EVANGELIO Juan. 3, 13
Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
PARA TU RATO DE ORACION
NOSOTROS hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección; él nos ha salvado y libertado». La Iglesia hace suyas estas palabras de san Pablo en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Hoy podemos mirar con especial devoción esos travesaños que, aunque siglos atrás hablaban de muerte, hoy nos hablan de vida y libertad. Para los cristianos, la Cruz del Señor no es una tragedia, sino fuente de salvación.
Los enamorados miran con especial cariño los lugares u objetos relacionados con la persona amada: el sitio donde se conocieron, la foto de un momento especial, el regalo que acompañó una declaración de amor… Todo eso guarda un valor especial. La Cruz es el lugar donde Jesús ha venido a buscar con suma misericordia a la humanidad extraviada. Ahí el hijo de Dios se hizo solidario con todos los hombres, especialmente con los que sufren y con los que aparentemente han perdido toda esperanza. La Cruz nos habla de esa relación particular que Cristo tiene con cada persona que se abre a su consuelo y a su perdón.
Durante la peregrinación por el desierto, el pueblo de Israel miraba a una serpiente de bronce colgada en un estandarte para conseguir la curación (cfr. Núm 21,4-9). Jesús anuncia a Nicodemo que, en los tiempos mesiánicos, «lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). Al dirigir nuestra mirada a la Cruz, podemos recordar todo lo que Cristo ha hecho por nosotros, empezando por el sacrificio que nos permitió recuperar la vida.
COMPRENDER el sentido auténtico de la Cruz no es sencillo. San Pedro amaba sinceramente al Señor, pero en un primer momento no entendió qué quería decir con el anuncio de su Pasión, y Jesús tuvo que reprenderlo cuando intentó disuadirlo de dar su vida (cfr. Mt 16,21-23). Sin embargo, años más tarde el apóstol captaría más plenamente su significado, hasta el punto de estar también dispuesto a morir en un madero.
San Josemaría animaba a descubrir en la Cruz una llamada a identificarse con Cristo; es decir, a no ver en el madero simplemente un recuerdo de un acontecimiento pasado, sino una invitación a descubrir que es un suceso actual, presente en nuestra propia vida. «Me preguntas: ¿por qué esa Cruz de palo? –Y copio de una carta: “Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. (...) La Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella”»
Para algunos, la Cruz está como muda, parece que anuncia solo dolor. Sin embargo, para los cristianos es una invitación a ser generosos, a unirnos a Jesús que nos espera para concedernos la misma capacidad para vivir siempre con amor y no dar espacio a las consecuencias del pecado. En la Cruz el Señor restaura la naturaleza herida del hombre: ante la mayor injusticia, Jesús no permite que en su corazón humano nazcan el resentimiento, la desobediencia, el odio, etc. Solo alguien con la fuerza de Dios podría hacerlo. Cristo crucificado está recreando el hombre y aquella nueva vida nos la entrega en los sacramentos. Por eso, cargar con la Cruz no consiste solamente en «soportar con paciencia las tribulaciones cotidianas, sino en llevar con fe y responsabilidad esta parte de cansancio y de sufrimiento que la lucha contra el mal conlleva. (…) Así el compromiso de “tomar la cruz” se convierte en participación con Cristo en la salvación del mundo»
«PARA UN CRISTIANO, exaltar la cruz quiere decir entrar en comunión con la totalidad del amor incondicional de Dios por el hombre». Abrazar la cruz es un acto de fe por el que deseamos vivir solamente del amor que nos ofrece Cristo. De ahí que san Juan Crisóstomo nos recuerde que la Cruz acompaña la vida cristiana, y esto es una fuente de gozo: «Que nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser»
El Señor sigue atrayendo a una multitud de hombres y mujeres desde la Cruz: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Es fácil imaginar la pasión y convicción con la que Jesús habría pronunciado estas palabras, mientras se acercaba el momento en el que daría su vida. Para él, la Cruz es el momento del triunfo definitivo, el camino para conquistar los corazones que tanto ama. Es el trono desde el que él reina y que simboliza «la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división».
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Podemos acudir a la Virgen, quien supo estar al pie de la Cruz acompañando a su hijo. «Invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos –aconsejaba san Josemaría–. Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada».