PARA TU RATO DE ORACION
UNA VEZ QUE se han marchado las multitudes que le escuchaban, los discípulos piden a Jesús que les explique a ellos solos la parábola del trigo y la cizaña. Cuando el Señor contó ese relato, ponía el acento en el hecho de que el bien y el mal coexistirán en la tierra hasta el fin de los tiempos. Pero ahora desgrana también otros aspectos, mostrando que sus palabras contenían una dimensión alegórica: el que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre, el campo es el mundo, la buena semilla son los hijos del Reino, mientras que la cizaña son los hijos del Maligno. Esa cizaña también ha tenido un sembrador, que no es otro que el diablo, al que Cristo llama «el enemigo» (Mt 13,39).
El mal presente en el mundo, y en nuestra propia vida, no es obra de Dios, sino del diablo. Su mayor astucia es hacernos creer que no existe. Como el enemigo de la parábola, siembra cuando los demás duermen, sin llamar la atención, «como la serpiente que lleva el veneno silenciosamente»[1]. Por eso hacemos bien en vigilar nuestro corazón y nuestras acciones, pues en la mayoría de las ocasiones nos tienta en las pequeñas cosas de cada día para alejarnos del Señor.
El diablo pone un empeño particular en sembrar cizaña en los campos del mundo; es decir, en destruir la caridad y la comunión en las personas para que brote la desconfianza y la división. En este sentido, se conservan unos apuntes personales de san Josemaría en los que se refleja su lucha por evitar que el maligno sembrara la cizaña en su corazón: «Tendré muchísimo cuidado en todo lo que suponga formar juicio de las personas, no admitiendo un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente»[2]. Y a continuación, anotaba una serie de propósitos prácticos: «1/ Antes de comenzar una conversación o de hacer una visita, elevaré el corazón a Dios. 2/ No porfiaré, aunque esté cargado de razón. Solamente, si es de gloria de Dios, diré mi opinión, pero sin porfiar. 3/ No haré crítica negativa: cuando no pueda alabar, me callaré»[3]. Podemos, nosotros también, pensar cómo cultivamos en nuestro mundo interior y a nuestro alrededor la caridad y la comunión con los demás, para hacer infecunda la siembra del maligno.
TODOS tenemos experiencia de las insinuaciones que el demonio nos provoca en el corazón. El mismo Jesús también vivió en su propia carne las tentaciones cuando se retiró al desierto. Al mismo tiempo, sabemos que el poder y la influencia del maligno son limitados, porque Dios vino a la tierra «para destruir con la muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a esclavitud» (Heb 2,14-15). Cristo es el único Señor. Satanás, al fin y al cabo, no es más que una criatura. Es cierto que se le permite hacer el mal –por motivos que quizá no acabamos de entender del todo y que en el fondo están ligados al misterio de la libertad–, pero también es verdad que Dios nos concede la fuerza suficiente para superar cualquier tentación y que, incluso si sucumbiéramos, su misericordia es mayor que cualquier pecado.
Las tentaciones, en sí mismas, no son malas: son pruebas en las que podemos crecer en amor a Dios o en una determinada virtud. Por eso, cuando las afrontamos como lo que son –oportunidades para unirnos más a Dios–, no dejaremos que nos invada el miedo o la sorpresa. La victoria del demonio no siempre consiste en hacernos caer, sino en hacernos vivir con inquietud, en hacernos pensar que no es posible vivir cerca del Señor con esas inclinaciones. San Josemaría decía que él se sentía «capaz de todos los errores y de todos los horrores, en los que puedan caer las personas más desgraciadas»[4]. Y añadía que precisamente en el reconocimiento de nuestra debilidad hallamos nuestra fortaleza: nos lleva a ser sinceros y a pedir ayuda al Señor y a los demás, a ser más comprensivo con los defectos y las luchas de otras personas, y a confiar en el amor misericordioso de Dios.
LA VIDA cristiana no se reduce a luchar contra el mal. A san Josemaría le gustaba considerar que los primeros cristianos eran sembradores de paz y de alegría: «Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían»[5]. Efectivamente, serían conscientes de la acción del maligno en el mundo, e incluso la experimentarían en sus propia vidas, pero esta realidad no les llevó al pesimismo o al miedo. En los Hechos de los Apóstoles vemos incluso cómo los ataques que sufrían por parte de la autoridad de una ciudad les llevaban a predicar el Evangelio en otros lugares (cfr. Hch 8,1-4).
Los primeros cristianos sabían que no estaban luchando aisladamente. Formaban parte de una comunidad que les impulsaba a sembrar paz y alegría. Compartiendo el Pan y en la Palabra encontraban la fuerza que les ayudaba a permanecer unidos. Sabían que podían recibir aliento de otro hermano y, al mismo tiempo, sentían la responsabilidad de cuidar los gestos cotidianos que reforzaban la pertenencia a una familia. «La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor, donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre. A veces, por un don del amor del Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos regalan consoladoras experiencias de Dios»[6]. María nos puede ayudar a tener un corazón atento a esos gestos, para que podamos sembrar paz y alegría en las almas de quienes nos rodean.
[1] Francisco, Audiencia, 15-V-2019.
[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 389, 14-XI-1931. Citado en Camino, edición crítico-histórica, p. 607
[3] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 399, 18-XI-1931. Citado en ibíd.
[4] San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 163.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 30.
[6] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 145.