Evangelio (Lc 6, 20-26)
Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, comenzó a decir:
– Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.
» Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
» Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
» Bienaventurados cuando los hombres os odien, cuando os expulsen os injurien y proscriban vuestro nombre como maldito, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos en aquel día y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo; pues de este modo se comportaban sus padres con los profetas.
» Pero ¡ay de vosotros ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
» ¡Ay de vosotros los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre!
» ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!
» ¡Ay cuando los hombres hablen bien de vosotros, pues de este modo se comportaban sus padres con los falsos profetas!
PARA TU RATO DE ORACION
El conocido pasaje de las bienaventuranzas que nos relata San Lucas comienza diciéndonos que Jesús “alzando los ojos hacia sus discípulos comenzó a decirles”. El Señor que nos mira y nos habla y nos muestra que existe una felicidad superior a la que quizá teníamos pensada. Nos enseña que estamos llamados a una felicidad muchísimo más alta y profunda y grande; una felicidad que no pueda ser amenazada por el dolor, la contrariedad y el sufrimiento.
Ciertamente estas palabras del Señor pueden ser desconcertantes, pero, a su vez, nos dan mucha luz sobre lo que significa ser discípulo de Cristo. El Papa Francisco nos dice que las bienaventuranzas son “el carné de identidad del cristiano”[1].
Son el camino para seguir a Cristo, para identificarnos con Él por medio del amor. En nuestro seguimiento del Señor en medio del mundo, en medio del trabajo ordinario, viviremos ese encuentro con el Señor en la pobreza y el hambre, el llanto y la persecución.
La pobreza y el hambre de no disponer de medios materiales ni de trabajo; el dolor y el llanto ante acontecimientos que rompen el corazón; o la incomprensión e incluso la persecución por seguir al Señor. Son realidades que están presentes en la vida corriente de todos los cristianos.
Al tener que vivirlas nos puede servir recordar, como lo hace el Señor en este evangelio, que la última palabra siempre es divina, no humana. Los pobres y los hambrientos serán saciados; los que lloran serán consolados, los que son perseguidos tendrán una recompensa grande en el cielo.
«EN LAS bienaventuranzas, Jesucristo nos ofrece las llaves que nos abren las puertas del cielo… y de la felicidad en esta tierra»[1]. Sin embargo, a nuestro corazón le cuesta creer que encontrará gozo en la pobreza, en el hambre, en el llanto o en la persecución. El Señor insiste al emplear dos verbos muy expresivos para indicar la meta de ese trayecto: «alegraos» y «regocijaos» (Lc 6,23).
Estas aparentes contradicciones nos invitan «a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. Hay muchos, también en nuestros días, que se presentan como dispensadores de felicidad (...). Y aquí es fácil caer sin darse cuenta en el pecado contra el primer mandamiento, la idolatría, reemplazando a Dios con un ídolo. ¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de otros tiempos, pero en realidad son de todos los tiempos!»[2].
«Dios quiere abrirnos –comenta el prelado del Opus Dei– un panorama de grandeza y de belleza, que se oculta quizás a nuestros ojos. Es necesario confiar en él, dar un paso hacia su encuentro, y quitarnos el miedo de pensar que, si lo hacemos, perderemos muchas cosas buenas de la vida. La capacidad que tiene de sorprendernos es mucho mayor que cualquiera de nuestras expectativas»[3]. Esto no quiere decir que la vida cristiana consista en acumular sufrimiento en la tierra para poder gozar después del cielo; Jesús nos quiere felices también aquí, pero no desea que nuestra felicidad dependa de lo efímero, de lo que rápidamente pasa, sino en lo realmente verdadero, en lo único que es capaz de saciar nuestra sed de infinito.
SI RECORDAMOS el anuncio del arcángel Gabriel a María, «podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría: “alégrate”, “regocíjate”. El Nuevo Testamento es realmente “Evangelio”, “buena noticia” que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros»[4]. Esta irrupción de una nueva alegría en el mundo recorre todo el Evangelio y encuentra un punto revelador en las Bienaventuranzas. Jesús es quien mejor comprende la novedad de lo que está diciendo. Por eso, si hacemos memoria de los momentos que nos han hecho felices de verdad, quizás podremos descubrir que no siempre están fundados en la riqueza, el placer o la comodidad.
«La alegría no es la emoción de un momento: ¡es otra cosa! La verdadera alegría no viene de las cosas, de tener, nace del encuentro, de la relación con los demás; nace de sentirse aceptados, comprendidos, amados y de aceptar, comprender y amar»[5]. Es lógico que a veces identifiquemos aquella alegría que nos promete Jesús como algo que sucederá en el futuro. Sin embargo, sus palabras son eficaces también en el hoy de nuestra vida cotidiana. Quien se fía de Dios está más preparado para dejarse querer. Quien se fía de Dios está mejor dispuesto a que las contrariedades sean un continuo recuerdo de que la verdadera felicidad solo la encontramos en la compañía divina.
Como hijos de Dios, creados a su imagen, no aspiramos a una felicidad finita, sino a participar de la misma felicidad de nuestro Padre del cielo. Jesús nos ha prometido que su único interés es que su alegría esté en nosotros para que nuestra alegría sea completa (cfr. Jn 15,11). Por eso, el primero que está empeñado en nuestra propia felicidad es el mismo Dios, y eso nos llena de consuelo.
¿CUÁL ES el principal obstáculo de nuestra alegría? Con la fe podemos afirmar que el único mal que nos puede llevar a la tristeza es el pecado. Las demás desdichas lo son en la medida en que todavía no juzgamos las cosas desde el punto de vista de Dios. «El Señor nos quiere felices –decía san Josemaría–. Yo veo a mis hijos siempre alegres, con una alegría sobrenatural, con algo tan íntimo que es compatible con los dolores y con las contradicciones de esta vida nuestra en la tierra»[6]. Como señala también san Juan Crisóstomo: «En la tierra hasta la alegría suele parar en tristeza; pero para quien vive según Cristo, incluso las penas se truecan en gozo»[7].
Quizá podríamos pensar alguna vez que merecemos algo de tristeza, por nuestra falta de correspondencia. No obstante, este planteamiento asume que solo podemos ser felices si hemos cumplido a la perfección todo lo que nos hemos propuesto. Mientras estamos en camino de identificarnos con Jesucristo, la alegría a la que nos llama el Señor «no se apoya en nuestras virtudes: no es vana satisfacción personal, sino que se edifica sobre la misma flaqueza y debilidad humana. Conocer la propia debilidad, experimentar la presencia de la adversidad dentro de nosotros mismos, puede y debe dar paso a la alegría»[8]. Como repetía el fundador del Opus Dei: «Estad seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos»[9].
La alegría verdadera solo puede encontrarse en el amor infinito e inmerecido que Dios nos ofrece. Y nuestra madre María acogió incondicionalmente en su seno al Señor. Por eso, es capaz de afirmar, llena de humildad, que la «llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). A ella le podemos pedir que nos haga percibir y disfrutar de esa misma alegría.