Evangelio (Mt 25, 1-13)
Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras». Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él les respondió: «En verdad os digo que no os conozco». Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.
PARA TU RATO DE ORACION
MIENTRAS Jesús se dirigía a la región de Tiro y Sidón, se acercó una mujer cananea que «se puso a gritar: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija está poseída cruelmente por el demonio”» (Mt 15,22). Puede llamar la atención la primera reacción del Maestro: «Él no le respondió palabra» (Mt 15,23). Los apóstoles, extrañados, le insistieron para que atendiera a la mujer, principalmente para que dejara de seguirles a gritos, pero la réplica de Cristo fue similar a la anterior: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24).
El asunto parecía cerrado, pero la determinación de la mujer la llevó a colocarse ante Jesús, casi impidiéndole el paso; se postró delante de él y exclamó: «¡Señor, ayúdame!» (Mt 15,25). Cabría esperar que un gesto así, lleno de ternura e insistencia, cambiaría la actitud de Jesús. En cambio, el Señor respondió con una imagen, una vez más, desconcertante: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (Mt 15,26). La cananea no se dejó vencer por esta nueva negativa, y respondió con la misma moneda, jugando con esa imagen que había empleado: «Es verdad, Señor, y sin embargo los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Admirado por este acto de fe, amor y audacia, Jesús finalmente concedió a la cananea lo que le pedía: «¡Qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres» (Mt 15,28). Su silencio, su aparente frialdad, hicieron que aquella mujer reafirmara su convencimiento de que sin el Señor no podía hacer nada. Jesús a veces calla, permite que nos sintamos extraños, que imaginemos que «no nos escucha, que andamos engañados, que solo se oye el monólogo de nuestra voz»[1]. Y lo hace para que, como la cananea, acudamos a él con más insistencia, y para que purifiquemos poco a poco nuestra fe.
¿POR QUÉ Jesús actuó así con la cananea? ¿Por qué le trató -a ojos humanos- con aquella frialdad inicial? San Agustín, respondiendo a esta pregunta, comentaba: «Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo»[2]. En el fondo, se trata de una actitud que quizá también nosotros adoptamos cuando alguien nos pide un favor importante. «Lo bueno se hace esperar», dice la sabiduría popular. Creemos que si realmente es relevante, la otra persona nos insistirá un poco más, hasta conseguir lo que se propone. Si no es así, aquella petición quizá quede en el olvido.
Jesús quiso mostrarnos que la mujer anhelaba realmente la curación de su hija. Esa aparente indiferencia buscaba que la cananea mostrase su fe de una manera concreta y audaz. En efecto, ella pide aunque su insistencia parezca inoportuna, persiste aunque se tenga por indigna y persevera ante las dificultades hasta que al fin logra lo que quiere. «Vemos muchas veces que el Señor no nos concede enseguida lo que pedimos –decía el santo Cura de Ars–; esto lo hace para que lo deseemos con más ardor, o para que apreciemos mejor lo que vale. Tal retraso no es una negativa sino una prueba que nos dispone a recibir más abundantemente lo que pedimos»[3].
Jesús, al ver la tenacidad de aquella mujer, exclamó: «¡Qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres» (Mt 15,28). Se podría decir que el Señor buscaba que acrecentase su deseo porque, al final, el milagro se iba a realizar conforme a lo que ella quería. Si su deseo hubiese sido pequeño, quizás el prodigio habría sido menor. Pero, como fue grande, el milagro será completo. «Esta humilde mujer es indicada por Jesús como ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros estímulo para no desanimarnos, para no desesperar cuando estamos oprimidos por las duras pruebas de la vida. El Señor no se da la vuelta ante nuestras necesidades y, si a veces parece insensible a peticiones de ayuda, es para poner a prueba y robustecer nuestra fe»[4].
LA CANANEA aparentemente consiguió cambiar los planes previstos por Jesús. Podemos decir que el Señor no pensaba realizar ningún milagro mientras se dirigía a Tiro y Sidón, y menos a alguien que no era de Israel, pues él había sido enviado para anunciar la salvación en primer lugar al pueblo de su Padre Dios. Sin embargo, la insistencia de la mujer logró conmover a Cristo y cambió su opinión. Esta dinámica sorprendente es, en realidad, algo que también sucede en otras partes de la Escritura. Ocurre, por ejemplo, cuando Abraham intercede por Sodoma (cfr. Gn 18,22-33), o cuando Moisés pide clemencia para los israelitas que habían cometido idolatría (cfr. Ex 32,11-14). También sucede cuando María, en las bodas de Caná, consigue que Jesús anticipe su hora y convierta el agua en vino para alegría de la fiesta (cfr. Jn 2, 1-11). Todos esos cambios de actitud del Señor están motivados, principalmente, por las necesidades de los hombres. Además, nos muestran que los planes de la divina providencia cuentan con nuestra libertad y nuestras acciones. Jesús es sensible a lo que le pedimos y nos escucha con mayor comprensión de la que incluso podríamos desear.
Volviendo al cambio de actitud del Señor, en ocasiones a nosotros también nos puede ocurrir algo parecido. Tenemos en mente un plan y, de forma imprevista, a una persona a quien queremos le surge una necesidad. O también puede suceder que tengamos una opinión muy clara sobre un tema, y un familiar o un compañero piense todo lo contrario. En uno y otro caso, quizá podemos tener la tendencia de proteger a toda costa nuestros espacios y nuestros tiempos, o de imponer nuestros planteamientos. La conducta del Señor nos sugiere la prioridad que tienen las personas, especialmente cuando se encuentran necesitadas, por encima de nuestros esquemas. Y «esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad»[5]. Podemos pedir a María que interceda por nosotros para que sepamos mirar con la ternura de su hijo a todas las personas que pasan por nuestra vida.
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 304.
[2] San Agustín, Sermo 77, 1: PL 38, 483.
[3] San Juan B. María Vianney, Sermón sobre la oración.
[4] Francisco, Ángelus, 20-VIII-2017.
[5] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 272.