la castidad como afirmación contrasta con la de quien pone un excesivo énfasis en el no, como si la virtud consistiera precisamente en no hacer, no pensar, no mirar, no querer. La castidad es, en cambio, un  al amor, porque es el amor lo que la hace necesaria y le confiere su sentido. Naturalmente, se ha de decir no a ciertos actos o actitudes que le son contrarios y que toda persona sensata percibe precisamente como negaciones del amor, de por sí siempre total, exclusivo y definitivo. Pero, a pesar de requerir algunos no, la castidad es una realidad eminentemente positiva.

Supongamos una persona con un buen conocimiento de la fe y de la vida cristiana, sinceramente decidida a ponerla en práctica; una persona que quizá incluso ha transmitido a otros esta visión positiva de la santa pureza, porque comprende estos razonamientos y los comparte. Es posible que su experiencia práctica de esta virtud no responda a la idea de algo positivo que siempre puede crecer: por un lado, porque no necesita ejercer la pureza constantemente; hay otros intereses que normalmente están en primer plano y que relegan la castidad al cuarto o quinto lugar de sus problemas, de modo que habitualmente la castidad no parece ser para él ni una afirmación ni una negación. Por otro lado, porque cuando en algunos períodos tiene que luchar más intensamente para vivirla, la siente precisamente como una negación, y no como una afirmación.

A esto se añade otra fuente de perplejidad: puesto que es una virtud, la castidad está llamada a «crecer y perfeccionarse»[3]. De nuevo, este buen cristiano podría decirse: normalmente consigo evitar actos, pensamientos, miradas contrarias a la castidad, ¿no es de eso de lo que se trata?, ¿no puedo decir que tengo la virtud?, ¿qué más debería hacer?, ¿en qué sentido debería crecer y perfeccionarse en mí la castidad?

En realidad, en el origen de estas perplejidades se encuentra la idea, bastante extendida, pero muy reductiva, de que la virtud es fundamentalmente un suplemento de fuerza en la voluntad que nos hace capaces de respetar unas normas morales, incluso cuando éstas se oponen a nuestra inclinación.Si esta visión fuera correcta, la virtud consistiría en la capacidad de ignorar la afectividad, de oponerse sistemáticamente a lo que sentimos siempre que lo requiera el respeto de esas normas. Naturalmente, aquí hay una parte de verdad, porque en la formación de la virtud a menudo es necesario actuar contra la inclinación afectiva. Sin embargo, es muy importante no olvidar que no es este el objetivo; se trata solo de un paso que, si no va seguido de otros, formará solamente la capacidad de reprimirse, de decir no. Quien piensa así en las virtudes, aunque pueda decir que la castidad es una afirmación gozosa, en realidad no ha terminado de entenderlo, porque no consigue ver lo que esto significa en la práctica.

Integración

La virtud, más que una capacidad de oponerse a la inclinación, es la formación de la inclinación misma. La virtud consiste precisamente en gozar, en disfrutar del bien, porque ha crecido en nosotros una connaturalidad afectiva, es decir, una especie de complicidad con el bien. Es precisamente en ese sentido que llamamos templanza al orden en la tendencia natural al placer. Si el placer fuese malo, ordenarlo significaría anularlo. Pero el placer es bueno, y nuestra naturaleza tiende hacia él. Sin embargo, que sea bueno en principio no significa que lo sea en todos los casos: el objeto de una tendencia puede no ser bueno para la persona en un caso concreto. Por eso nos interesa ordenar nuestra inclinación al placer. Si lo conseguimos la habremos convertido en uno de nuestros mejores aliados para hacer el bien; si no, será un gran enemigo que puede destruirnos, análogamente a como el agua, que quita la sed, hidrata el cuerpo y hace crecer las plantas... también puede ser tsunami, inundación, destrucción.

¿En qué consiste ordenar esa tendencia? Desde luego, no en hacer desaparecer la atracción del placer, cosa por otra parte imposible. Tampoco en ignorarla, o en vivir como si no existiera; ni siquiera en reprimirla. Ordenar la tendencia al placer significa integrarla en el bien de la persona[4]: conferir unidad a nuestros deseos, de modo que sean progresivamente acordes con nuestra identidad y la refuercen. Un corazón impuro es un corazón fragmentado, sin rumbo; un corazón puro, en cambio, es un corazón unificado, con una dirección en la vida.

¿Cómo se puede llegar a realizar esto? Las tendencias humanas son modos de percibir el bien: cada una de ellas nos presenta como conveniente lo que la satisface. Decimos que tenemos tendencia al placer porque frente a algo que puede producirlo experimentamos atracción: aquello se presenta a nuestros ojos como conveniente. Sin embargo, lo que es bueno para la tendencia puede no serlo para la persona. Un pastel puede atraerme porque es agradable comerlo, pero tal vez no convenga a mi salud (por ejemplo, porque soy diabético), a mi forma física (estoy tratando de adelgazar) o a mi relación con los demás (pertenece a otra persona). Cada tendencia tiene su propio punto de vista, valora la realidad desde su propia perspectiva y no puede hacerlo desde otra. La razón es la única facultad que puede adoptar todos los puntos de vista e integrarlos[5], identificando el bien de la persona y no solo el bien de una tendencia concreta o de un aspecto particular de la vida. La razón escucha lo que cada tendencia tiene que decir, evalúa todas estas voces en conjunto, y juzga si una acción es buena para la persona.

La razón no es fría: es apasionada, está condicionada por las tendencias o pasiones. Si una tendencia habla mucho más fuerte que las otras, puede confundirla. De ahí la importancia de que las tendencias estén bien formadas (bien templadas). Así, en vez de obstáculo, serán un apoyo para el juicio de la razón. Por supuesto, esta integración en torno a la razón requiere que el sentido de la tendencia sea comprendido y respetado, y que se actúe de modo que ese respeto cale en nuestra afectividad. La gula, por ejemplo, revela que no se ha comprendido —al menos de modo práctico, que influya en el comportamiento— el sentido de la necesidad de comer; es decir, no se ha asimilado aún a fondo la manera en que el placer de comer contribuye al bien integral de la persona. Algo similar puede decirse de la castidad, y de cualquier otra virtud.

Un mundo interior

Escuchemos el consejo de san Josemaría en un brevísimo punto de Camino: «¿Para qué has de mirar, si “tu mundo” lo llevas dentro de ti?»[6]. Es cierto: si uno lleva un mundo dentro de sí —un mundo hecho de cosas grandes, divinas y humanas—, la mirada, la acción, el pensamiento contra la castidad pueden tener una cierta fuerza de atracción, pero serán mucho más fáciles de combatir, porque serán percibidos como una amenaza a la armonía del propio mundo interior.

Podríamos incluso decir que la castidad se refiere a la sexualidad solo secundariamente. Principalmente tiene que ver con la apertura de nuestro mundo interior —de nuestro corazón— a las cosas grandes, con la capacidad de percibir, de aspirar y de gozar con lo que es capaz de llenar el corazón humano. Por eso, decía también san Josemaría: «no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo quiero considerar los frutos de la templanza. (...) Al vivir así —con sacrificio— [el hombre] se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios (...); se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes»[7].

La persona casta es capaz de conectar afectivamente y disfrutar con todo lo hermoso, lo noble, lo genuinamente divertido. Su mirada no es posesiva, sino agradecida: deja ser al otro; no permite que se empañe, que se despersonalice la relación que lo une con cada cosa y con cada persona. Quien no es casto tiene una mirada baja; una mirada que no es capaz de recibir, sino solo de exigir prestaciones. En realidad, no es capaz de gozar de las pequeñas cosas de la vida y de las relaciones personales; no es capaz de estar verdaderamente con los demás. Las cosas delicadas que otros aprecian a este le parecen insípidas; no le dicen nada, porque necesita emociones fuertes para reaccionar y experimentar algo positivo y agradable.

Se entiende así que quien vive la castidad como afirmación gozosa no necesite por lo general de un esfuerzo extraordinario de la voluntad para contener el impulso sexual desordenado: su mundo interior, tejido de realidades valiosas y relaciones verdaderas, contrasta fuertemente con él y lo rechaza. Y al vivir así, se siente grandiosamente libre, porque hace lo que le gusta. En cambio, el lujurioso, el incontinente o incluso el meramente continente, si lograsen hacerlo, se sentirían reprimidos: como si les faltase algo.

Para santo Tomás de Aquino el lujurioso, el incontinente, el continente y el casto son cuatro figuras distintas[8]. El casto y el lujurioso poseen uno la virtud y el otro el vicio. El incontinente, sin llegar a tener establecido el vicio, no vive rectamente. Y el continente, como indica el término, se contiene: no peca contra la castidad, pero tampoco posee la virtud: ante una tentación se limita a reprimir el impulso, sin llegar a gozar en el bien. Es el caso, por ejemplo, de quien no quiere mirar, pero desearía que fuese inevitable ver. Simplemente salta obstáculos que desearía no tener que saltar y, al hacerlo no se plantea formar su interioridad para configurarla con el bien. Esta situación puede ser un paso adelante para quien viene de más lejos, pero esa persona todavía habrá de recorrer un camino hasta formar la virtud. Quien no se aparta decididamente de la frontera, aunque consiga no pecar, nunca pasará de ser continente, no llegará a gozar de la virtud y a verla como una afirmación gozosa.

Verán a Dios en todo

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Quizá Jesús no quiere decir que a los impuros de corazón se les prohibirá ver a Dios, sino más bien que no conseguirán ver nada allí donde los de corazón limpio percibirán una belleza indescriptible, llena de matices, que satisface todas las aspiraciones de su corazón. Esto es de hecho lo que sucede aquí abajo: los virtuosos son capaces de encontrar a Dios en cada persona, en cada situación ordinaria de la vida, mientras que los que no lo son, no sienten su presencia o la encuentran incómoda y desagradable, limitadora de su libertad.

La virtud, así entendida, como creación de un mundo interior bello, de una connaturalidad afectiva que nos hace gozar haciendo el bien, es una respuesta a las perplejidades mencionadas más arriba. En efecto, si el esfuerzo por formar la santa pureza no pretende solo negarse a los actos desordenados, sino también y sobre todo constituir un mundo interior lleno de realidades valiosas, sobrenaturales y humanas, se comprende bien que esta virtud crezca y se forme no solo cuando se ha de vencer una tentación, sino también cuando nuestra atención se dirige a todo lo que hay de valioso y bello en la realidad, aunque de por sí no tenga nada que ver con la sexualidad. La castidad no es solo una virtud para los momentos de combate: no es solo para las tentaciones, sino que es una virtud de la atención, de aquello a lo que nuestro corazón atiende. También se comprende así que esa delicadeza interior, esa apertura a la grandeza, no tiene límites y siempre puede crecer.

30 de agosto de 2023

SOMOS HIJOS DE DIOS

 Evangelio (Mt 23, 27-32)


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros por fuera os mostráis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.


¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis las tumbas de los profetas y adornáis los sepulcros de los justos, y decís: «Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas!». Así pues, atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. Y vosotros, colmad la medida de vuestros padres.


PARA TU RATO DE ORACION 


El Evangelio de hoy recoge los dos últimos reproches de Jesús a los escribas y fariseos, centrados en la hipocresía. El Señor utiliza una imagen potente y visual: les compara a los sepulcros que por fuera están limpios, pintados de blanco, hermosos, pero que por dentro, como no puede ser de otra manera, están llenos de huesos y podredumbre.


Aquellos hombres se han puesto una careta para ocultar sus miserias, para poder ser admirados, para aparentar otra vida. Quizá por eso Jesucristo no soporta la hipocresía, porque es un modo de huir de uno mismo.


Por un lado, no amamos en nosotros lo que Dios ama. Es como si le dijéramos a Dios que no nos ha hecho bien, que no somos amables, que no somos valiosos, que debería habernos hecho de otra manera.


Y, sin embargo, Dios no se ha equivocado. Ha volcado todo su Amor en cada uno de nosotros, dándonos una originalidad y una belleza propias.


Por otro lado, al ocultar nuestras miserias no le permitimos a Dios que nos rehaga y renueve; que vaya al fondo de nuestro corazón y lo habite. Por eso, para romper hipocresías necesitamos aprender a acusarnos a nosotros mismos.


Como dice el papa Francisco, tenemos que abrirle el alma a Dios y decirle con sencillez: “He hecho esto, yo pienso así, malamente.... Tengo envidia, me gustaría destruir aquello..., lo que está dentro, lo nuestro, y decirlo ante Dios. Este es un ejercicio espiritual que no es común, no es habitual, pero tratamos de hacerlo: acusarnos a nosotros mismos, vernos en el pecado, en las hipocresías y en la maldad que hay en nuestro corazón. Porque el diablo siembra la maldad y decirle al Señor: "¡Mira, Señor, cómo soy!", y decirlo con humildad”.


Tenemos miserias, pero a la vez tenemos toda la Misericordia de un Dios que nos da novedad de su Vida y Amor cada vez que se lo pedimos con un corazón contrito. Así, nuestro corazón no estará habitado por egoísmos y soberbias, sino por el fuego enamorado de Cristo.


para mis hijos y para mí, que sepamos tratar a Cristo en la Eucaristía. Acudir con fe, con delicadeza, con continuidad. No importan nuestras miserias personales, si estamos en gracia de Dios” -“¡Jesús, que has curado a tantas almas, haz que te vea como Médico Divino en la Hostia Santa!.”


De los “Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei”, ya citados, que redactara con cariño desbordante Salvador Bernal, selecciono el siguiente texto:


Punto 1 de Forja: “ Hijos de Dios.- Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. -El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna.”


En nuestro deseo de acercarnos lo más posible al alma de san Josemaría, lo mejor es dejar que él mismo nos abra su corazón lleno de amor tomando de su ingente documentación aquellos párrafos que, a nuestro juicio, en mi caso particular, más me han impresionado. Textos recogidos de sus biógrafos y personas que más le conocieron, como don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, prelados del Opus Dei:


“De 1975, días antes de su muerte, dijo en una conversación a un grupo de fieles de la Obra:


-“Estáis comenzando la vida. Unos comienzan y otros acaban, pero todos somos la misma Vida de Cristo: ¡Y hay tanto que hacer en el mundo! Vamos a pedirle al Señor, siempre, que nos ayude a todos a ser fieles, a continuar la labor, a vivir esa Vida, con mayúscula, que es la única que merece la pena: la otra no vale la pena, se va, como el agua entre las manos, se escapa. En cambio, ¡esta otra Vida!... ¿Qué queréis que os diga? Ya os lo he dicho siempre: que habéis sido llamados por Dios para que seáis santos, para que seamos santos, como enseñaba san Pablo. Sed perfectos así como vuestro Padre celestial es perfecto: esas son las palabras de Cristo. Ser santos es ser dichoso, también aquí en la tierra. Y me preguntaréis, quizá: Padre, y usted ¿ha sido dichoso siempre? Yo, sin mentir, recordaba hace pocos días, no sé dónde fue, que no he tenido nunca una alegría completa; siempre, cuando viene una alegría, de esas que satisfacen el corazón, el Señor me ha hecho sentir la amargura de estar en la tierra, como un chispazo del Amor...Y, sin embargo, no he sido nunca infeliz, no recuerdo haber sido infeliz nunca. Me doy cuenta de que soy un gran pecador, un pecador que ama con toda su alma a Jesucristo. Así que, infeliz, nunca; alegría completa, nunca tampoco. ¡Ay que lío me he hecho! Ayudadme a ser santo; pedir por mi para que sea bueno y fiel. Pero que no se quede todo en palabras; poned también obras, que el ejemplo arrastra...” -“Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre...”


Esta característica de la filiación divina vendría a constituir el cimiento y el eje en torno al cual giraría el espíritu del Opus Dei. Cuenta como se dio cuenta de ello y de cómo Dios quería que la contemplación tuviera lugar también en medio del mundo: la oración en la calle...


-“La oración más subida la tuve...yendo un día en un tranvía y, a continuación vagando por las calles de Madrid, contemplando esa maravillosa realidad: Dios es mi Padre. Sé que, sin poderlo evitar repetía: Abba, Pater! Supongo que me tomarían por loco...” -“Os podría decir hasta cuando, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera oración de hijo de Dios. -“Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos..., en la calle y en un tranvía –una hora, hora y media, no lo sé- Abba, Pater!, tenía que gritar. Aquel día, aquel día quiso de una manera explícita, clara, terminante, que, conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este Padre que está en los cielos que nos dará lo que pidamos en nombre de su Hijo...”


-Alma de Eucaristía,- entrevista de Salvador Bernal a don Javier Echevarría-. En diversos lugares –por ejemplo, Forja, 826 y 835- Mons. Escrivá de Balaguer ha escrito sobre la necesidad de que la vida del cristiano sea esencialmente, ¡totalmente! Eucarística. Lo compendiaba en una frase clásica: alma de Eucaristía. En cierto modo, ese rasgo de su espíritu contemplativo está implícito en la Santa Misa. Pero ofrece algunos elementos específicos.


-“Le gustaba hacer actos de fe explícita en la presencia real de Jesús Sacramentado: creo que estás presente con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad. ¡ Jesús, te adoro! Consideraba la Eucaristía prenda segura de nuestra esperanza. Nos razonaba que, si estando aquí en la tierra y no siendo dignos de recibir al Señor, Él se nos entrega, ¡ imaginaos qué será cuando lo poseamos eternamente en el Cielo !”


-“Nos insistía, a Mons. Álvaro del Portillo y a mí, (sigue don Javier Echevarría) que no pasásemos delante del Tabernáculo, sin decirle que le queréis con toda el alma, que queréis custodiarle en vuestros corazones, que le agradecéis su presencia en el Sagrario para consuelo nuestro, que nos ayude con su fortaleza y su omnipotencia; y, después de hacernos estas consideraciones, agregaba: yo lo hago .”


-“Con esa pasión por Jesús Sacramentado que le consumía, nos rogaba el 26 de febrero de 1970: “ Uníos a mi oración constante. Rezo todo el día y por la noche. Uníos a mi Santa Misa. Haced muchos actos de fe y de amor en la presencia eucarística; y haced muchos actos de desagravio. Decid al Señor que le amáis con toda el alma, que no le queréis hacer sufrir, que deseáis desagraviarle continuamente .


-“Nos repetía constantemente, te doy gracias, Dios mío, porque desde joven me has hecho entrever la maravilla del Amor desde este misterio de la Eucaristía. -“Mientras celebraba la Misa esta mañana, le he dicho a Nuestro señor con el pensamiento: yo te acompaño en todas las procesiones del mundo, en todos los Sagrarios donde te honran, y en todos los lugares donde estés y no te honren .”


-“El Gran Solitario, porque la gente le ha abandonado. No entienden de amor, de comprensión, de entrega. ¡Cómo van a entender, si no quieren acudir a la fuente! Yo pido al Señor, para todo el mundo, para mis hijas, para mis hijos y para mí, que sepamos tratar a Cristo en la Eucaristía. Acudir con fe, con delicadeza, con continuidad. No importan nuestras miserias personales, si estamos en gracia de Dios” -“¡Jesús, que has curado a tantas almas, haz que te vea como Médico Divino en la Hostia Santa


1975: “COMO UN NIÑO QUE BALBUCEA” -Al llegar a la noche y hacer el examen, al echar las cuentas y sacar la suma, ¿sabéis cuál es? Pauper servus et Humilis !


De esta forma hablaba de sí mismo el Fundador del Opus Dei, y quienes lo escuchaban no podían menos de emocionarse al experimentar la verdadera y profunda humildad con que lo decía. Se sentía ante el señor como un siervo pobre e inútil, que quería ser bueno y fiel. Cada noche, antes de retirarse al descanso, rezaba postrado sobre el pavimento el Salmo 50, con aquel verso que tantas veces repitió como jaculatoria: Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies ! (No desprecies, Señor, el corazón contrito y humillado).


El domingo 26 de mayo de 1974, celebró la Santa Misa en el oratorio de un Centro del Opus Dei en Sao Paulo. Después, tomó la palabra, expresando su acción de gracias en voz baja y pausada:


“Es bueno que cada uno de nosotros invoque a su Ángel Custodio, para que sea testigo de este milagro continuo, de esta unión, de esta comunión, de esta identificación de un pobre pecador –eso es cada uno de nosotros, y sobre todo yo, que soy un miserable- con su Dios. “Sabiendo que es Él, le saludamos poniendo la frente en el suelo, con adoración. Serviam ! Nosotros te queremos servir. Le pediremos perdón de nuestras miserias, de nuestros pecados, y nos dolerán los pecados de todo el mundo . Supra dorsum meum fabricaverunt peccatores : sentiremos sobre nuestro pecho ese fardo de iniquidad, de toda la miseria que hay en el mundo, especialmente en estos últimos años. Querremos no sólo pedirle perdón, sino remediar de alguna manera todo esto: ¡desagraviar! “Tendremos que confesar nuestra nada: Señor, ¡no puedo!, ¡no valgo!, ¡no sé!, ¡no tengo!, ¡no soy nada! Pero tu lo eres todo. Yo soy tu hijo, y tu hermano. Y puedo tomar tus méritos infinitos, los merecimientos de tu Madre y los del Patriarca San José, mi Padre y Señor, las virtudes de los Santos, el oro de mis hijos, las pequeñas luces que brillan en la noche de mi vida por la misericordia infinita tuya y mi poca correspondencia. Todo esto te lo ofrezco, con mis miserias, con mi poquedad para que, sobre esas miserias, te pongas Tu y estés más alto.”


Siguen los Apuntes de Salvador Bernal: “El 28 de marzo de 1975 cumplió sus bodas de oro con el sacerdocio. La víspera, el día de Jueves Santo, hacía por la mañana su meditación en el oratorio del Consejo general de la Obra. Estaban con él los otros miembros del Consejo. Se había sentado al fondo. Apenas iniciado ese rato de meditación, comenzó a orar en voz alta. Fue una oración sencilla, improvisada. Sus frases aciertan a compendiar –en la presencia de Dios- la vida de Mons. Escrivá de Balaguer. Vale la pena leer algunas de sus frases, al término de estos rápidos apuntes:


-“ Adauge nobis fidem! ¡Auméntanos la fe!, estaba diciendo yo, diciendo al Señor. Quiere que le pida esto: que nos aumente la fe. Mañana no os diré nada; y ahora no sé lo que voy a decir... Que me ayudéis a dar gracias a Nuestro Señor por ese cúmulo inmenso, enorme, de favores, de providencias, de cariño... ¡de palos!, que también son cariño y providencia. “Señor, ¡auméntanos la fe! Como siempre, antes de ponernos a hablar con intimidad Contigo, hemos acudido a Nuestra Madre del Cielo, a San José, a los Ángeles Custodios. “A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea: estoy comenzando, recomenzando, como en mi lucha interior de cada jornada. Y así, hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de vivir pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones. “Una mirada atrás... Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías... Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del Artista, que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser. “Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ahora ese grito litúrgico – gratias tibi, Deus, gratias tibi !-, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo : gratias tibi, Deus, gratias tibi !, pues no tenemos motivos más que para dar gracias.


“Esta vida que, si es humana, para nosotros tiene que ser también divina, será divina si te tratamos mucho. Te trataríamos aunque tuviésemos que hacer muchas antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ¡Pero no hay que pedir ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia, que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente. “Nos esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas en la oración. Eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto en la especies sacramentales –yo así lo creo firmemente-, al estar real, verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo...


“ Sancta María, Spes nostra, Sedes sapientiae! Concédenos la sabiduría del Cielo, para que nos comportemos de modo agradable a los ojos de tu Hijo, y del Padre, y del Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos sin fin.”

29 de agosto de 2023

EL MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA


EVANGELIO Marcos 6,17-29

En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado. El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.

Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía. Cuando lo escuchaba, quedaba desconcertado, y lo escuchaba con gusto. La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea. La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. 

El rey le dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras, que te lo doy.» 
Y le juró: «Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.» 
Ella salió a preguntarle a su madre: «¿Qué le pido?»
La madre le contestó: «La cabeza de Juan, el Bautista.» 

Entró ella en seguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: «Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista.» 
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. En seguida le mandó a un verdugo que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron.


 PARA TU RATO DE ORACIÓN 


Todos los Evangelios comienzan la vida pública de Jesús con el relato de Su Bautismo en el río Jordán por medio de Juan Bautista. San Lucas, enmarca la entrada en escena del Bautista, con un solemne telón de fondo histórico. El libro de Benedicto XVI "Jesús de Nazaret" también tiene como punto de partida el Bautismo de Jesús en el Jordán, un acontecimiento que tuvo una enorme resonancia en su época. De Jerusalén y de toda Judea acudía la gente a escuchar a Juan el Bautista y a dejarse bautizar por él en el río, confesando sus pecados (cf. Mc 1,5). La fama de Juan creció hasta tal punto que muchos se preguntaron si no sería realmente el Mesías. Pero él -subraya el evangelista- lo negó rotundamente: "Yo no soy el Cristo" (Jn 1,20). Sin embargo, sigue siendo el primer "testigo" de Jesús, habiendo recibido instrucciones del Cielo: "El hombre sobre el que veréis descender el Espíritu y permanecer es el que bautiza en el Espíritu Santo" (Jn 1,33). Esto sucedió precisamente cuando Jesús, habiendo recibido el Bautismo, salió del agua: Juan vio que el Espíritu descendía sobre Él como una paloma. Fue entonces cuando "conoció" la plena realidad de Jesús de Nazaret, y comenzó a darlo a conocer a Israel (Jn 1,31), señalándolo como Hijo de Dios y Redentor del hombre: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).


Observamos como Herodes admira a Juan y le escucha con gusto (v.20) pero termina por decapitarle (v.27) Un gran cambio se produce en poco tiempo. Primero apresa a Juan injustamente, después organiza una fiesta lasciva, hace un juicio temerario, y finalmente le lleva a cometer un delito mucho mayor: el homicidio. Este pasaje nos muestra el poder del pecado. El pecado se comporta como una espiral, nos introduce en un círculo vicioso. Cuando nos dejamos llevar por nuestros pecados, estos nos arrastran a la posibilidad de cometer otros mayores. Por eso, siempre debemos arrepentirnos de cualquier pecado y acudir a la confesión donde Dios nos perdona y podemos recomenzar de nuevo. Con la ayuda de Dios, siempre tenemos la posibilidad de vencer al pecado.


CUANDO APENAS HAN regresado los apóstoles de su primera experiencia evangelizadora, el Nuevo Testamento nos relata la muerte de san Juan Bautista. Esta sucesión de hechos parece sugerir que la misión apostólica exige la misma vida, y que el martirio es la forma suprema de seguir a Jesucristo, por la semejanza entre ambas suertes1. Se nos ofrecen algunos detalles de la muerte de Juan, decapitado en uno de los palacios de Herodes durante la celebración del cumpleaños del rey. A causa de su predicación, valiente e incómoda, y a pesar de la alta estima que le guardaba Herodes, este lo había encarcelado. «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano» (Mc 6,18), había dicho el Bautista. Quien motivó su martirio fue Herodías, la mujer con la que convivía el rey y que odiaba a Juan.

Ciertamente, el compromiso con la búsqueda de la verdad es exigente y afecta a lo más profundo de nuestro ser. «La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz de la cual procede también el “Amén” litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir, “verdadero”, es el Dios vivo»2.

La verdad plena la alcanzamos solo en Jesucristo, quien dijo: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6); la verdad plena es ese encuentro que sacia sin saciar. Al compás de una vida santa, llena de la misericordia de Dios, la verdad crecerá más y más en nosotros. Herodes, y lo mismo le pasará a Pilato durante la Pasión, sacrificó la verdad para evitar complicaciones. Aunque tenía aprecio por Juan y le escuchaba con agrado, se dejó arrastrar por las circunstancias. Es Herodes, más que Juan, quien estaba realmente encadenado: le faltaba el amor fuerte que mueve la libertad hacia el bien y hacia la verdad.


EL MARTIRIO del Bautista tuvo lugar en un ambiente de frivolidad y venganza: un banquete y un baile que llevaron al juramento imprudente; el odio y la rabia de Herodías; la brutalidad de una decapitación. Frente a la fidelidad de Juan se alza una superficialidad que acaba con el asesinato de un hombre inocente.

Herodes desperdició la ocasión de escuchar las palabras y consejos de Juan. Dos años después se encontró con Jesucristo en la mañana del viernes santo y volvió a desaprovechar otra oportunidad. Aunque, entonces, «se alegró mucho de ver a Jesús» porque «había oído muchas cosas sobre él» (Lc 23,8), no reconoció al Salvador. Le miró con curiosidad pero sin apertura de corazón. Teniéndole delante, solo buscó más espectáculo, un hombre que le pudiera asombrar con algún milagro. Jesús, que dialogaba con todo el mundo, sin embargo, «con Herodes, veleidoso e impuro, ni una palabra: (…) ni aun la voz del Salvador escucha»3.

A Juan, Herodes lo decapitó; a Jesucristo, «le despreció, se burló de él poniéndole un vestido blanco y se lo remitió a Pilato» (Lc 23,11). La situación en la que vivía quizás esconde, detrás de una máscara de risas, un profundo vacío de amor, falta de dominio de sí, escasa sensibilidad para lo sobrenatural. Nosotros, en cambio, queremos mirar a Jesús con ojos limpios, con un corazón delicado y abierto a lo sobrenatural. Porque «este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios –la limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón»4.


«ES NECESARIO que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), había dicho Juan a sus discípulos cuando le llegaron noticias de la predicación de Jesús. Su misión estaba cumplida: había visto y señalado al Cordero de Dios. Ya podía dar paso al Mesías, haciéndose a un lado para que Cristo pudiera crecer, ser escuchado y seguido. Con esta misma disposición de ánimo, realista y humilde, se enfrentó a su martirio. «Puesto que derramó su sangre por la verdad –escribe san Beda–, ciertamente la derramó por Cristo»5. Y con su testimonio precedió a la muerte del Señor.

El Bautista, «con la libertad de los profetas, reprendió a Herodes. Encarcelado por esta audacia, no se preocupó de la muerte, ni de un juicio cuyo fin era incierto, sino que, en medio de sus cadenas, sus pensamientos iban dirigidos a Cristo a quien había anunciado»6. San Josemaría veía en la actitud de san Juan un modelo para su vida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que solo Jesús se luzca»7. Esa discreción de san Juan, esa sincera búsqueda de la gloria de Jesús y no la propia, son los rasgos que le permitieron dar el supremo testimonio del martirio.

«La vida cristiana exige, por decirlo así, el “martirio” de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones» “Como auténtico profeta, Juan dio testimonio de la verdad sin componendas. Denunció las transgresiones de los mandamientos de Dios, incluso cuando los protagonistas eran los poderosos. Así, cuando acusó de adulterio a Herodes y Herodías, pagó con su vida, coronando con el martirio su servicio a Cristo, que es la verdad en persona. Invoquemos su intercesión, junto con la de María santísima, para que también en nuestros días la Iglesia se mantenga siempre fiel a Cristo y testimonie con valentía su verdad y su amor a todos.” (Benedicto XVI, Ángelus, 24 de junio de 2007).



28 de agosto de 2023

SAN AGUSTIN

 



EVANGELIO Mateo  23, 1-12


Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos:

«Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo.

Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar "mi maestro" por la gente.

En cuanto a ustedes, no se hagan llamar "maestro", porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen "padre", porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco "doctores", porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías.

Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.»



PARA TU RATO DE ORACION 


Párrafos de un sermón de San Agustín sobre la curación de los ciegos de Jericó 


Cuando salían de Jericó le seguía una gran multitud. Y he aquí que dos ciegos sentados a la vera del camino, al oir que pasaba Jesús se pusieron a gritar: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! La multitud les regañaba para que se callaran, pero ellos gritaban más fuerte diciendo: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! Jesús se paró, los llamó y les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Le respondieron: Señor, que se abran nuestros ojos. Jesús, compadecido, les tocó los ojos y al instante comenzaron a ver, y le siguieron”[1].


¿Qué es, hermanos, gritar a Cristo, sino adecuarse a la gracia del Señor con las buenas obras? Digo esto, hermanos, porque no sea que levantemos mucho la voz, mientras enmudecen nuestras costumbres. ¿Quién es el que gritaba a Cristo, para que expulsase su ceguera interior al pasar El, es decir, al dispensarnos los sacramentos temporales, con los que se nos invita a adquirir los eternos? ¿Quién es el que grita a Cristo? Quien desprecia el mundo, llama a Cristo. Quien desdeña los placeres del siglo, clama a Cristo. Quien dice, no con la lengua, sino con la vida, “el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”[2], ése es el que grita a Cristo.


CONSIDERAD, HERMANOS, QUE EN MEDIO DE AQUELLA MUCHEDUMBRE QUE IMPEDÍA GRITAR, ALLÍ MISMO FUERON SANADOS LOS QUE CLAMABAN

Llama a Cristo quien reparte y da a los pobres, para que su justicia permanezca por los siglos de los siglos[3]. Quien escucha y no se hace el sordo —“vended vuestras bienes y dad limosna; haceos bolsas que no envejecen, un tesoro que no se agota en el Cielo”[4]— como si oyese el sonido de los pasos de Cristo que pasa, al igual que el ciego, clame por estas cosas, es decir, hágalas realidad. Su voz esté en sus hechos. Comience a despreciar el mundo, a distribuir sus posesiones al necesitado, a tener en nada lo que los hombres aman. Deteste las injurias, no apetezca la venganza, ponga la mejilla al que le hiere, ore por los enemigos; si alguien le quitare lo suyo, no lo exija; si, al contarrio, hubiera quitado algo a alguien, devuélvale el cuádruplo.


Una vez que haya comenzado a obrar así, todos sus parientes, afines y amigos se alboratarán. Quienes aman el mundo se le pondrán en contra: “¿Qué haces, loco? ¡No te excedas!: ¿acaso los demás no son cristianos? Eso es idiotez, locura”. Cosas como ésta grita la turba para que los ciegos no clamen. La turba reprendía a los que clamaban, pero no tapaba sus clamores.


Comprendan cómo han de obrar quienes desean ser sanados. También ahora pasa Jesús: los que se hallan a la vera del camino, griten. Tales son los que le honran con los labios, pero su corazón está alejado de Dios[5]. A la vera del camino están aquellos de corazón contrito a quienes dio órdenes el Señor. En efecto, siempre que se nos leen las obras transitorias del Señor, se nos muestra a Jesús que pasa. Porque hasta el fin de los siglos no faltarán ciegos sentados a la vera del camino. Es necesario que levanten su voz.


La muchedumbre que acompañaba al Señor reprendía el clamor de los que buscaban la salud. Hermanos, ¿os dais cuenta de lo que digo? No sé de que modo decirlo, pero tampoco cómo callar. Esto es lo que digo, y abiertamente. Temo a Jesús que pasa y se queda, y no puedo callarlo: los cristianos malos y tibios obstaculizan a los buenos cristianos, a los verdaderamente llenos de celo y deseosos de cumplir los mandamientos de Dios, escritos en el Evangelio. La misma turba que está con el Señor, calla a los que claman; es decir, obstaculiza a los que obran el bien, no sea que con su perseverancia sean curados.


Clamen ellos, no se cansen ni se dejen arrastrar por la autoridad de la masa; no imiten siquiera a los que, cristianos desde antiguo, viven mal y sienten envidia de las buenas obras. No digan: “¡Vivamos como la gran multitud!”. ¿Y por qué no como ordena el Evangelio? ¿Por qué quieres vivir conforme a la reprensión de la turba que impide gritar, y no según las huellas de Cristo que pasa? Te insultarán, te vituperarán, te llamarán para que vuelvas atrás. Tú clama hasta que tu grito llegue a oídos de Jesús. Pues quienes perseveraren en obrar lo que ordenó Cristo, sin hacer caso de la muchedumbre que lo prohibe, y no se ensoberbecieren por el hecho de que parecen seguir a Cristo —esto es, por llamarse cristianos—, sino que tuvieren más amor a la luz que Cristo les ha de restituir que temor al estrépito de los que les prohiben; éstos en modo alguno se verán separados: Cristo se detendrá y los sanará (...).


En pocas palabras, para terminar este sermón, hermanos, en aquello que tanto nos toca y nos angustia, ved que es la muchedumbre la que reprende a los ciegos que gritan. Todos los que estáis en medio de la turba y queréis ser sanados, no os asustéis. Muchos son cristianos de nombre e impíos por las obras: que no os aparten de haced el bien. Gritad en medio de la muchedumbre que os reprende, os llama para que volváis atrás, os insulta y vive perversamente.


Mirad que los malos cristianos no sólo oprimen a los buenos con las palabras, sino también con las malas obras. Un buen cristiano no quiere asistir a los espectáculos: por el mismo hecho de frenar su concupiscencia para no acudir al teatro, ya grita en pos de Cristo, ya clama que le sane: “Otros van —dirá—, pero serán paganos, o judíos”. Si los cristianos no fueran a los teatros, habría tan poca gente, que los demás se retirarían llenos de vergüenza. Pero los cristianos corren también hacia allá, llevando su santo nombre a lo que es su perdición.


Clama, pues, negándote a ir, reprimiendo en tu corazón la concupiscencia temporal, y manténte en ese clamor fuerte y perseverante ante los oídos del Salvador, para que se detenga y te cure. Clama aun en medio de la muchedumbre, no pierdas la confianza en los oídos del Señor. Aquellos ciegos no gritaron desde el lado en el que no estaba la muchedumbre, para ser oídos desde allí, sin el estorbo de quienes les prohibían. Clamaron en medio de la turba y, no obstante, el Señor les escuchó. Hacedlo así vosotros también, en medio de los pecadores y lujuriosos, en medio de los amantes de las vanidades mundanas. Clamad ahí para que os sane el Señor. No gritéis desde otra parte, no vayáis a los herejes para clamad desde allí. Considerad, hermanos, que en medio de aquella muchedumbre que impedía gritar, allí mismo fueron sanados los que clamaban.

26 de agosto de 2023

Las causas del desasosiego

 


Evangelio (Mt 23, 1-12)




Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciendo:




—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar rabí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado”.




PARA TU RATO DE ORACION




Las palabras que el Señor pronuncia en el evangelio de hoy son duras. Son una denuncia clara y directa de un comportamiento que no es agradable a Dios: la hipocresía.




La cuestión es que la hipocresía tampoco es bien vista a ojos humanos. Por eso, es muy fácil empatizar con lo que dice Jesús y darle la razón. Sin embargo, lo que no es tan fácil es examinar el propio corazón y plantearse hasta qué punto lo que dice el Señor se nos aplica a nosotros. Porque la hipocresía es tan desagradable como sutil.




Atan cargas pesadas e insoportables. Podríamos preguntarnos: ¿mi vida, mis palabras, mis actitudes, hacen más fácil y andadero el camino de la santidad para los demás, o por el contrario lo hacen más insoportable? ¿La imagen del cristianismo que resulta de mi forma de comportarme es la de una carga pesada o la de un camino de felicidad?




Sin duda, es muy fácil decirle a los hijos, o al cónyuge, o a un hermano, que deben comportarse de determinada manera. Sin embargo, ¿lo hacemos nosotros? ¿Perciben los demás, no por nuestras palabras, sino por nuestras obras, la importancia de sonreír siempre, de tratar bien a todos, de no criticar a nadie a sus espaldas, de no decir mentiras?




San Josemaría cultivó a lo largo de su vida un deseo, al cual nos invitaba a sumarnos: “pongamos generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando, y les resulte más amable su lucha” (Amigos de Dios, n. 228). Es a eso a lo que nos estimula Jesús con sus palabras: a darnos cuenta de que no estamos aquí para hacer más difícil la vida de los demás. Estamos llamados a ser facilitadores de la santidad de todos los que nos rodean.




¿Cuál es el mejor modo de hacerlo? Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. En primer lugar, con nuestro ejemplo, con nuestra caridad traducida en obras de servicio.




Así lo entendió también san Pablo: “llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gálatas 6, 2). Los fariseos aumentaban la carga de los demás, nosotros estamos llamados a aligerarla, tal como hace el Señor (cfr. Mateo 11, 28).




A Dios nadie le ha visto jamás [1], afirma la Sagrada Escritura. Mientras vivimos en esta tierra, no tenemos un conocimiento inmediato de la esencia divina; entre Dios y el hombre hay una distancia infinita, y sólo Él, adecuándose a la condición del ser humano, ha podido franquearla por medio de su revelación. Dios se ha manifestado a los hombres en la creación, en la historia de Israel, en las palabras que dirige a través de los profetas, y, finalmente, en su propio Hijo, que es la revelación última, completa y definitiva; la epifanía misma de Dios: el que me ha visto a mí ha visto al Padre [2].




¡Un Dios que se hace hombre! Es para sorprenderse. Un Dios que, en Cristo, ve y se deja ver, oye y se deja oír, toca y se deja tocar; que se abaja a la condición humana y se vale de los sentidos para hacernos entender la llamada a la intimidad de su amor, a la santidad. El asombro ante la Encarnación del Verbo mueve a contemplar con veneración las acciones, gestos y palabras de Jesús. Cuando así se hace, se descubre que todo en la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta la muerte en la Cruz, está empapado de humildad, pues siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz [3].




La humildad, morada de la caridad




El mensaje de amor de Dios nos ha llegado a través del abajamiento del Hijo. La humildad es una nota distintiva básica, uno de los cimientos de la auténtica vida cristiana, porque es la morada de la caridad. San Agustín afirma: «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[4]. En la humildad del Verbo encarnado, además de mostrarse la hondura del amor de Dios por nosotros, se nos enseña el camino real que conduce a la plenitud de ese amor.




La vida cristiana consiste en la identificación con Cristo: sólo en la medida en que nos unimos a Él somos introducidos en la comunión con el Dios viviente, fuente de toda caridad, y nos hacemos capaces de amar a los demás hombres con su mismo amor [5]. Ser humilde como lo fue Cristo significa servir a todos, muriendo al hombre viejo, a las tendencias que el pecado original desordenó en nuestra naturaleza. Por eso, el cristiano entiende que "las humillaciones, llevadas por amor, son sabrosas y dulces, son una bendición de Dios" [6]. Quien así las recibe, se abre a toda la riqueza de la vida sobrenatural y puede exclamar con San Pablo: perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él [7].




Las causas del desasosiego




En contraste con el profundo gozo interior que proviene de la humildad, la soberbia no produce sino inquietud e insatisfacción. La soberbia lleva a orientar las cosas hacia el propio yo, y a analizar cuanto sucede desde una perspectiva exclusivamente subjetiva: si una cosa agrada o no, si supone una ventaja o requiere esfuerzo...; y no considera si se trata de algo bueno en sí mismo o para los demás. Ese egocentrismo lleva a juzgar que los otros actúan y piensan según las categorías que uno tiene, y a moverse con la pretensión, más o menos explícita, de que deben comportarse como se desea. Así se explica que un hombre soberbio sea víctima de frecuentes enfados cuando considera que no se le tiene suficientemente en cuenta, o que se entristezca al advertir los propios errores o las mejores cualidades de los demás.




Cuando uno se deja llevar por la soberbia, aunque trate de buscar su propia complacencia, siempre alberga un punto de desasosiego. ¿Qué le falta para ser feliz? Nada, porque lo tiene todo; y todo, porque ha perdido de vista lo fundamental: su capacidad para darse al otro. Su comportamiento ha forjado un modo de ser que le dificulta hallar la verdadera felicidad. Así lo advertía el fundador del Opus Dei: "si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos (...). Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida" [8].




La soberbia es siempre un eco de aquella primera rebelión con la que el hombre trató de suplantar a Dios, y cuya consecuencia fue la pérdida de la amistad con el Creador y de la armonía consigo mismo. El individuo orgulloso confía tanto en sus potencialidades, que llega a olvidar su naturaleza necesitada de redención. Por eso, no sólo la enfermedad física, sino incluso la inevitable experiencia de los límites, defectos y miserias, le desconcierta e incluso le puede llegar a desesperar. Vive apegado de tal modo a sus propios gustos y opiniones, que no consigue apreciar ni valorar positivamente una visión distinta a la suya. Por eso, no logra resolver sus conflictos interiores y está sujeto a reiteradas discrepancias con los demás. Esta dificultad de someterse a otras voluntades le conduce a no aceptar tampoco el querer de Dios: fácilmente se convencerá de que no es posible que Dios le pida aquello que él no desea, y puede suceder que hasta la misma conciencia de ser una criatura dependiente de Dios se convierta para él en objeto de resentimiento.




La fuerza de atracción de la humildad




Para la persona humilde, en cambio, confrontarse con la gloria de Dios es causa de alegría, más aún, el único motivo de verdadero júbilo. Es cierto que, al ponerse delante de Él, descubre su finitud y su pequeñez; pero su condición de criatura, lejos de ser ocasión de tristeza o desesperanza, es fuente de íntimo gozo. La humildad es una luz que hace descubrir al hombre la grandeza de su propia identidad, como ser personal capaz de dialogar con el Creador, y aceptar su dependencia de Él con completa libertad.




El alma de la persona humilde experimenta la mayor plenitud interior cuando advierte que el Ser absoluto es un Dios personal de magnificencia infinita, que nos ha creado, nos mantiene en la existencia y se nos revela con un rostro humano en Jesucristo. Conocer la generosidad divina, su condescendencia para con sus criaturas, lleva a quien es humilde a disfrutar contemplando la belleza de las cosas creadas, en las que descubre un reflejo del amor de Dios; y le mueve al deseo de compartir con los demás ese permanente deslumbramiento.




Las reacciones del soberbio y del humilde son también muy distintas ante la llamada de Dios. El soberbio se esconde en una actitud de falsa modestia, alegando que tiene pocos méritos, porque no desea renunciar al mundo que ha construido para sí; la persona humilde, en cambio, no se detiene a juzgar si es demasiado poca cosa para alcanzar la santidad. Le basta percibir la invitación a entrar en comunión con Dios para aceptarla con alegría, por mucho que le desconcierte.




Quienes –como es el caso de los santos– luchan por ser verdaderamente humildes, adquieren una personalidad que atrae a los demás. Con su comportamiento habitual consiguen crear en torno a sí un remanso de paz y de alegría, porque reconocen el valor de los otros. Los aprecian verdaderamente y, por eso, en su conversación, en la vida en familia o en el trato con colegas y amigos, saben comprender y disculpar; les mueve el interés de ayudar y convivir con todos: son capaces de reconocer lo que deben a quienes les rodean, sin pretender ni reclamar derechos. A su lado, en definitiva, se palpa el amor de Dios que anima sus vidas: uno se encuentra en confianza, no se siente juzgado, sino querido.




Recomenzar a aprender a ser humildes




Con frecuencia la causa del agobio o del pesimismo, que a veces nos invaden, no está en la pequeñez humana o en el esfuerzo que debemos realizar ante una determinada tarea, sino en ver las cosas con una perspectiva demasiado centrada en el yo. "¿Por qué nos entristecemos los hombres?", preguntaba San Josemaría. Y respondía: "porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos" [9].








Se puede probar cierta sensación de tristeza ante las dificultades propias o ajenas; ante algunos defectos que se perciben con más rigor que en el pasado o que se creían superados; ante la imposibilidad de alcanzar objetivos profesionales o apostólicos, perseguidos con ilusión y esfuerzo durante mucho tiempo. También se puede experimentar la rebeldía de no querer aceptar algunos acontecimientos o circunstancias que contrarían y hacen sufrir. Siempre, pero especialmente en tales momentos, resulta necesario, como aconsejaba don Álvaro en una de sus cartas, que renovemos el propósito de recomenzar a aprender a ser humildes [10]: pidiendo al Señor la humildad, su humildad, y acudiendo a la Virgen para que nos enseñe y nos dé fuerza. Este es el sentido de las palabras del Señor: venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera [11]. Por eso cada día el alma enamorada aprende a ser humilde en la oración: “La oración es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo" [12]. Sólo se recupera la paz cuando, en lugar de razonar y reflexionar en nuestro interior sobre lo que nos pasa, procuramos dejar de lado esas preocupaciones y volvemos a Cristo.




"Alma, calma" [13]. Estas palabras, que tanto gustaban al Fundador, sintetizan todo un programa de vida por el que el alma, contando con la gracia divina, se enfrenta con ardor y prudencia a cualquier dificultad. Cuando se vive así, se cumple lo que enseñaba San Josemaría: "todas aquellas contradicciones que tantas veces nos han hecho sufrir, no han sido causa de que perdiésemos en ningún momento la alegría ni la paz, porque hemos podido experimentar cómo el Señorsaca dulzura –miel sabrosa– de las rocas áridas de la dificultad: de petra, melle saturavit eos (Ps 80, 17)" [14].



El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado. María Santísima nos enseña que la humildad no se trata simplemente de sentirse humildes: se trata de poner real y efectivamente nuestra vida al servicio de los demás. Es por eso que Ella se convirtió en la mejor facilitadora del camino hacia Dios, hasta el punto de que la Iglesia la invoca como Puerta del Cielo.




25 de agosto de 2023

LIBERTAD PERSONAL

 



Evangelio (Mt 22, 34-40)


“En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:


—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?


Él le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente”. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.


PARA TU ORACION PERSONAL 


Por algún motivo, a los hombres nos cuesta creer a Dios, aceptar sus palabras. Nos dice las cosas una y otra vez, y sin embargo, parece como si no entendiéramos, o no quisiéramos entender. Le hacemos explicar lo mismo de manera reiterada.


La historia se repite desde Adán y Eva hasta hoy. A ellos se les dijo que tomar el fruto de un árbol les acarrearía la muerte, y sin embargo, lo hicieron. Las consecuencias se siguen notando todavía hoy.


Algo parecido sucede con los mandamientos. Hoy vemos que a Jesús se le cuestiona sobre cuál es el principal entre todos. Y el Señor no hace más que invocar la Shemá Israel, que todos los judíos aprendían desde niños y que tenían en los labios desde hace siglos: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6, 5). A esto añade otro precepto antiguo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19, 18).


Sabemos que la respuesta de Jesús es consecuencia de una pregunta que le hicieron para tentarle. Lamentablemente, muchas veces nosotros no estamos exentos de ese comportamiento.


¿No tenemos acaso todo lo que se ordena a nuestra salvación puesto por escrito y en la tradición? Tenemos la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia, el Magisterio de los Romanos Pontífices. Tenemos, además, la posibilidad de acceder a los sacramentos y a la dirección espiritual. La vía la tenemos trazada, y sin embargo, no nos dejamos convencer por ella. Dios nos habla muchas veces y de muchos modos (cfr. Hebreos 1, 1), pero nosotros seguimos haciendo preguntas que ya están contestadas.


Por eso, el evangelio de hoy puede ser una llamada para que atendamos la invitación del apóstol Santiago: “quien considera atentamente la ley perfecta de la libertad y persevera en ella — no como quien la oye y luego se olvida, sino como quien la pone por obra — ése será bienaventurado al llevarla a la práctica” (Santiago 1, 25). De eso se trata la vida del cristiano: de conducirse por una lex perfecta libertatis, lo cual requiere estudiarla y asimilarla a fondo en la propia vida.


Lo que nos da libertad es amar a Dios y al prójimo, y es eso lo que nos lleva a la felicidad. Ese es el motivo por el cual el Señor nos da mandamientos. De hecho, antes de otorgar el precepto, Él mismo anuncia cuál es el destino de los que así viven: “ Escucha, pues, Israel, y esmérate en cumplir lo que te hará feliz” (Deuteronomio 6, 3). Ojalá nos convenzamos por fin.


LIBERTAD PERSONAL 


La libertad personal e individual, es el valor constitutivo de cada persona, fundamento de sus deberes y derechos, conforme al cual cada persona puede decidir autónomamente sobre las cuestiones esenciales de su vida.


En el Opus Dei, estamos dando vueltas siempre en torno a la libertad y a la responsabilidad personal de los miembros de la Obra, que es esencial en la espiritualidad del Opus Dei y que explica la rápida difusión en el mundo entero de esta institución, eminentemente secular y comprensible sólo si se acepta su carácter sobrenatural como único denominador común. Porque, ¿qué otra cosa podría unir a gentes tan distintas, de origen tan diverso y de tantos países?... ¿Qué otra cosa podría atraer a su labor incluso a personas de otras religiones o de ninguna?...


Mons. Julián Herranz –en un artículo publicado en Cristianos Corrientes– ha estudiado a fondo este tema de la libertad y la responsabilidad personal de los cristianos, enlazando con rigor la más límpida tradición de la Iglesia con la encíclica Mater et Magistra de Juan XXIII y con la vida práctica de millones de personas.


Los miembros del Opus Dei –repetía Mons. Escrivá de Balaguer desde 1928– se unen «exclusivamente para recibir ayuda espiritual y formación cristiana, y para colaborar en las obras apostólicas de la Obra». No juntan sus esfuerzos, por tanto, para perseguir ningún fin de carácter temporal, ni el Opus Dei puede intervenir en esas actividades temporales de sus miembros, que son actividades de índole personal y privada. El Opus Dei se preocupa sólo de la formación religiosa y de la atención espiritual de los fieles de la Prelatura: en consecuencia, cada uno conserva la autonomía y la libertad para seguir –con plena responsabilidad personal– en sus actividades seculares la opinión que le parezca razonable, de acuerdo con la fe católica y con sus propios criterios particulares.


Porque –y aquí está la raíz jurídica del tema– la dependencia de los miembros a la Prelatura no se extiende al trabajo profesional o a las doctrinas políticas, económicas, etc., como sabe explícitamente toda persona desde el mismo momento de su incorporación al Opus Dei.


La Declaratio de la S. Congregación para los Obispos, publicada por orden de Juan Pablo 11 el 23–VIII82, despejaba todo género de dudas sobre el particular:


«Por lo que se refiere a sus opciones en materia profesional, social, política, etc., los fieles laicos que pertenecen a la Prelatura –dentro de los límites de la fe y de la moral católicas y de la disciplina de la Iglesia– gozan de la misma libertad que los demás católicos, conciudadanos suyos; por tanto, la Prelatura no hace suyas las actividades profesionales, sociales, políticas, económicas, etc., de ninguno de sus miembros


«Procede así el Opus Dei –explica Mons. Herranz– no por prudencia humana, táctica o comodidad, sino porque tiene plena conciencia de su participación en la única misión de la Iglesia, la salvación de las almas. Hay, sí, unos principios éticos generales de actuación temporal que, por ser propios del espíritu cristiano, han de ser también propios de todos los miembros del Opus Dei: respeto y defensa del Magisterio de la Iglesia; nobleza y lealtad de conducta, que favorece la caridad en el trato social; comprensión y respeto de las opciones ajenas; capacidad de sacrificarse en el servicio de los intereses de la comunidad civil, etc.


»Son principios éticos de conducta que tienen categoría de elemento básico, de cimiento; sobre él, luego, cada uno construye lo que puede, su propia opinión y actuación concreta, eligiendo libremente entre las diversas soluciones profesionales, sociales y políticas opinables, la que más le convenza. "Con esta bendita libertad nuestra –ha dicho Mons. Escrivá de Balaguer– el Opus Dei no puede ser nunca, en la vida política de un país, como una especie de partido político: en la Obra caben –y cabrán siempre– todas las tendencias que la conciencia cristiana pueda admitir, sin que sea posible ninguna coacción por parte de los directores internos"».


Las consecuencias prácticas de esta libertad, que está en la entraña del Opus Dei y que es condición esencial de su existencia, son tan variadas como el número de miembros y como las situaciones en que cada uno de ellos puede encontrarse a lo largo de su vida. «Si uno del Opus Dei –afirmaba, en marzo de 1962, la revista austríaca Der Grosse Entschluss–, que es zapatero, trabaja en una zapatería, no es el Opus Dei el que se dedica a hacer zapatos. Si uno que es economista y hombre de negocios, se asocia con otras personas para trabajar y poner en marcha una fábrica de automóviles, un banco o una empresa publicitaria, no es ciertamente el Opus Dei el que se dedica a fabricar automóviles, a realizar operaciones de banca o a anunciar frigoríficos. Todas esas son ocupaciones y actividades profesionales en las que trabaja el abogado, el zapatero, o el hombre de negocios, que es miembro del Opus Dei; como quizá también trabajarán en estas mismas actividades y empresas otros abogados, zapateros u hombres de negocios que serán, por ejemplo, miembros de la Acción Católica o de los Caballeros de Colón, o simplemente socios del Automóvil Club».





24 de agosto de 2023

San Bartolomé Apóstol Un hombre de oración



EVANGELIO Jn 1, 45-51


En aquel tiempo, Felipe se encontró con Natanael y le dijo: "Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y también los profetas. Es Jesús de Nazaret, el hijo de José". Natanael replicó: "¿Acaso puede salir de Nazaret algo bueno?" Felipe le contestó: "Ven y lo verás".


Cuando Jesús vio que Natanael se acercaba, dijo: "Éste es un verdadero israelita en el que no hay doblez". Natanael le preguntó: "¿De dónde me conoces?" Jesús le respondió: "Antes de que Felipe te llamara, te vi cuando estabas debajo de la higuera". Respondió Natanael: "Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel". Jesús le contestó: "Tú crees, porque te he dicho que te vi debajo de la higuera. Mayores cosas has de ver". Después añadió: "Yo les aseguro que verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre".


 PARA TU RATO DE ORACION 


El Señor pensó en Moisés para una misión crucial: guiar a su pueblo en una nueva etapa de la historia de la salvación. Con su cooperación, Israel fue liberado de la esclavitud en Egipto y conducido hasta la tierra prometida. Por su mediación, el pueblo judío recibió las tablas de la Ley y las bases del culto a Dios. ¿Cómo llegó Moisés a ser lo que fue? ¿Cómo alcanzó esa sintonía con Dios que, con el tiempo, lo llevó a ser un gran bien para tantas personas, nada menos que a todo su pueblo y a todos los que vendríamos después?

Aunque Moisés había sido escogido por Dios desde su nacimiento —basta considerar su milagrosa supervivencia de la persecución del Faraón—, es curioso que no haya encontrado al Señor hasta pasados muchos años. En su juventud no parecía más que un hombre común, ciertamente preocupado por los de su raza (cfr. Ex 2,15). Tal vez lo que mejor explica esa transformación fue su capacidad de escuchar al Señor[1]. De modo semejante, para llegar a ser lo que estamos llamados a ser, también nosotros necesitamos transformarnos a través de la escucha. Es verdad que no es fácil llegar a experimentar lo que nos cuenta el libro del Éxodo, que «el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33,11). Es un proceso que suele llevar años —la vida entera— y muchas veces es preciso recomenzar a aprender a hacer oración, como si estuviéramos en los inicios de nuestro diálogo con el Señor.

«¡Moisés, Moisés!»

Descubrir la necesidad de la oración es saber que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que, siguiendo esa lógica, también él nos habló primero: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo...» (Gn 1,27-28)[2]. Dios, que tomó la iniciativa para crearnos por amor y para elegirnos a una misión determinada, también se nos adelanta en la vida de oración. En nuestro diálogo con el Señor es él quien pronuncia la primera palabra.

DIOS SE NOS ADELANTA EN LA VIDA DE ORACIÓN PRONUNCIANDO ÉL LA PRIMERA PALABRA

Esta palabra inicial puede reconocerse ya en el deseo de Dios, que él mismo ha sembrado en nuestro corazón y que se despierta por mil experiencias distintas. La primera aparición a Moisés tuvo lugar en el Horeb, también llamado «el monte de Dios». Allí, «el ángel del Señor se le manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la zarza ardía pero no se consumía. Y se dijo Moisés: “Voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza”» (Ex 3,2-3). No es mera curiosidad ante un evento extraordinario, sino la clara percepción de que algo trascendente, superior a él mismo, está sucediendo. En nuestra vida, también nosotros podemos sorprendernos ante hechos que nos abren una dimensión más honda de la realidad. Puede ser un descubrimiento íntimo, de algo que tal vez antes nos había pasado inadvertido: intuimos la presencia de Dios al reconocer alguno de sus dones, o al ver cómo las contradicciones nos han hecho madurar y nos han preparado para afrontar distintas circunstancias o tareas. Puede ser también un descubrimiento en la realidad que nos rodea: la familia, los amigos, la naturaleza… De un modo u otro, experimentamos la necesidad de orar, de agradecer, de pedir… y nos dirigimos a Dios. Ese es el primer paso.

«Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo llamó de entre la zarza: —¡Moisés, Moisés! Y respondió él: —Heme aquí» (Ex 3,4). El diálogo se establece cuando nuestra mirada se encuentra con la de Dios, que ya nos estaba mirando. Y las palabras —si es que son necesarias— fluyen cuando dejamos que vengan primero las suyas. Si lo intentamos solos, no podremos orar. Más bien, conviene poner los ojos en el Señor y recordar su promesa consoladora: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Así pues, una fe confiada en Dios es ingrediente básico de cualquier oración sincera. A menudo, el mejor modo de comenzar a orar es pedir al Señor que él nos enseñe. Es lo que hicieron los apóstoles y es el camino que san Josemaría nos animó a recorrer: «Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura»[3].

«Quítate las sandalias de los pies»

Al finalizar unos días de retiro espiritual, la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri escribía a san Josemaría: «De mi trato íntimo con Dios, de mi oración, etc., ya le he hablado otras veces: cuando pongo un poco de mi parte el Señor me lo hace fácil y me rindo del todo»[4]. La iniciativa de la oración —y la oración misma— son un don de Dios. Al mismo tiempo, conviene también preguntarse qué papel nos corresponde a nosotros. El diálogo con el Señor es una gracia y, por lo mismo, no es algo meramente pasivo, pues para recibir se necesita, de alguna manera, querer recibirla.

UNA ACTITUD DE REVERENCIA Y ADORACIÓN AYUDA PARA DARNOS CUENTA DE ANTE QUIÉN ESTAMOS

Aparte de disponerse en modo receptivo, ¿qué más se puede hacer para tener una vida de oración intensa? Un buen comienzo puede ser darnos cuenta de ante quién estamos, respondiendo con una actitud de reverencia y de adoración. En el diálogo del monte Horeb, «dijo Dios: —No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada. Y añadió: —Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Moisés se cubrió el rostro por temor a contemplar a Dios» (Ex 3,5-6).

Quitarse las sandalias y cubrirse el rostro fue la respuesta del más grande profeta del pueblo de Israel en su primer encuentro con Dios. Con esos gestos expresaba su conciencia de estar delante del Dios trascendente. Algo parecido podemos hacer nosotros cuando nos acercamos a Jesús en el sagrario en una actitud de adoración. Durante una vigilia de oración, ante Jesús sacramentado, Benedicto XVI se expresaba con palabras que nos hablan de cómo adorar al Señor: «Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cfr. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe»[5].

La actitud de adoración puede manifestarse en nuestra oración de distintos modos. Ante el Santísimo, por ejemplo, nos arrodillamos, como un signo de nuestra pequeñez ante Dios. Y cuando, por diversas circunstancias, no sea posible rezar ante el Santísimo, podemos realizar actos equivalentes como mirar al interior de nuestra alma para descubrir allí al Señor, y poner el alma de rodillas, recitando con calma cada palabra de la oración inicial o de otra oración que nos recuerde que estamos en su presencia.

La nube lo cubrió

En un segundo momento de su diálogo con Dios, Moisés recibió las tablas de la Ley. La escena es tremenda y, a la vez, de gran intimidad: «La gloria del Señor se posó sobre el monte Sinaí. La nube lo cubrió durante seis días; al séptimo el Señor llamó a Moisés de en medio de la nube. La gloria del Señor se manifestaba a los ojos de los hijos de Israel como un fuego devorador sobre la cima del monte. Moisés penetró dentro de la nube y subió a la montaña, y permaneció en la montaña cuarenta días y cuarenta noches» (Ex 24,16-18).

Esa nube, aparte de manifestar la gloria de Dios y ser figura anticipada de la presencia del Espíritu Santo, permitía un ambiente de intimidad en el diálogo entre el profeta y su creador. Esto nos muestra que para orar es necesario ejercitarse en algunas destrezas que faciliten la intimidad con Dios: amor al silencio, exterior e interior; constancia; y una disciplina de la escucha que permita percibir su voz.

A veces nos cuesta valorar el silencio y, si en la oración no oímos nada, tendemos a llenar el tiempo de palabras, lecturas, o incluso imágenes y sonidos. Pero es posible que, aunque lo hagamos con buena intención, de esa manera no logremos escuchar al Señor. Tal vez necesitamos una conversión al silencio, que es más que un mero callar. San Josemaría recogió un apunte durante el verano de 1932 –posteriormente recogido en Camino– que muestra de modo gráfico cómo el diálogo con Dios siempre tendrá que pasar por esta ruta: «El silencio es como el portero de la vida interior»[6].

Mientras los sonidos externos y las pasiones internas nos apartan de nosotros mismos, el silencio nos recoge y nos lleva a interrogarnos sobre nuestra propia vida. El activismo o la locuacidad en la oración no nos acercan a Dios, ni nos permiten tampoco una actividad profunda. Con la agitación no queda tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en profundidad, mientras que el silencio —interior y exterior— nos conduce al encuentro con el Señor, a maravillarnos ante él. En efecto, la oración necesita un silencio que no sea meramente negativo, vacío, sino que esté lleno de Dios, que nos lleve a descubrir su presencia. Como apuntaba la beata Guadalupe: «Profundizar en ese silencio hasta llegar a donde solo está Dios; donde ni los ángeles, sin permiso nuestro, pueden entrar». Y allí, «adorar a Dios, alabarle y decirle cosas tiernas»[7]. Ese es el silencio que permite escuchar a Dios.

Se trata, en definitiva, de centrar nuestra atención —inteligencia, voluntad, afectos— en Dios, para dejarnos interpelar por él. Por eso, podemos hacernos las preguntas que sugería el papa Francisco: «¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras?»[8].

LA ORACIÓN NECESITA UN SILENCIO QUE NO SEA VACÍO, SINO QUE ESTÉ LLENO DE DIOS

Junto al silencio, es igualmente necesaria la constancia, porque orar es costoso. Supone tiempo y esfuerzo, como sucedió a Moisés, que estuvo seis días cubierto por la nube, y solo al séptimo recibió la palabra del Señor. Se requiere, en primer lugar, una constancia exterior para mantener un horario más o menos fijo de oración y una duración concreta. Esta fue una recomendación constante en la vida de san Josemaría: «Meditación. —Tiempo fijo y a hora fija. —Si no, se adaptará a la comodidad nuestra: esto es falta de mortificación. Y la oración sin mortificación es poco eficaz»[9]. Esa constancia, si está movida por el amor, será la puerta de entrada para un trato de amistad con Dios que estará cuajado de conversación, ya que él no se impone: solo nos habla si nosotros lo deseamos. La constancia, por nuestra parte, es una forma de manifestar y cultivar un deseo ardiente de recibir sus palabras de cariño.

Además de la constancia exterior, se requiere una constancia interior, como parte de la disciplina de la escucha: necesitamos centrar la inteligencia que se dispersa, mover la voluntad que no termina de querer y alimentar los afectos que algunas veces no acompañan. Esto puede cansar, sobre todo si hay que hacerlo frecuentemente porque los estímulos que nos distraen son muchos. Al mismo tiempo, la escucha disciplinada no se puede confundir con un excesivo rigorismo o con unos ejercicios de concentración demasiado metódicos, porque la oración fluye de acuerdo con muchas circunstancias. Fundamentalmente fluye por donde Dios permite —«el viento sopla donde quiere» (Jn 3,8)—, pero también corre de acuerdo con nuestra situación particular. A veces pasamos largos ratos pensando en las personas a quienes amamos, pidiendo al Señor por ellas, y eso puede ser ya un diálogo de amor.

Algunos consejos concretos que facilitan una escucha disciplinada pueden ser: huir de la actitud multitarea para poder enfocarse y estar presente durante el diálogo, sin estar pensando en otras cosas; fomentar la disposición de quien va a aprender, reconociendo humildemente nuestra nada y su todo, tal vez sirviéndonos de jaculatorias o breves oraciones; formular al Señor preguntas abiertas, dejándole espacio para que nos responda cuando quiera, o simplemente diciéndole que estamos dispuestos a hacer lo que nos indique; seguir el ritmo y el rumbo por donde nos lleven las consideraciones de su amor, evitando las distracciones con otros pensamientos colaterales; aprender a tener la mente abierta para dejarnos sorprender por él y para soñar con los sueños de Dios, sin pretender controlar demasiado la oración. De este modo, nos vamos abriendo al misterio y a la lógica del Señor, y eso nos permite aceptar con paz el hecho de desconocer por dónde nos llevará.

«Muéstrame tu gloria»

Al comenzar un rato de oración, tenemos la expectativa razonable de que el Señor nos hablará —como de hecho sucede algunas veces—. Sin embargo, podría frustrarnos que al finalizar ese encuentro no hayamos escuchado nada, o muy poco. En cualquier caso, es preciso mantener la certeza de que en la oración siempre hay fruto. En el monte Sinaí, «Moisés exclamó: —Muéstrame tu gloria». El Señor parece que quiere colmar ese deseo: «Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre —el Señor—, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien quiero». Sin embargo, sus palabras toman de golpe un cariz que podría parecer decepcionante: «Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo (…). Cuando pase mi gloria, te colocaré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver» (Ex 33,18-23). Si Moisés se hubiera sentido frustrado por no haber conseguido ver el rostro de Dios, como era su deseo, habría podido abandonar su intento o perder la motivación para futuros encuentros. Y, en cambio, se dejó llevar por Dios y así llegó a ser aquel «a quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34,10).

La clave de la oración no consiste en obtener resultados tangibles, ni mucho menos en estar ocupados durante un tiempo determinado. Lo que buscamos mediante el diálogo con el Señor no es un resultado inmediato, sino ser capaces de llegar hasta aquel lugar, aquel estado vital —por decirlo de alguna manera— en el que la oración se identifica cada vez más con la propia vida: pensamientos, afectos, ilusiones... Se trata de estar con el Señor, mantenernos en su presencia a lo largo del día. En definitiva, el fruto principal de la oración es vivir en Dios. Así, la oración se entiende como una comunicación de vida: vida recibida y vida vivida, vida acogida y vida entregada. No importa, entonces, que no tengamos sentimientos encendidos, o luces fascinantes. De un modo mucho más sencillo, el tema de nuestra oración será —como nos decía san Josemaría[10]— el tema de nuestra vida, y viceversa, porque nuestra vida entera se convertirá en auténtica oración, avanzando en un «cauce ancho, manso y seguro»[11].

Jorge Mario Jaramillo