Evangelio (Mt 18,15-20)
Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la iglesia, tenlo por pagano y publicano.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
PARA TU RATO DE ORACION
Componen el evangelio de este domingo tres dichos de Jesús que regulan aspectos importantes para la futura vida de la Iglesia: la corrección fraterna entre los fieles, el poder de atar y desatar otorgado a los apóstoles y sus sucesores y la eficacia de la oración en común.
El mensaje de Jesús no hace impecables a los hombres; pero sí les pide amarse unos a otros a pesar de sus defectos y errores. Una muestra clara de este amor es la mutua ayuda por medio del perdón y de la corrección. Con esta primera enseñanza, Jesús invita a cada uno a vivir el papel de un juez misericordioso que trata con comprensión a quien le ha agraviado o yerra en algo. Por eso, “la práctica de la corrección fraterna –que tiene entraña evangélica– es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza –decía san Josemaría−. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives”[1]. La corrección fraterna evita también, como señala el Papa Francisco, “esa amargura del corazón que lleva a la ira y al resentimiento y que nos conducen a insultar y agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristiano un insulto o una agresión. (…) Insultar no es cristiano”[2].
Sobre la corrección fraterna, verdadero acto de nobleza y amistad, hablaron bastantes Padres de la Iglesia, quienes sacaban consecuencias prácticas a partir de las palabras de Jesús. Por ejemplo, san Agustín amonestaba así a sus fieles: “debemos, pues, corregir al hermano por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos muy bien el precepto”[3].
En cuanto al segundo dicho de Jesús (v. 18), el Catecismo de la Iglesia explica que «las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquél a quien recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios» (n. 1445). Después de hablar de la reconciliación entre hermanos, Jesús entrega a sus apóstoles la potestad de reconciliar a los fieles con la Iglesia. Este poder se expresa ordinariamente por medio de la confesión de los pecados a través del confesor, que ha recibido el poder del obispo, sucesor de los apóstoles.
Por último, Jesús se refiere a “otro fruto de la caridad en la comunidad: la oración en común −decía Benedicto XVI−. La oración personal es ciertamente importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que —incluso siendo muy pequeña— es unida y unánime, porque ella refleja la realidad misma de Dios uno y trino, perfecta comunión de amor”[4]. Cuando oramos juntos no solo movemos a Dios a concedernos lo que pedimos, sino que además se nos regala la presencia del mismo Dios entre nosotros que es, en definitiva, el principal don que podemos y debemos pedir.
Como explica el Magisterio, “Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, tanto en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, como, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues, cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, pues él mismo prometió: Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”[5].
LA CORRECCION FRATERNA
CUANDO el Señor llegó a Galilea junto a sus discípulos, pronunció un discurso en el que describió algunas características de la vida en la Iglesia. Uno de sus rasgos es la fraternidad: los cristianos velan por sus hermanos como hizo Cristo, para atraerlos a todos hacia el Padre. Jesús sabía bien que en muchas ocasiones nos resistimos y, en ese convivir unos con otros, podemos herir a alguien que tenemos cerca. Entonces el Señor propone una solución audaz. En vez de retirarle la confianza o de resolverlo por vías de distanciamiento, pide a sus discípulos: «Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15).
Esta costumbre evangélica consiste en que otra persona, después de considerarlo en su oración junto a Dios, nos ofrece una sugerencia para mejorar algún aspecto concreto de nuestra vida. Este auxilio nos da la seguridad de sabernos parte de toda una familia implicada en nuestra lucha. Manifiesta que somos importantes para alguien y que necesitamos ser cuidados. Es fruto de tener a alguien al lado que no solo nos aconseja en los cruces de caminos importantes, sino que nos comprende y nos anima en lo que nos puede costar en el día a día, aunque con frecuencia sean las mismas realidades. Así, en caso de necesidad, ese hermano o hermana puede acudir en nuestra ayuda. Por eso, la corrección fraterna es lo contrario a la crítica, la murmuración o la difamación. Mientras que en estas últimas hay juicio y condena, en la ayuda fraterna hay un abrazo que acoge e impulsa hacia el futuro. El Señor cuenta con los demás para ayudarnos a ser, con su gracia, la mejor versión de nosotros mismos, con nuestra historia y nuestras características peculiares. «Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora»[1].
EN LA HISTORIA de la salvación vemos que Dios siempre actúa en un pueblo, en una comunidad, en una familia, en un grupo de amigos. Pensar que la santidad prescinde de lo que los demás pueden hacer por nosotros podría ser un síntoma de aislamiento. Por eso, es natural que, en un entorno de amistad, surja la corrección fraterna. La comprensión es quizá uno de los primeros pasos para poder ayudar. Evita que nuestra mirada tropiece en detalles de poca importancia, y más bien invita a sintonizar con ese profundo anhelo de santidad que vivifica el actuar de cualquier cristiano y que poco a poco impregna las distintas manifestaciones de la vida diaria.
San Josemaría decía que «más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[2]. En primer lugar, nos lleva a ver las virtudes y las cualidades de los demás. Al ayudar a un hermano, procuramos mirarlo como lo hace Dios y tratamos de custodiarlo como algo precioso, valorando lo bueno que tiene y las posibilidades de madurar en el amor. Por eso lo que impulsa la práctica de la corrección fraterna no es tanto la pretensión de conservar un orden externo, sino el deseo de que la persona que tengo cerca sea cada vez más feliz. Esa convicción de buscar su felicidad implica, por tanto, el máximo respeto a su libertad, porque solo así la fraternidad es delicada y verdadera.
«Ponte siempre en las circunstancias del prójimo –sugería san Josemaría–: así verás los problemas o las cuestiones serenamente, no te disgustarás, comprenderás, disculparás, corregirás cuando y como sea necesario, y llenarás el mundo de caridad»[3]. La comprensión no consiste en obviar el daño que hemos recibido o lo mucho que, según nos parece, el otro puede mejorar; más bien nos permite entender que todos necesitamos del cariño y, en especial, del perdón, «como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros»[4]. Nos dice que los defectos pueden no tener la última palabra en la relación con el otro. Como enseña el prelado del Opus Dei, podemos estar seguros «de que lo positivo es muy superior a lo negativo. En cualquier caso, lo negativo no es motivo de separación, sino de oración y de ayuda; si cabe, de más cariño; y, si es el caso, de corrección fraterna»[5].
EL MISMO Jesús practicó la corrección fraterna en varias ocasiones. Quizá la más impactante es la que realizó a Pedro cuando, después de predecir su muerte y su resurrección, el apóstol le reprendió diciendo: «¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso». Cristo corrigió inmediatamente el planteamiento de Pedro: «¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16,22-23). Resulta sorprendente ver que Jesús llama «Satanás» a quien poco antes le había confiado las llaves del Reino de los Cielos. Podríamos decir, incluso, que es todavía más llamativo no tener noticia de ninguna reacción negativa por parte de Pedro. ¿Quién no se hubiera desanimado al escuchar un reproche así de labios de Cristo?
Probablemente Pedro no entendiera del todo lo que estaba sucediendo. Sin embargo, estaba seguro de una cosa: que Cristo lo amaba de todo corazón. No solamente era el Mesías esperado, sino que era un amigo que se preocupaba por él, le manifestaba su afecto continuamente y que le iba desvelando poco a poco los misterios profundos de sus planes de salvación. La corrección buscaba, en primer lugar, modificar un planteamiento importante de fondo. Por eso, aquel reproche, aunque fuera duro, no lo derrumbó, pues tenía la seguridad de que Jesús solo quería su bien y que le estaba haciendo partícipe de su sabiduría divina. Al mismo tiempo, Cristo sabía bien a quién se lo estaba diciendo. Sus palabras permiten intuir que la confianza con Pedro era muy grande y que sabía que podía sacar provecho de ellas sin sentirse herido.
«No se puede corregir a una persona sin amor y sin caridad»[6]. La corrección fraterna necesita un contexto –como el que se creó entre Jesús y Pedro– en el que se haya percibido la cercanía, el interés sincero y la preocupación real por la vida del otro. Y requiere, además, conocer bien a ese hermano o hermana. Así, más que un punto de partida de una relación de amistad, es una etapa más en el camino de la fraternidad, que permite que se puedan compartir muchos kilómetros juntos. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a velar por nuestros hermanos y a acogerlos con su misma mirada de comprensión.
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