"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

21 de septiembre de 2023

San Mateo, apóstol y evangelista

 


Evangelio (Mt 9, 9-13)


Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió.


Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos.


Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?».


Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS VIO al publicano y, porque lo amó, lo eligió»1. Estas palabras de san Beda condensan los rasgos esenciales de cualquier vocación. En toda llamada la iniciativa parte siempre de Dios, que piensa en nosotros desde la eternidad y nos acompaña en cada uno de nuestros pasos. En el caso de Mateo, es Jesús quien pasa junto al lugar donde estaba recaudando impuestos. Y, al verle, decide llamarle sin más preámbulos. Es el misterio de la vocación. Mateo podía haberse planteado preguntas como: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿tengo las cualidades necesarias?, ¿dónde me llevará esta elección? Él era un publicano, considerado socialmente como un pecador público. Pero su historia demuestra que ninguna de esas cuestiones son decisivas. Lo realmente importante, en el caso de Mateo y en el de cualquier vocación, es que se ha producido un encuentro personal con Cristo y es él quien nos invita a colaborar en su plan de salvación.


Jesús dirige una palabra a Mateo: «Sígueme». No se trata solamente de una invitación a acompañarle. También «quiere decir: “Imítame”. Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir como vivió él»2. Y así fue cómo la vida de Mateo encontró su pleno cumplimiento. Vería toda su existencia con ojos nuevos, con una luz que también es calor e impulso para dar una respuesta generosa: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta –decía san Josemaría–, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación»3.


MATEO responde inmediatamente a la llamada. El Evangelio dice con toda sencillez que «se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). Los datos son escuetos. No sabemos si antes había escuchado ya al Maestro o si había conversado con él en Cafarnaún, donde vivía y trabajaba. Lo que el texto destaca, en su concisión, es la prontitud con la que sigue al Señor cuando recibe la llamada a compartir su vida. Algo muy similar encontramos en el caso de otros apóstoles, como Andrés y Pedro, Felipe y Natanael, o Santiago y Juan (cfr. Jn 1,40-50; Mt 4,18-22).


¿Qué fue lo que movió a aquellos sencillos pescadores y al publicano Mateo a seguir sin demora a Cristo? No es del todo fácil dar una respuesta. Sabemos poco de quiénes eran, cómo pensaban, cuáles eran sus anhelos y esperanzas. Pero sí percibimos en los evangelios que Jesús se metió en sus corazones. Les hizo experimentar vivamente el amor que traía a la tierra. Y este descubrimiento los llenó de una irresistible alegría. «Cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, también a través de pruebas y dificultades, a un encuentro cada vez más pleno»4.


Mateo dejó que su corazón fuera conquistado por Jesús. Experimentó que estar con él dona una felicidad que el mundo no puede dar. Posiblemente, a las pocas semanas de estar junto a Jesús, no se le ocultaba que habría dificultades, pues no todos recibían al Maestro con la misma apertura de corazón. Quizá también percibiría sus propios límites y miserias, en contraste con la misión que Jesús emprendía. Pero Mateo prefirió la esperanza, rechazando el pesimismo; confió en que podría custodiar su amor a Jesús, quizá purificándolo y renovándolo muchas veces. «Enamorados de Jesús. Claro que hay pruebas en la vida, hay momentos en los que hace falta ir hacia delante a pesar del frío y los vientos contrarios, a pesar de tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel fuego sacro que les ha encendido una vez para siempre. (...) Cultivemos sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como él y con él, mientras caminamos bien atentos a la realidad»5.


DESPUÉS del encuentro en el telonio, Mateo decidió organizar una fiesta en su propia casa. Quiso celebrar la nueva vida que iba a comenzar invitando a sus amigos para que conocieran también a Jesús. Muchos de ellos, como el mismo Mateo, eran considerados pecadores por su colaboración con el imperio romano. Por eso, «los fariseos, al ver esto, empezaron a decir a sus discípulos: “¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”». Pero Jesús, al escuchar estas palabras, deja claro el sentido de su venida al mundo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: “Misericordia quiero y no sacrificio”; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,10-13).


El que se considera justo está cerrando las puertas a Dios. En cambio, el que se reconoce pecador deja que Cristo se acerque para curarle. Él no nos pide una vida impoluta y sin errores, sino un corazón contrito y humillado: este es el mejor sacrificio que podemos ofrecerle (cfr. Sal 51,19). «Somos pobres vasos de barro: frágiles, quebradizos. Pero Dios nos ha hecho para llenarnos de su felicidad, para siempre. Y ya ahora en la tierra, nos da su alegría para que la transmitamos a todos»6. Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos ayude a experimentar en nuestra vida la fuerza sanadora de la misericordia de Dios. Especialmente en la Confesión y en la Eucaristía recibimos la gracia que nos impulsa a ser testigos del amor que Dios nos tiene.