"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de septiembre de 2023

EL JUEGO DIVINO

 


Evangelio (Lc 7, 31-35)


Así pues, ¿con quién voy a comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice:


«Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado».


» Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: «Tiene un demonio». Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: «Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores».


»Pero la sabiduría queda acreditada por todos sus hijos.



PARA TU RATO DE ORACION 



TRAS haber mostrado a la embajada de Juan el Bautista con obras y palabras que él es el Mesías, el Señor lo alaba delante de la multitud que se ha reunido a su alrededor. A continuación, dirige un duro reproche a los fariseos y doctores de la Ley y una advertencia en forma de comparación para todos aquellos que lo escuchan: «¿A quién se parecen? Se parecen a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice: “Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado”» (Lc 7,31-32).


Los juegos de los niños suelen seguir unas reglas aceptadas por todos que permiten disfrutar la actividad. Si uno no las cumple, prefiriendo jugar de otro modo, es lógico que los compañeros se lamenten, pues se está alterando el sentido del juego. Con esta imagen, Jesús enseña que Dios tiene un camino para salvarnos y hacernos felices. Algunos fariseos y doctores, en cambio, preferían una alternativa basada en sus esquemas y seguridades, basando la salvación en el cumplimiento de las reglas que, de hecho, ellos mismos habían establecido y que se alejaban de la voluntad original de Dios. De este modo, no solamente se negaban a acoger la salvación que Cristo les ofrecía, sino que impedían que los demás pudieran disfrutar del juego que el Señor les tenía preparado, pues enseñaban al pueblo sus propias normas, no las divinas.


«¿Cómo quiero yo ser salvado? ¿A mi modo? ¿Al modo de una espiritualidad que es buena, que me hace bien, pero que está fija, tiene todo claro y no hay riesgo? ¿O al modo divino, es decir, siguiendo el camino de Jesús, que siempre nos sorprende, que siempre nos abre las puertas al misterio de la omnipotencia de Dios, que es la misericordia y el perdón?»[1]. Las reglas del juego divino forman parte de una sabiduría que busca saciar nuestros anhelos más profundos: no hay nadie más interesado en nuestra felicidad que el propio Dios. Él nos ofrece, por decirlo de algún modo, bailar al ritmo de una melodía que nos llevará a ser dichosos en la tierra y en el cielo.


EL MISMO Jesús hace explícito el sentido de su comparación: «Porque viene Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”. Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: “Fijaos: un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores”» (Lc 7,33-34). Cualquier gesto del Señor era fácilmente malinterpretado por algunas autoridades judías. En lugar de tratar de comprender el sentido de la propuesta del Señor, que era el Mesías que tanto esperaban, preferían aferrarse a la imagen de Dios que ellos se habían moldeado a partir de sus propias normas.


Al leer el Evangelio podemos entrever que Jesús no actuaba en función de unos estándares sociales, ni se dejaba influenciar por lo que los demás podían pensar o esperar de él. Cristo se movía con una auténtica libertad: todas sus obras eran fruto del amor a su Padre y a los hombres. Si comía con publicanos y pecadores era porque consideraba que precisamente aquellas personas tenían más necesidad de su amistad para que aceptaran la salvación que él venía a ofrecer.


Jesús rechaza el pecado, pero no cierra las puertas a las almas necesitadas de perdón. La misericordia es uno de los rasgos que forman la auténtica imagen divina, aunque no todos los fariseos lo lograran percibir. Por eso el Señor nos invita a no juzgar a los demás con nuestros propios criterios, sino a ofrecerles la alegría y la salvación que proviene de dejar entrar a Cristo en la propia casa. «Saber que Dios nos espera en cada persona (cfr. Mt 25,40), y que quiere hacerse presente en sus vidas también a través de nosotros, nos lleva a procurar dar a manos llenas lo que hemos recibido»[2].


EL SEÑOR termina su discurso dando una clave para entender las reglas del juego divino y de su modo de obrar: «La sabiduría queda acreditada por todos sus hijos» (Lc 7,35). Es decir, que todos aquellos que han abrazado la nueva vida que les ha ofrecido Cristo confirman que es un camino de alegría que llena las aspiraciones del corazón humano. El reconocimiento de nuestra dependencia filial de Dios es «fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza»[3].


San Josemaría comentaba que cuando uno busca sinceramente la santidad, alcanza una paz y una alegría que acaba extendiéndose a las personas que le rodean. «El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre»[4]. Esta alegría es el testimonio más auténtico que acredita la sabiduría de las palabras del Señor y hace que su mensaje llegue a todas las personas de manera amable y atractiva, siguiendo el consejo de san Pablo: «Que vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada con sal, de forma que sepáis responder a cada uno como conviene» (Col 4,61 Co 10,31).


La Virgen María confió en los planes divinos y encontró una felicidad que inspira a los cristianos con el pasar de los siglos. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48), clamó en el Magníficat. No se trata, por tanto, de un testimonio que solamente iluminó a las personas de su época, sino que también se extiende a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos. Podemos acudir a ella para que en nuestra vida reflejemos la alegría de decir que sí a la voluntad de Dios.