Evangelio (Lc 6, 6-11)
Otro sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y había allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Los escribas y los fariseos le observaban a ver si curaba en sábado, para encontrar de qué acusarle. Pero él conocía sus pensamientos y le dijo al hombre que tenía la mano seca:
- Levántate y ponte en medio.
Y se levantó y se puso en medio. Entonces Jesús les dijo:
- Yo os pregunto: ¿es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o perderla?
Entonces, mirando a todos los que estaban a su alrededor, le dijo al que tenía la mano seca:
- Extiende tu mano.
Él lo hizo, y su mano quedó curada. Ellos se llenaron de rabia y comenzaron a discutir entre sí qué harían contra Jesús.
PARA TU RATO DE ORACION
UN SÁBADO, Jesús «entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y había allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Los escribas y los fariseos le observaban a ver si curaba en sábado, para encontrar de qué acusarle» (Lc 6,6-7). Esta escena del evangelio pone de relieve el motivo por el que algunas autoridades judías siguen a Jesús. No les interesan sus enseñanzas, ni tampoco se alegran cuando presencian algún milagro. Más bien buscan la excusa perfecta para poder desprestigiarle. «¡Oh fariseo! –dice san Cirilo de Alejandría–, ves al que hace cosas prodigiosas y cura a los enfermos en virtud de un poder superior, y tú proyectas su muerte por envidia»[1].
Quienes juzgan al Señor en esa escena, demuestran que no les preocupa aquel hombre con la mano seca. Su prioridad no es compadecerse de la enfermedad de esta persona y, si es posible, liberarla, sino que se fijan únicamente en el cumplimiento estricto de la ley del sábado; lo único que les preocupa es acusar a quien no lo respetaba que, en este caso, es Jesús, el mismo autor de la ley. Con su formalismo, aquellos fariseos «no dejan lugar a la gracia de Dios» y se detienen «en sí mismos, en sus tristezas, en sus resentimientos», siendo así incapaces «de llevar la salvación, porque le cierran la puerta»[2].
En el fondo, estas personas han convertido la amplia vía de la misericordia de Dios en un angosto sendero de legalismos; en vez de ser ayuda alentadora en ese caminar, son obstáculo; en donde existen personas, ven solo desviaciones a la norma. De frente a esta manera de juzgar al prójimo, nos advierte san Josemaría: «No se pueden ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos, para acercar las almas a Cristo. El encuentro de Dios con cada hombre es inefable e irrepetible, y nosotros debemos colaborar con el Señor para hallar –en cada caso– la palabra y el modo oportunos, siendo dóciles y no intentando poner raíles a la acción siempre original del Espíritu Santo»[3].
SAN LUCAS señala que Jesús conoce los pensamientos de estos escribas y fariseos (cfr. Lc 6,8). El Señor sabe perfectamente que no se encuentran ahí para escucharle con humildad y después seguir sus enseñanzas. Aunque exteriormente se comportan como los demás, su interior contrasta con la sencillez del resto de oyentes. No acompañan al Señor con el deseo de cambiar sus vidas y de agradar a Dios, sino con el propósito de encontrar algo de qué acusarle.
«La rectitud de intención –decía san Josemaría– está en buscar “solo y en todo” la gloria de Dios»[4], por encima de nuestra gloria personal o del apego a los criterios con los que juzgamos la realidad. La vida cristiana no se reduce a “cumplir” ciertos estándares o reglamentos morales o religiosos: aquellos fariseos, de hecho, eran celosos cumplidores de la ley, daban limosnas, pasaban horas en el templo, ayunaban… Pero Jesús sabía que no lo hacían para dar gloria a su Padre y, por lo tanto, eso no les acercaba a los demás ni a la auténtica felicidad. «Este pueblo –les diría el Señor en otra ocasión, citando al profeta Isaías– me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15,8).
La vida cristiana va siempre acompañada de obras externas. Sin embargo, es decisivo que aquellas obras estén animadas por el espíritu de bondad y de santidad que vemos en la vida del Señor, de los apóstoles y de los santos. De este modo, el cristiano puede convertir «en oro puro, como hacía el rey Midas, todo lo que toque, por la rectitud de intención que, con la gracia de Dios, le lleva a hacer –de lo que es indiferente– una cosa santa»[5].
DESPUÉS de haber pedido al hombre de la mano seca que se pusiera en medio, Jesús lanzó esta pregunta a los escribas y fariseos: «¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o perderla?» (Lc 6,9). Sin esperar respuesta, el Señor obró el milagro y la mano del hombre quedó curada.
Jesús no entendía de cálculos a la hora de hacer el bien. Había venido al mundo para salvar a los hombres y dedicó toda su vida a este propósito. Por eso hacía milagros también en sábado, pues quería mostrar que en primer lugar se encuentra siempre el bien de la persona. Cuando se trataba de salvar a alguien, no dudaba en rodearse de pecadores públicos (cfr. Mc 2,16), en recorrer cuantas ciudades fuesen necesarias (cfr. Lc 4,43), o en entrar en casas de gentiles (cfr. Mt 8,7). En definitiva, su misión redentora no tenía horarios ni distinciones de ningún tipo: Jesús se mostraba siempre disponible.
La tarea de dar a conocer a Dios también, en ese sentido, nos saca de nuestros esquemas y seguridades. El sentido de misión propio del apóstol nos lleva a experimentar «el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Solo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros»[6]. Esta es la apertura de corazón que vivió santa María. En sus años en la tierra puso siempre en primer lugar el bien de Jesús. Y ahora muestra esa misma disponibilidad a todos los que se acercan, como buenos hijos, a pedir su ayuda materna.