"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

10 de agosto de 2023

SAN LORENZO PATRON DE SANTA CRUZ




Evangelio (Jn 12, 24-26)


En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, el Padre le honrará.


 PARA TU RATO DE ORACION 


El Papa Sixto II fue decapitado en el año 258 durante la persecución de Valeriano. Uno de sus diáconos, Lorenzo, se salvó temporalmente porque estaba a cargo de los bienes de la Iglesia: le dieron cuatro días para traerlos. Lorenzo distribuyó entonces esos bienes a los pobres. Una vez transcurrido el plazo, se presentó ante el magistrado acompañado de pobres y enfermos. “Estas son las riquezas de la Iglesia”, habría dicho. Los pobres y los enfermos son un tesoro. Hay una misteriosa presencia de Dios en sus sufrimientos. Se asocian especialmente a la cruz de Jesús.


Lorenzo fue sometido al tormento del fuego en una parrilla. El cristiano no busca su propio martirio: no hay necesidad de precipitar los acontecimientos; pero es coherente con su fe y está dispuesto a dar su vida por Cristo. El grano de trigo debe morir para dar fruto (cf. Jn 12,24). Cuando san Agustín recuerda el martirio de san Lorenzo, compara la Iglesia con un jardín del Señor, con las rosas de los mártires; pero en este jardín hay toda clase de flores, añade. Depende de cada uno de nosotros saber dar nuestra vida como Dios se lo pide: eso es amar. A menudo, será de forma discreta y oculta, en el desempeño diario del trabajo bien hecho, en la atención a la familia, en la fidelidad a los amigos, en la cercanía con pobres y enfermos. Sería imprudente acelerar la llegada de un martirio sangriento, cuando es posible transformar el mundo desde dentro con una vida anclada en Dios y volcada al servicio de los demás.


UNA de las características que marcó la vida de los martires como San Lorenzo, fue experimentar la entrega generosa de Jesús a cada persona, sin exigir nada a cambio. «Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente» (Mt 10,8), les había dicho. Se sentían afortunados por haber compartido tanto tiempo con Jesús y por haber acogido la llamada a difundir su Evangelio por todo el mundo. No era algo merecido, ni algo que se hubiesen ganado a base de esfuerzo: fue, sencillamente, un don gratuito que Dios les había regalado.

También la vida de los primeros cristianos estuvo caracterizada por esa gratuidad. Tenían «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32) que les llevaba a estar pendientes los unos de los otros. No dudaban en poner a disposición sus propias posesiones para velar por las necesidades de la Iglesia y de los más pobres. Todos deseaban colaborar con quien lo necesitase, porque ahora todos eran apóstoles: con su propia vida entregada, con su hospitalidad, con ayudas materiales, o poniéndose al servicio de quienes organizaban esa primera evangelización, como los compañeros de viaje de san Pablo.

Esta misma imagen se dibuja también en la Iglesia de hoy. Laicos, sacerdotes y religiosos que viven para recordarnos, con su testimonio o con los sacramentos, que Dios vive entre los hombres. Enfermos y ancianos que, en nombre de todos, unen sus molestias y limitaciones al sufrimiento del Señor. Hombres y mujeres que, con su generosidad, contribuyen a cuidar de los más necesitados. Padres y madres de familia que hacen de su hogar una escuela de amor, como el de la Sagrada Familia, para mejorar a toda la sociedad. Cada uno, desde su sitio, trata de encarnar la misión para la que Dios le ha llamado, y desea comunicar gratuitamente el don que ha recibido sin merecerlo.


LA LÓGICA DE la gratuidad que vivió Cristo se encuentra presente en cualquier relación de amistad. Difícilmente podría ser considerada amiga una persona que lleva cuenta de todo lo que ha hecho por alguien, para poder exigir a cambio una contraprestación. Forjar una buena amistad conlleva «mucho tiempo de hablar, de estar juntos, de conocerse»[1], sin preocuparse demasiado por lo que uno da o recibe. Por eso es todo lo contrario al egoísmo, busca siempre en primer lugar el bien del otro, es sensible a sus necesidades. «Un propósito firme en la amistad –apuntaba san Josemaría–: que en mi pensamiento, en mi palabra, en mis obras respecto a mi prójimo –sea quien sea–, no me conduzca como hasta ahora: es decir, que nunca deje de practicar la caridad, que jamás dé paso en mi alma a la indiferencia»[2].

Es propio de la amistad dar al otro lo mejor que tenemos, eso es lo que a un buen amigo o a una buena amiga le ilusiona naturalmente. Alguien que ha experimentado el contacto auténtico con Cristo sabe que el don más precioso que tiene es precisamente ese, el de haber conocido a Jesús. Por eso, el apostolado no es algo forzado, sino espontáneo, manifestación del afecto que tenemos hacia la otra persona, siendo conscientes de su situación concreta. Por eso «la amistad misma es apostolado; la amistad misma es un diálogo, en el que damos y recibimos luz; en el que surgen proyectos, en un mutuo abrirse horizontes; en el que nos alegramos por lo bueno y nos apoyamos en lo difícil; en el que lo pasamos bien, porque Dios nos quiere contentos»[3]. Podemos preguntarnos: ¿cómo cuido a mis amigos? ¿Son mis amistades verdaderos espacios en los que doy y recibo el amor de Cristo a través de los demás? ¿Es mi experiencia de Dios lo más valioso que puedo compartir con las personas que más quiero?


LOS APÓSTOLES no se conformaron con anunciar el Evangelio a los más cercanos. Habían recibido de Jesús el mandato de difundirlo por todo el mundo, pero podemos suponer que incluso antes ya sentían esta necesidad. Un mensaje tan crucial para la propia vida, un evento que cambiaba el sentido de la existencia, no podía limitarse a los territorios próximos a Israel.

San Pablo, durante sus viajes, experimentaba cómo su corazón se encendía a medida que percibía la sed de Dios a su alrededor. En Atenas, mientras esperaba a sus compañeros, cuenta san Lucas que «se consumía en su interior al ver la ciudad llena de ídolos» (Hch 17,16). Se dirigió en primer lugar –como solía– a la sinagoga. Pero no era suficiente, y en cuanto pudo fue también al ágora, hasta que los mismos atenienses le pidieron que se dirigiera a todos para exponer «esa doctrina nueva de la que hablas» (Hch 17,19).

También alrededor de nosotros encontramos a muchas personas que tienen sed de un Dios a quien no conocen. Todos, de una manera más o menos velada, buscamos a Dios, llevamos dentro esa nostalgia de nuestro Padre del cielo. Con el testimonio de una vida llena de la alegría del Evangelio podemos manifestar a Cristo a través del ejercicio de nuestras propias tareas[4]. En este sentido, san Josemaría describía el apostolado de sus hijas e hijos como «una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»[5]: en la fábrica, en el laboratorio, en el taller, en la propia casa, en las pequeñas y grandes ciudades… En todos esos lugares podemos mostrar el rostro del Señor mediante la amistad sincera. 


El testimonio de san Lorenzo no carece de sentido del humor. "Dios ama al que da con alegría" (2 Cor 9,7). El sentido del humor muestra la humildad y una cierta distancia con un mundo que pasa, pero que nos gusta amar y reconducir a Dios. A través de su trabajo diario hecho santo, el bautizado une la creación con la redención. Al acercarse la solemnidad del 15 de agosto, que la Virgen María, Madre de la esperanza, nos ayude a realizar esta tarea con amistad y buen humor, con un corazón firme y confiado (cf. Sal 112 [111],7-8).