"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de octubre de 2023

LO PEQUEÑO ES LO VERDADERAMENTE GRANDE


Evangelio (Lc 13 18-21)


Y decía:

—¿A qué se parece el reino de Dios y con que lo compararé? Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto y creció y llegó a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.


—Y dijo también:

—¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo.



 PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS vino a revelarnos la vida íntima de Dios y su proyecto de salvación. Pero, ¿cómo explicar con palabras la grandeza del amor que quiere darnos? Por eso el Señor, durante su ministerio público, sintió la necesidad de encontrar imágenes que iluminaran su misterio: «¿A qué se parece el Reino de Dios y con qué lo compararé?» (Lc 13,18), se preguntaba.


Eligiendo imágenes de la vida cotidiana, Jesús quiere introducirnos en ese misterio por un camino que nos es familiar. En esos ejemplos vislumbramos algo de la acción de Dios en nuestras almas y en la historia. El Reino de Dios «Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto, y creció y llegó a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas». También «es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo» (Lc 13,19.21).


El grano de mostaza y la levadura nos hablan de pequeñez y discreción. Dios actúa de un modo a menudo desapercibido, pero siempre eficaz. Para reconocer esta omnipotencia suya, humilde y oculta, es necesario fijarse en lo que no llama la atención. A veces puede no resultar sencillo, pues nuestros días están llenos de actividades que requieren buena parte de nuestra concentración y podemos no percibir la acción del Señor. En esas circunstancias, sin embargo, «Dios está obrando, como una pequeña semilla buena que silenciosa y lentamente germina. Y, poco a poco, se convierte en un árbol frondoso que da vida y reparo a todos. También la semilla de nuestras buenas obras puede parecer poca cosa; mas todo lo que es bueno pertenece a Dios y, por tanto, humilde y lentamente, da fruto. El bien –recordémoslo– crece siempre de modo humilde, de modo escondido, a menudo invisible»[1].


AL HABLAR del grano de mostaza, Jesús está describiendo también a sus discípulos cómo será su Iglesia en el mundo: «Quiso el Señor con esto dar una prueba de su grandeza. Pues así exactamente sucederá con la predicación del reino de Dios. Y, en verdad, los más débiles, los más pequeños entre los hombres, eran los discípulos del Señor; pero como había en ellos una fuerza grande, se desplegó y se difundió por todo el mundo»[2]. La evangelización y la extensión del reino de Cristo es una obra que parte de lo pequeño. Esto es lo que ocurre también con cada cristiano. Podemos pensar en cada uno de nosotros como un grano de mostaza arrojado en el terreno de nuestro entorno laboral y familiar. A fuerza de pequeños actos de amor, podemos convertirnos en refugio de muchos pájaros del cielo que vendrán a anidar en nuestras ramas.


Esta realidad nos puede llenar de esperanza y optimismo cuando creemos que es difícil extender el reino de Dios por todo el mundo. Quizá «nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría»[3]. Sin embargo, sabemos que basta un poco de levadura para fermentar toda la masa. Tenemos la seguridad «de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación»[4]. La historia de la Iglesia comenzó con unas pocas personas sin muchos talentos pero con la gracia de haber visto a Jesús resucitado y de haber recibido el Espíritu Santo. Otros sí tenían más condiciones o medios a su alcance, como muestran las cartas de san Pablo al hablar de las primeras comunidades cristianas. En cualquier caso, la fuerza de la fe hecha vida llevó a unos y otros a llegar hasta los confines del mundo conocido y hasta los distintos estratos de la sociedad. Y es de ese modo como también nosotros podemos llegar a todas las personas que nos rodean.


LA LEVADURA actúa como una fuerza oculta y misteriosa. San Josemaría describía así la escena del pan casero: «En tantos sitios –quizá lo habéis presenciado– la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos. Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la pasta. Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura –poca cantidad–, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente, que pasa inadvertida»[5].


En el silencio de nuestra oración, y también en medio de nuestra jornada, podemos dejar que la palabra de Dios entre como una pizca de levadura. Así, poco a poco, puede actuar en nuestro corazón y en nuestras acciones, transformando nuestra vida en pan bueno y apetitoso. Quizá nos haya ocurrido que, al leer la Sagrada Escritura, resuene en nuestra alma un versículo, una imagen o una frase. En esos casos, podemos custodiar esa palabra, mezclándola con nuestra vida cotidiana para que la fermente y la divinice. «La Biblia nos advierte que la voz de Dios resuena en la calma, en la atención, en el silencio. (...) No es simplemente un texto que hay que leer, la Palabra de Dios es una presencia viva, es una obra del Espíritu Santo que conforta, instruye, da luz, fuerza, descanso y gusto por vivir. Leer la Biblia, leer un fragmento, uno o dos fragmentos de la Biblia, son como pequeños telegramas de Dios que te llegan enseguida al corazón»[6]. En la parábola de la levadura también aparece una mujer. Podemos pensar que, en el fondo, esta mujer es María, que trabaja siempre para esconder la levadura de Cristo en el corazón de sus hijos, para hacer crecer y madurar nuestras vidas.


[1] Papa Francesco, Ángelus, 13-VI-2021.


[2] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, n. 46.


[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 9.


[4] Ibíd.


[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 257.


[6] Francisco, Audiencia, 21-XII-2022.

30 de octubre de 2023

DIOS AMA NUESTRA LIBERTAD

 



Evangelio (Lc 13, 10-17)


Un sábado estaba enseñando en una de las sinagogas. Y había allí una mujer poseída por un espíritu enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Al verla Jesús, la llamó y le dijo:

— Mujer, quedas libre de tu enfermedad


Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios. Tomando la palabra el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús curaba en sábado, decía a la muchedumbre:

— Hay seis días para trabajar, venid pues en ellos para ser curados y no un día de sábado.


El Señor le respondió:

— Hipócritas ¿cualquiera de vosotros no suelta del pesebre en sábado su buey o su asno y lo lleva a beber? Y a ésta, que es hija de Abraham, a la que Satanás ató hace ya 18 años, ¿no había que soltarla de esta atadura aún en día de sábado?


Y cuando decía esto, quedaban avergonzados todos sus adversarios, y toda la gente se alegraba por todas las maravillas que hacía.



PARA TU RATO DE ORACION 



COMO cada sábado, una mujer se dirige a la sinagoga. Desde hacía dieciocho años tenía una enfermedad a causa de un espíritu «y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún modo» (Lc 13,11). Ese día Jesús también acude a la sinagoga para predicar el Reino de Dios e invitar a la conversión. En un momento de su enseñanza, Cristo se fija en ella, la llama y le dice: «Quedas libre de tu enfermedad». Y nada más imponerle las manos, aquella mujer se enderezó (Lc 13,12-13).


Fue un milagro completamente inesperado. Esta mujer no había pedido nada. Quizá intuía que Jesús iba a pasar por su pueblo. Por eso hizo todo lo posible por colocarse en algún sitio de la sinagoga donde el Maestro pudiera verla. Sin embargo, ella no abrió la boca ni gritó, como otros personajes del Evangelio que también habían sido curados. Pese a todo, el Señor no solo advirtió su presencia, sino que sobre todo leyó en su corazón un deseo inmenso de libertad. Y con su sola palabra ahuyentó la enfermedad: «Quedas libre».


Jesús nos enseña así que la misericordia es la respuesta de Dios al dolor del mundo. El sufrimiento conmueve su corazón. Cualquiera de nuestros problemas, hasta el más pequeño, le duele. No es un Dios insensible. De hecho, el mismo Cristo «experimentó en este mundo la aflicción y la humillación. Tomó los sufrimientos humanos, los asumió en su carne, los vivió hasta el fondo uno por uno. Conoció todo tipo de aflicción, las morales y físicas: experimentó el hambre y el cansancio, la amargura de la incomprensión, fue traicionado y abandonado, flagelado y crucificado»[1]. La historia de esta mujer encorvada se repite también hoy. Allá donde se encuentra alguien que sufre, puede sentir el consuelo de la presencia de Cristo, que nos mira con el deseo de tomar sobre sus hombros nuestro dolor.


LA ENFERMEDAD impedía a esta mujer disfrutar de tantas cosas buenas de la vida. Para ella era muy difícil mirar hacia el cielo; sin quererlo, sus ojos se detenían solamente en el suelo que pisaba. Al liberarla de sus ataduras, Cristo la hace capaz de ver lo que hasta ese momento le estaba vedado. Sintiéndose libre y llena de alegría, «glorificaba a Dios» (Lc 13,13) y «toda la gente se alegraba por todas las maravillas» que Jesús hacía» (Lc 13,18).


Por el relato del evangelista, descubrimos que la enfermedad tenía, en cierto sentido, un origen espiritual. Cuando el jefe de la sinagoga se indigna porque todo sucede en sábado, Jesús le respondió: «A esta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace ya dieciocho años, ¿no había que soltarla de esta atadura aun en día de sábado?» (Lc 13,16). Los Padres de la Iglesia ven en esta mujer encorvada, incapaz de enderezarse, una figura de aquellas almas que están tan debilitadas por los deseos terrestres que ya no pueden ocuparse de las realidades divinas. «El pecador, preocupado por las cosas de la tierra y no buscando las del cielo, es incapaz de mirar hacia lo alto: como sigue deseos que le llevan hacia abajo, su alma, perdiendo su rectitud, se curva, y no ve más que lo que piensa sin cesar»[2].


A veces podemos tener la impresión de estar atados por nuestros defectos. Experimentamos entonces una dificultad no pequeña para aspirar a los bienes del cielo. En esos momentos, Dios espera que, como aquella mujer, nos acerquemos a él y le confiemos con sinceridad nuestros temores. «No te turbe conocerte como eres: así, de barro –escribía san Josemaría–. No te preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios −y este es endiosamiento bueno−, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad (...). Nosotros, que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria personal, seremos eficaces si no perdemos la humildad, si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza»[3]. De este modo, el atractivo que pueda suscitar en nosotros la realidad del pecado no será un obstáculo en la relación con el Señor, sino que nos llevará a ser más humildes, a buscar la unión con él y a confiar en su fortaleza.


ASÍ COMO la mujer encorvada sufre por su enfermedad, el pecado significa también esclavitud, «hace que el hombre se sienta extraño en sí mismo, en su íntimo yo»[4]. Por eso, en otro momento Jesús dirá: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. El esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre; por eso, si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8,34-36). Los cristianos, por lo tanto, hemos sido llamados a la libertad (cfr. Gal 5,13). Desde la Creación, Dios nos ha dado la capacidad de elegir y querer el bien, pero también la posibilidad de apartarnos de él. «Es un misterio de la divina Sabiduría –comentaba san Josemaría– que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»[5].


«Ese riesgo –señala el prelado del Opus Dei–, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del Amor de Dios por el pecado original. Se debilitó así la fuerza de la libertad humana hacia el bien, y la voluntad quedó algo inclinada al pecado. Después, los pecados personales debilitan aún más la libertad, y por eso el pecado supone siempre, en mayor o menor medida, una esclavitud (cfr. Rm 6,17.20)»[6]. Pese a todo, el hombre sigue siendo libre, y aunque a veces esa libertad pueda ser frágil, Dios es el primero en respetarla y amarla. Saber que el Señor «no quiere esclavos, sino hijos»[7], nos llena de seguridad, pues nos permite vivir abrazando nuestra condición más profunda. «Qué liberador es saber que Dios nos ama; qué liberador es el perdón de Dios, que nos permite volver a nosotros mismos, y a nuestra verdadera casa»[8]. Y en ese hogar sabemos que nos espera la Virgen María, que quiere liberarnos de todo lo que pueda apartarnos de su Hijo.


[1] Francisco, Discurso, 17-V-2014.


[2] San Gregorio Magno, Homilías sobre el evangelio, n. 31.


[3] San Josemaría, Carta 2, n. 20.


[4] San Juan Pablo II, Audiencia, 3-VIII-1988.


[5] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 3.


[6] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 2.


[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 129.


[8] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 4.



29 de octubre de 2023

UN CORAZON SIN BARRERAS



 Evangelio (Mt 22,34-40)


Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:

— Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?


Él le respondió:

— Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.


PARA TU RATO DE ORACION 


LOS FARISEOS están especialmente contentos. Jesús había hecho callar a los que se habían convertido en buena medida en sus rivales, los saduceos. Pero ahora es su turno para poner a prueba al maestro de Nazaret y sorprenderlo en alguna afirmación que complicase su autoridad. Por eso, uno de los fariseos, sabiendo que no es sencillo distinguir entre los centenares de preceptos el sentido principal de la ley de Dios, le pregunta a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (Mt 22,36). Detrás del tono aparentemente amable, se escondía la trampa en la que deseaba que el Señor cayera.


Jesús comienza su respuesta de manera convencional. El principal mandamiento consiste en el amor a Dios, le dice. En esa afirmación no podía contenerse nada nuevo, nada extraño para un judío piadoso. Inmediatamente después, sin embargo, pronuncia con naturalidad una afirmación más impactante: «El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”» (Mt 22,39). El acento de la frase recae en esa pequeña palabra, pero que en la boca de Jesús está llena de significado: «semejante».


En un primer momento es probable que el fariseo pensara que aquella afirmación era algo exagerada. ¿Cómo va a ser semejante en importancia amar a Dios y a los demás hombres? No obstante, en esa verdad se esconde un cambio de paradigma profundo: Dios se ha hecho hombre, y con su encarnación, su sacrificio en la cruz y su resurrección, nos ha elevado a la condición de hijos suyos. Por eso, si queremos realmente amar a Dios, tendremos que esforzarnos también por aprender a querer a cada uno de sus hijos. De ahí que «mientras haya un hermano o una hermana a la que cerremos nuestro corazón, estaremos todavía lejos de ser discípulos como Jesús nos pide»[1]. En cambio, sabemos que el amor a Cristo y a los demás están tan unidos que, «en un acto cualquiera de fraternidad, la cabeza y el corazón no pueden distinguir en muchas ocasiones si se trata de servicio a Dios o de servicio a los hermanos: porque, en el segundo caso, lo que hacemos es servir a Dios dos veces»[2].


CUANDO intentamos vivir como discípulos de Cristo, la relación entre el amor a Dios y a los demás se manifiesta de forma natural en nuestra manera de comportarnos. Esto es en lo que insiste san Pablo en la segunda lectura de la Misa de hoy: «Sabéis cómo nos comportamos entre vosotros para vuestro bien» (1Tes 1,5). El deseo de dar buen ejemplo no ha de ser nunca la expresión del intento de diferenciarnos de los demás, quizá buscando la admiración o la complacencia. Por el contrario, el testimonio auténtico ha de ser, al mismo tiempo, caridad viva, interés activo por todos los que nos rodean: así nuestro comportamiento será manifestación verdadera del amor de Dios hacia cada persona. «La fraternidad bien vivida –escribe el prelado del Opus Dei– es un apostolado inmediato: tantas personas verán el cariño que nos tenemos y podrán exclamar, como lo hicieron con los primeros cristianos, “mirad cómo se aman”; se sentirán atraídos por ese amor cristiano»[3].


San Josemaría, al explicar lo que supone el testimonio cristiano, aclaraba: «Cuando te hablo del “buen ejemplo”, quiero indicarte también que has de comprender y disculpar, que has de llenar el mundo de paz y de amor»[4]. No tendría sentido que los demás hablaran bien de nosotros, pero tratándonos con distancia, como si fuésemos modelos fríos e inalcanzables. Precisamente porque a través de nuestro amor se hace presente la cercanía de Dios, nuestro principal testimonio consiste en regalarle al mundo esa paz y ese amor que hemos recibido del Señor.


En una ocasión, el fundador del Opus Dei se preguntaba: ¿Cómo daremos a conocer a Jesús? Y contestaba: «Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina»[5].


AL ESCUCHAR la primera lectura de la Misa de hoy, tomada del libro del Éxodo, nos damos cuenta de que amar a los demás puede ser exigente. El autor sagrado detalla una lista de personas especialmente vulnerables y que en la sociedad pueden sufrir de un trato injusto o llevar una vida más compleja: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos» (Ex 22,20-21). En el fondo, es una invitación del Señor a preguntarnos en todo momento por las personas más necesitadas de nuestro entorno, y no solamente por aquellas con las que quizá tengamos más afinidad. Lógicamente, esto no significa que descuidemos las relaciones con los que nos resulta más fácil entablar amistad; es más, el cariño que tenemos con ellos será el impulso para llegar también a todos los que nos rodean, de modo que en nuestro corazón no haya distinciones. Así era como vivía Jesús: todos los que se acercaban a él se podían sentir amados en una manera especial, única, aunque el Señor no estuviera más que un breve tiempo con ellos.


Ese amor al prójimo «está hecho de cercanía, de escucha, de compartir, de cuidado del otro. Y muchas veces nosotros descuidamos el escuchar al otro porque es aburrido o porque me quita tiempo, o de llevarlo, acompañarlo en sus dolores, en sus pruebas…»[6]. Precisamente cuando nos resulta especialmente difícil amar a una persona determinada, quizá porque no sentimos una sintonía espontánea hacia ella, podemos buscar nuestro refugio en Dios y decir con el salmista: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza» (Sal 17,2). La seguridad de Cristo nos ofrece un amor incondicional que, a su vez, nos permite lanzarnos a transmitir ese amor sin barreras a los demás. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Nuestro amor a Dios –caridad sobrenatural– es correspondencia a ese amor divino por todos y cada uno de nosotros, que el mismo Señor nos pone como modelo y horizonte de nuestro amor a los demás»[7]. Podemos pedir a la Virgen María la gracia de descubrir que hemos sido creados para amar, porque hemos recibido gratuitamente el infinito amor del Señor.


[1] Francisco, Ángelus, 25-X-2020.


[2] San Josemaría, Instrucción, mayo 1935 – septiembre 1950, n. 75.


[3] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 16.


[4] San Josemaría, Forja, n. 560.


[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 182.


[6] Francisco, Ángelus, 25-X-2020.


[7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 1.



28 de octubre de 2023

LA PLENA LIBERTAD DEL AMOR

 


Evangelio (Lc 6, 12-19)


“En aquellos días salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles: a Simón, a quien también llamó Pedro, y a su hermano Andrés, a Santiago y a Juan, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago de Alfeo, a Simón, llamado Zelotes, a Judas de Santiago y a Judas Iscariote, que fue el traidor”.



PARA TU RATO DE ORACION 



CELEBRAMOS hoy la fiesta de los apóstoles Simón y Judas Tadeo, que comparten fecha en el calendario porque en el Nuevo Testamento siempre se les nombra juntos cuando se cita el elenco de los Doce. Además, según algunas tradiciones antiguas, los dos habrían predicado y recibido el martirio en Mesopotamia, una región del Oriente Próximo situada entre los ríos Tigris y Éufrates, que coincide con algunas áreas del actual Irak y Siria.


El Evangelio de San Lucas nos dice de Simón que era llamado «Zelotes» (Lc 6,15), palabra que en arameo significaba literalmente ‘celoso’, ‘apasionado’. También se usaba para designar a quienes pertenecían o simpatizaban con un movimiento, por entonces en boga en Israel, que se oponía a la dominación romana alentando al impago de los impuestos y promoviendo distintos tipos de revueltas. Es muy posible que Simón compartiera las ideas de este grupo. Su sobrenombre indica que se distinguía «por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en las antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas»[1].


Los apóstoles, con sus diferencias, sabían convivir juntos porque tenían en Jesús el motivo de su cohesión: en él todos se encontraban unidos. «Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos»[2]. Por eso el prelado del Opus Dei invita a vivir una fraternidad cristiana que evite las «discriminaciones en las relaciones con unos y otros, que podrían surgir al constatar las diferencias. En realidad, tantas veces esa diversidad es una riqueza de caracteres, sensibilidades, aficiones, etc». La figura de san Simón nos muestra que es posible querer a los demás por encima de la simpatía o antipatía natural, amándonos «unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


SAN JUDAS Tadeo, cuyo apelativo significa ‘magnánimo’, hizo una pregunta a Jesús durante la Última Cena: «¿Qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). Es una cuestión que también podríamos plantearnos hoy: ¿Por qué el Señor no se manifestó resucitado de un modo más espectacular? ¿Por qué no se mostró victorioso ante sus adversarios? ¿Por qué solamente eligió a un número reducido de discípulos para que fueran testimonios de su resurrección?


La respuesta de Jesús, aunque a primera vista pueda parecer desconcertante, nos introduce en el misterio de la relación de Dios con los hombres, así como en el significado más profundo de su muerte y resurrección: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). En cambio, añade el Señor, «el que no me ama no guarda mis palabras» (Jn 14,24). «Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Solo así vemos al Resucitado»[4].


A veces quizá nos gustaría que Jesús interviniera de una manera más visible o inmediata en nuestra vida, así como en los grandes acontecimientos que marcan la historia del mundo. De hecho, podría hacerlo, como tuvo oportunidad en su paso por la tierra. Sin embargo, no es este el modo de proceder de Dios. Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, se presenta a la vez luminoso y discreto, interpelando nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de abrirnos y de reconocerle en aquello que compone nuestra jornada, tanto en la belleza que pasa inadvertida, como en el dolor que parece estallar, así como en el ir y venir que supone cuidar las relaciones personales. En todo, Jesús nos ofrece su mano amiga para extender su reino de caridad con magnanimidad. Entendemos así que él «ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos –predicaba san Josemaría–; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir. Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ese entrará»[5].


SAN JUDAS Tadeo es tradicionalmente considerado el autor de una de las epístolas del Nuevo Testamento. Se trata de una de las cartas denominadas católicas, porque iba dirigida a todos los cristianos y no solo a los de una ciudad en particular. Judas la envía «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo» (Jds 1,1). Después de este saludo, alerta a los cristianos acerca de algunas desviaciones morales y doctrinales que se estaban introduciendo en el seno de la Iglesia y que producían divisiones. Muchos de estos problemas hacían referencia a una falsa interpretación de la libertad cristiana, que convertía «en libertinaje la gracia de nuestro Dios» (Jds 1,4).


En el lenguaje común, a veces se puede reducir la libertad a hacer, sin más, lo que a uno le apetece y además el número de veces que nos pueda venir en gana. Sin embargo, «la libertad egoísta del hacer lo que quiero no es libertad, porque vuelve sobre sí misma, no es fecunda. Es el amor de Cristo que nos ha liberado y también es el amor que nos libera de la peor esclavitud, la del nuestro yo; por eso la libertad crece con el amor. Pero atención: no con el amor intimístico, con el amor de telenovela, no con la pasión que busca simplemente lo que nos apetece y nos gusta, sino con el amor que vemos en Cristo, la caridad: este es el amor verdaderamente libre y liberador»[6]. Por eso san Judas Tadeo finaliza su carta animando a los cristianos a mantenerse en el amor de Dios (cfr. Jds 1,20), es decir, a obrar en todo momento como Jesús: sirviendo a los demás y entregándose magnánimamente, pues comprendió del Maestro que es posible entregar la vida y abrazar «la muerte con la plena libertad del Amor»[7].


«La libertad adquiere su auténtico sentido –comentaba san Josemaría– cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[8]. Así es como vivieron tanto Simón como Judas Tadeo. Ellos nos muestran que una vida centrada en Cristo y en el servicio a nuestros hermanos lleva a una felicidad profunda, que nos libera de la esclavitud del pecado. La Virgen Ma


[1] Benedicto XVI, Catequesis, 11-X-2006.


[2] Ibíd.


[3] San Josemaría, Carta 30, n. 28.


[4] Ibídem.


[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 93.


[6] Francisco, Audiencia, 20-X-2021.


[7] San Josemaría, Vía Crucis, X estación.


[8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 27.

27 de octubre de 2023

PREOCUPARSE DEL MUNDO Y SUS PROBLEMAS


Evangelio (Lc 12,54-59)


En aquel tiempo, decía Jesús a la gente:


— Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: «Va a llover», y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: «Viene bochorno», y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo? ¿Por qué no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?


»Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo.



PARA TU RATO DE ORACION 


Seguir a Cristo significa preocuparse del mundo y sus problemas. Si realmente “el bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre”, sino que “han de ser conquistados cada día”[1], cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿Cómo puedo contribuir a ello? ¿Cuál es mi papel?


Una llamada a sentir el mundo como nuestro


Si nos paramos a pensarlo, el mundo es doblemente nuestro. Hemos sido llamados a co-crearlo, por un lado, y a co-redimirlo, por otro. El universo, creado en “estado de vía” (Catecismo de la Iglesia Católica, 302), ha sido encomendado al hombre para que, mediante su trabajo, colabore en el perfeccionamiento de la creación (Gen 1,28). Al mismo tiempo, el mundo está herido por el pecado, por lo que también el sufrimiento está presente. Esto mueve el corazón de Cristo. En el Evangelio vemos cómo, al ver a las multitudes de enfermos, “se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36), y curaba sus dolencias. De nuevo se conmueve ante quienes lo han seguido varios días y no tienen qué comer (cfr. Mt 15,32), e impulsa a sus discípulos a buscar el remedio, haciéndoles responsables de los demás: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13). Con lo poco que los discípulos encuentran, Jesús realiza el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Frente al sufrimiento o la indigencia, Jesús se compadece y responde activamente. Sale al encuentro de necesidades materiales, siempre con el objetivo de llegar a las almas y llevarlas a la vida eterna (cfr. Jn 6). Y, así como el Padre le ha enviado, Él nos envía a colaborar en su redención (Jn 20,21; Mt 28,18-20).


En otras palabras, el esfuerzo cristiano por promover la solidaridad tiene un motivo mayor que el simple deseo de acabar con el sufrimiento o mitigarlo. Esto es bueno y noble, pero el corazón de Cristo pide más: “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (Jn 13,35). Un hijo de Dios sabe que la motivación más profunda para la acción social se basa en el amor de Dios al mundo y a toda la humanidad, y en el hecho de que hemos sido llamados a devolver el mundo a Dios Padre, en Cristo, su Hijo: “Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo”[2].


Virtudes claves para servir a la sociedad


La llamada a transformar el mundo no puede quedarse en una idea abstracta. Cuidar y amar siempre conllevan acción: la justicia, la solidaridad y la caridad son virtudes para ser vividas. Cada una perfecciona un aspecto distinto de las decisiones y actividades que llevamos a cabo en nuestra relación con los demás. Y cada una de ellas puede ser vivida en dos áreas muy amplias: nuestro afán de renovar los sistemas y estructuras en nuestros círculos sociales y nuestros encuentros con personas.


La definición clásica de justicia es “el hábito que nos permite dar a cada uno lo que le corresponde”[3]. Es una virtud que podemos vivir en un plano horizontal, con nuestros compañeros, o vertical, tanto si tenemos autoridad sobre un grupo de personas como si no la tenemos. Una idea clave para vivir esta virtud es entrenarnos en reconocer qué debemos a los demás por nuestra relación con ellos. Podemos, en primer lugar, reflexionar sobre cómo vivimos la justicia en nuestro trabajo, haciéndolo bien y con integridad. Si tenemos autoridad, desearemos buscar verdaderamente el bien de las personas de las que somos responsables, no simplemente nuestro beneficio. Sin embargo, si nos tomamos en serio el hecho de que Dios nos ha confiado el mundo, veremos que nuestra actividad no termina en nuestro círculo inmediato de trabajo y familia. Podríamos considerar participar en otros proyectos o unirnos a iniciativas aparte de lo que ya hacemos, para favorecer que otros miembros de la sociedad puedan alcanzar unas condiciones de vida dignas.


Como virtud, la solidaridad resalta nuestra interdependencia. Si la justicia reconoce que toda persona merece ciertos bienes, la solidaridad reconoce nuestra unidad con otros: compartimos la misma naturaleza humana. Se trata, por eso, de “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común”[4], es decir, “pensar y actuar en términos de comunidad”[5]. Por un lado, el ejercicio práctico de esta virtud es similar al de la justicia: con nuestro trabajo y nuestros proyectos abordamos algunos rasgos de la sociedad, de forma que la ciudad en que vivimos o la comunidad en la que nos movemos sean lugares en los que cada persona pueda alcanzar su plenitud. Por otro lado, la solidaridad también consiste en dedicar tiempo a compartir el sufrimiento, no solo a afrontarlo. Puede que algunos de nosotros prefieran luchar públicamente por alguna causa en concreto y, por ejemplo, se esfuercen por sensibilizar sobre la salud mental y la seguridad psicológica en las familias. Otros preferirán mostrar solidaridad de forma más privada, de tú a tú, como visitandoa ancianos o enfermos, sin publicarlo en las redes sociales. La solidaridad es especialmente sensible a la vulnerabilidad y al sufrimiento: “surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común” y “se expresa concretamente en el servicio”[6].


La justicia y la solidaridad cristianas, sin embargo, se fundamentan en algo mayor que reconocer nuestra humanidad común. Gracias a la fe, vemos que tenemos en común un origen divino y humano, y un destino compartido[7]. Nos ha creado un Dios que nos ama y descendemos de Adán y Eva. Aún más: estamos destinados a la felicidad de Dios en Cristo, un fin que alcanzamos al ser incorporados a un Cuerpo, la Iglesia. En resumen, hay una unidad real entre todas las personas, una unidad que se actualiza mediante el amor. La justicia y la solidaridad encuentran su verdadero sentido solo cuando sabemos que en la vida humana, en último término, es el amor —la caridad— lo que nos hace responsables del desarrollo ajeno, en esta vida y con vistas a la siguiente.


De hecho, la caridad nos une primero y sobre todo a Dios[8]. Una forma concreta en la que esta realidad informa nuestra acción social es asegurando que nuestros objetivos, planes y proyectos sean siempre coherentes con el Evangelio, también cuando no estén explícitamente relacionados con él. Más aún, cuando nos involucramos en actividades en favor de otros, no debemos perder de vista que es la unión con Dios, su gracia, lo que hace posible nuestro amor hacia el prójimo. Mediante la caridad, consideramos al otro “como uno consigo” y esa atención afectiva “provoca una orientación a buscar su bien gratuitamente”[9]. Si nos relacionamos así con los demás, podemos acercarnos a lo que el Papa Francisco llama “amistad social”: un amor y fraternidad que no excluye a nadie, traspasa fronteras y puede ser una base firme para ciudades y países[10].


Cada uno de nosotros se encuentra en distintos ambientes y circunstancias. Además, cada sociedad y los grupos que la componen varían de país a país, así que las vías para concretar la justicia, la solidaridad y la caridad tendrán infinidad de variaciones. Aun así, hay pasos concretos que todos podemos considerar, para convertirnos en la clase de personas que serán agentes de cambio mediante estas virtudes.


Transformarnos constantemente para cambiar el mundo


El primer paso es cultivar nuestra capacidad para percibir situaciones de necesidad. Para ejercitar cualquier virtud, primero tengo que darme cuenta de cuál es la situación en la que me encuentro: en este caso, un problema social. Puede que mi objetivo sea pequeño, porque absorbe mi vida cotidiana y mi círculo inmediato de acción. Tal vez sé, en teoría, que hay muchos problemas en el mundo, pero no me he parado a examinarlos de cerca. Quizá me haya acostumbrado a reaccionar con pesar al ver u oír malas noticias, pero nunca me he planteado que esas situaciones pueden interpelarme y yo puedo responder. Puede que todo esto me haga menos sensible a las necesidades de quienes tengo cerca.


Decidir cultivar esa sensibilidad puede pasar por leer más noticias, o prestar atención en mi camino al trabajo, o mirar el tablón (físico, o en alguna red social) de mi parroquia. En toda sociedad hay al menos algún sector necesitado de justicia, solidaridad y caridad: los ancianos a los que nadie acompaña; los enfermos terminales; quienes no tienen acceso a comida, agua o un alojamiento digno; las personas con discapacidad y las familias que los cuidan (o quienes los abandonan). Los que sufren alguna enfermedad mental, niños o adultos con falta de acceso a la educación, comunidades —autóctonas, quizá, o inmigrantes— marginadas. Los sin techo o los refugiados. Las personas que sufren violencia doméstica o abusos, las víctimas de desastres naturales. Los trabajadores con condiciones laborales inhumanas, los presos o quienes viven en lugares de conflicto o con un alto nivel de inseguridad. Las madres solteras —o padres—; quienes sufren acoso escolar, o de otro tipo; víctimas de adicciones a las drogas o al juego. Quien no tiene acceso a la cultura, el deporte o el arte, los socialmente abandonados, los niños de la calle… Enumerar estas situaciones nos ayuda a ver que no hay falta de oportunidades para colaborar.


Por eso, el siguiente paso es comprometerse a actuar, no solo sentir. En nuestro mundo corremos el riesgo de permanecer pasivos ante inputs constantes. La solidaridad real no lleva solo a sentir compasión por las desgracias que presentamos, sino también a aliviar el sufrimiento siempre que podamos. Es imposible solucionar todos los problemas, pero tal vez podamos estudiar cómo contribuir a una sociedad más justa, o cómo dedicar parte de nuestro tiempo a un proyecto social, quizá incluso con amigos o en familia. Si los problemas a gran escala parecen fuera de nuestro alcance (aunque quién sabe, puede que no para todos nosotros), quizá podemos ayudar con un donativo a una organización que conozcamos.


Si decidimos involucrarnos en una actividad cívica, otro hábito importante es el de pensar y planear un impacto significativo, incluso si es algo como un día dedicado a ayudar en un centro para personas con discapacidad. Para quienes se ven limitados a actividades a corto plazo, sería una pena ofrecer soluciones a modo de “parches”, o buscando un sentimiento de satisfacción o alivio. Y quienes puedan llevar a cabo iniciativas a largo plazo, es importante evitar crear dependencia permanente de esas ayudas. Podemos realizar obras muy buenas si identificamos claramente los objetivos que nos proponemos en el tiempo que tenemos: en esta visita de un día a una casa de acogida para personas con discapacidad, enseñamos a nuestros voluntarios a afirmar su dignidad personal y subrayamos el valor que supone hacer compañía. También podemos llevar a cabo proyectos buenos si estudiamos con seriedad el problema al que nos enfrentamos, para llegar a su raíz, de forma que las intervenciones que diseñemos capaciten a las personas que ayudamos, proporcionando herramientas y habilidades con las que puedan, en último término, ayudarse ellos mismos. En vez de construir casas para comunidades pobres, por ejemplo, podemos involucrar a las personas, de modo que se sientan realmente dueños de sus hogares y se comprometan a un plan de formación para capacitarse para el trabajo, de forma que consigan mantener un entorno sano y humano.


El Papa Francisco nos dice que la solidaridad es “mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos […]. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia […]”[11].


La solidaridad nos lleva a la paz “La oración es la fuerza mansa y santa a oponer a la fuerza diabólica del odio, del terrorismo, de la guerra”. Acaba de proclamar el papa Francisco.


El papa Francisco nos pide que no tengamos miedo de "convertirnos en mendigos de paz" uniéndose a "las hermanas y hermanos de otras religiones, y a todos aquellos que no se resignan a la inevitabilidad del conflicto". Y pide a políticos y diplomáticos que "crucen el muro de lo imposible", el erigido, escribe, "sobre razonamientos que parecen irrefutables, sobre la memoria de tantos dolores pasados y grandes heridas sufridas". "Yo - asegura el Papa - me uno a vuestra oración por el fin de las guerras y agradezco de corazón lo que hacéis".


Expandir nuestra zona de confort


Ser agente de justicia, solidaridad y caridad no se reduce a nuestra actitud personal. Hay por lo menos otros dos ámbitos en los que podemos crecer como cristianos.


Cuando nos involucramos en los problemas que hay a nuestro alrededor, seguramente encontramos más gente que siente la misma pasión por cambiar el mundo, pero cuyas ideas o estilos de vida quizá no están informados por la fe en Cristo. Sin embargo, esto no significa que no podamos compartir objetivos comunes, verdaderamente humanos. Puede que una forma muy concreta de vivir la solidaridad y la caridad sea atrevernos a dialogar con quienes piensan distinto que nosotros, para encontrar una forma de trabajar juntos, en vez de unos contra otros. Quizá el esfuerzo por la justicia tendrá mejores resultados si procuramos superar la polarización, un tema especialmente relevante en nuestra época, tanto online como cara a cara. Primero debemos escuchar y dialogar, para encontrar lo que nos une, y así conseguir un bien mayor para quienes más sufren en nuestra sociedad.


Finalmente, podemos atrevernos a dar cada vez un paso más. Por ejemplo, a raíz de intentar vivir la justicia en el trabajo podemos considerar cómo impacta nuestra empresa o institución en la comunidad en la que se mueve. Después, podemos plantearnos la posibilidad de colaborar en una iniciativa social, fuera del ámbito laboral. Y más tarde, podemos involucrar a más personas. Si elegimos una necesidad que queremos afrontar, si nos comprometemos a actuar y planeamos soluciones a largo plazo, entonces la justicia, la solidaridad y la caridad podrán configurar también la realidad a nuestro alrededor.


Ver a Cristo en cada persona


Miramos a nuestro mundo imperfecto y vemos que las posibilidades de transformación son inagotables. Obviamente hay mucho trabajo por hacer, y aquí hemos detallado algunos hábitos que nos capacitan para llevar a cabo la acción social de forma efectiva y ofrecer soluciones reales a los problemas que vemos. Pero hay algo que debe tener un lugar prioritario en la cabeza y el corazón de un hijo de Dios: la verdadera misión del cristiano en el mundo no consiste meramente en resolver problemas, sino que se trata de darvalor a cada persona.


En otras palabras, la eficacia es importante, pero debemos ir más allá. Podríamos conseguir montar y mantener un programa de alimentación y educación, y así cubrir las necesidades básicas de niños de una comunidad en riesgo, y podríamos lograr crear un compromiso solidario por parte de quienes colaboran en el programa. Pero si aquellos a quienes ayudamos son solo un colectivo anónimo para nosotros, simples “beneficiarios”, si los vemos como resultados que nos dan la medida del éxito del programa, o si nos quedamos en nuestro sentimiento de satisfacción ante una buena obra…, entonces no hemos llegado al corazón del Evangelio. La justicia y la solidaridad no pueden separarse de la verdadera caridad, que nos permite ver a Cristo en los demás.


Esto supone, por ejemplo, que en cualquier actividad en la que participemos, o en nuestra forma de comportarnos, intentemos centrarnos en las personas: “La generalización de los remedios sociales […] –que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban–, no podrá suplantar nunca la ternura eficaz –humana y sobrenatural– de este contacto inmediato, personal, con el prójimo”[12]. Intentamos ser conscientes de cómo miramos a las personas a las que ayudamos, saber quiénes son y no solo qué necesitan, porque una persona es mucho más que aquello de lo que carece.


Durante el tiempo que estamos en contacto con aquellos a quienes ayudamos, entramos en sus necesidades y su dolor, ofreciendo cuidado y no un realismo frío o indiferente[13]. Esto trae verdadero consuelo, un contacto humano que es tan apreciado como el alivio material. Compartimos con ellos tiempo, atención y presencia, consiguiendo – para ellos y para nosotros – la presencia de Cristo. Así les damos ese “don sincero de uno mismo” que es nuestra verdadera realización[14]. No solo amamos al prójimo, “nos convertimos” en el prójimo de cada uno, así como Cristo nos ha pedido que hagamos[15].


[1] Fratelli Tutti, 11


[2] Gaudium et Spes, 39.


[3] “...la justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho. Y esta definición es casi igual a aquella que pone el Filósofo en V Ethic., diciendo que la justicia es el hábito según el cual se dice que uno es operativo en la elección de lo justo”: Summa Theologica II-II, Q. 58, Art. 1 co.


[4] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 193.


[5] Fratelli Tutti, 116.


[6] Fratelli Tutti, 115.


[7] Cfr. Laudato si’, 202.


[8] ST II-II Q. 26, Art 1 co. y Art. 2 co.


[9] Fratelli Tutti, 93.


[10] Cfr. Fratelli Tutti, 94, 99.


[11] Fratelli Tutti, 116.


[12] San Josemaría, Carta 24-X-1942, n. 44.


[13] Cfr. Fernando Ocáriz, Carta 14-II- 2017, 31.2.


[14] Cfr.Gaudium et Spes, 24: “[Jesús] sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.


[15] Cfr. Fratelli Tutti, 81: “La propuesta es la de hacerse presentes ante el que necesita ayuda, sin importar si es parte del propio círculo de pertenencia. En este caso, el samaritano fue quien se hizo prójimo del judío herido. Para volverse cercano y presente, atravesó todas las barreras culturales e históricas. La conclusión de Jesús es un pedido: «Tienes que ir y hacer lo mismo» (Lc 10,37). Es decir, nos interpela a dejar de lado toda diferencia y, ante el sufrimiento, volvernos cercanos a cualquiera. Entonces, ya no digo que tengo “prójimos” a quienes debo ayudar, sino que me siento llamado a volverme yo un prójimo de los otros”.

26 de octubre de 2023

UN FUEGO QUE CAMBIA NUESTRA VIDA



 Evangelio (Lc 12,49-53)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división.


Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.



PARA TU RATO DE ORACION 


MIENTRAS va de camino a Jerusalén, el Señor revela a sus discípulos algunos de los anhelos más profundos que lleva en su corazón: «Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12,49-50). El fuego, en este contexto, es el del amor divino, que desea comunicar a todas las almas para purificarlas y para encenderlas; con su bautismo se refiere Jesús a la cruz, donde iba a hacer patente ese ardiente amor por nosotros.


Estas palabras del Señor se grabaron intensamente en el alma de san Josemaría desde su juventud, incluso antes de que Dios le hiciera ver el Opus Dei: «Antes de saber lo que el Señor quería de mí –pero sabiendo que quería algo–, muchas veces expansionaba el corazón y decía a gritos aquel igne veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12,49). Y contestaba, también cantando: Ecce ego quia vocasti me! (1 Sam 3,5ss). Mi hermano, entonces muy pequeño (...), se aprendió aquellas palabras sin saber lo que significaban, y de cuando en cuando venía a cantarlas, ¡muy mal cantadas!, a mi lado. Tenía que echarle: ¡vete, vete! Pero me daba mucha alegría oírselas, porque para mí eran un acicate: que lo sean también para vosotros; que no estéis nunca apagados; que os sepáis portadores de fuego divino, de luz divina, de calor de cielo, de amor de Dios, en todos los ambientes de la tierra»[1].


Jesús vino al mundo a traer la buena noticia de la salvación. Con esas palabras, «nos está diciendo que el Evangelio es como un fuego, porque es un mensaje que, cuando irrumpe en la historia, quema los viejos equilibrios de la vida, nos desafía a salir del individualismo, nos desafía a superar el egoísmo, nos desafía a pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la vida nueva del Resucitado»[2]. La palabra de Jesús no deja indiferente, sino que enciende en cada uno la inquietud de ponerse en camino para escuchar la llamada del Señor y las necesidades de los demás. Por eso es como el fuego, porque «mientras nos calienta con el amor de Dios, quiere quemar nuestros egoísmos, iluminar los lados oscuros de la vida (...), consumir los falsos ídolos que nos hacen esclavos»[3].


LAS IMÁGENES del fuego y del bautismo hacen también referencia al día de Pentecostés. El fuego que ardía en el corazón de Cristo es el mismo fuego del Espíritu Santo: es él quien nos hace llegar la gracia divina. El fuego es imagen de la caridad, el amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Secundando dócilmente esta acción divina podemos aspirar a la santidad, enraizada en las circunstancias reales y concretas en que vivimos; una santidad, por tanto, «que asume, eleva y lleva a la perfección la personalidad de cada uno, sin destruirla»[4].


«Estamos acostumbrados a pensar que el amor proceda esencialmente de nuestro cumplimiento, de nuestro talento, de nuestra religiosidad. En cambio, el Espíritu nos recuerda que, sin el amor en el centro, todo lo demás es vano. Y que este amor no nace tanto de nuestras capacidades, este amor es un don suyo. Él nos enseña a amar y tenemos que pedir este don»[5]. Si nos dejamos guiar por el Paráclito, él podrá purificar nuestro corazón, de manera que podamos experimentar el gozo de la libertad, pues «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3,17). «El Espíritu Santo da la posibilidad de ser, no meros observantes de la ley, sino libres, fervientes y fieles realizadores del designio de Dios»[6].


En este sentido, san Pablo escribió a los Romanos: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15). El Señor quiere que nuestra relación con él no sea la de un siervo con su amo, sino la de un hijo con su padre. Por eso, todas las acciones de nuestro día a día pueden ser un gesto de amor, también aquellas que requieren mayor sacrificio. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Se puede hacer con alegría –y no de mala gana– lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente»[7]. El Espíritu Santo nos podrá ayudar a que nuestras obras sean manifestación del amor que mueve nuestra vida.


EL FUEGO del amor de Dios fue encendido en nuestra alma por el bautismo, cuando el Espíritu Santo empezó a inhabitar en nosotros. Pero un fuego puede mantenerse intenso, o bien menguar hasta reducirse a una brasa bajo la ceniza, o incluso apagarse del todo. Los cristianos estamos llamados a mantener encendida la llama de la fe y del amor en nuestro corazón, y un buen modo de hacerlo es transmitirla a otros: dar luz y calor cada día, a quienes nos rodean, con nuestro testimonio, nuestra comprensión y nuestra amistad.


«La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Esas personas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[8].


Podemos pensar en aquellas personas que, a lo largo de nuestra vida, nos han ofrecido esa luz del Señor. Con su auténtico cariño por nosotros y su profunda alegría quizá encendieron en nuestra alma el deseo de cultivar una mayor intimidad con Dios. Además de tener hacia ellas un sentimiento de gratitud, nos pueden impulsar a reflejar también esa luz a aquellos que nos rodean. Como hijos de Dios, somos «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. –El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»[9]. Podemos pedir a la Virgen María que tengamos el mismo afán de su Hijo por extender el fuego de su amor por toda la tierra.


[1] San Josemaría, Tertulia, 12-II-1975.


[2] Francisco, Ángelus, 14-VIII-2021.


[3] Ibid.


[4] San Juan Pablo II, Audiencia, 10-IV-1991.


[5] Francisco, Homilía, 5-VI-2022.


[6] San Juan Pablo II, Audiencia, 10-IV-1991.


[7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018.


[8] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 49.


[9] San Josemaría, Forja, n. 1.


25 de octubre de 2023

Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos.



 Evangelio (Lc 12, 39-48)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre».


Y le preguntó Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?»


El Señor respondió: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: “Mi amo tarda en venir”, y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán».


PARA TU RATO DE ORACION 


EN SU CARTA a los Romanos, san Pablo quiso prevenir a los cristianos sobre la realidad del pecado y les animó a ponerse por entero al servicio del Señor: «Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado, como instrumentos para la injusticia; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos para la justicia» (Rm 6,12-13).


San Pablo, como muchos santos, es bien consciente de lo mucho que el pecado nos promete y de lo poquísimo que cumple; de lo mucho que quita y de lo poco que ofrece; de la ilusión que suscita y de la amargura que deja. El pecado da al hombre una soberanía solo aparente y nos hace desconfiar de la soberanía de Dios, hasta el punto de que su presencia se difumina en el horizonte de la propia existencia. «Dos amores han dado origen a dos ciudades –escribe san Agustín–: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor»[1]. En ocasiones la tentación subraya los aparentes beneficios inmediatos del pecado, que pueden resultar apetecibles. Sin embargo, la tentación siempre nos esconde lo que el pecado nos va a quitar, el bien que nos perdemos, la ciudad que abandonamos, las relaciones que dañamos.


En la medida en que tomamos posición a lo largo de nuestra vida, en el ámbito social y profesional, nos vamos convirtiendo en aquello que elegimos, nos vamos identificando con el objeto de nuestras determinaciones y desarrollamos una inclinación hacia los bienes, reales o aparentes, que perseguimos. Si escogemos el pecado, poco a poco nos inclinamos hacia esa ciudad de los hombres. Si optamos por el bien, aunque a veces pueda costar, nuestro corazón irá adquiriendo una connaturalidad hacia lo bueno, un gusto por la ciudad de Dios. De este modo, adquirimos una mirada «que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo»[2].


DURANTE su predicación, Jesús recuerda a la gente que elegir bien, formar un corazón inclinado a sus mandamientos, es algo posible y necesario. Y para ilustrar lo que quiere compartir con sus oyentes, acude a una parábola. Les habla de un administrador a quien su amo dejó a cargo de la hacienda. Ese servidor, sabiendo que su amo estaba lejos y que tardaría en llegar, se comportó de un modo egoísta y cruel. Cuando el señor llegó, lo sorprendió en ese estado y le sancionó severamente. Quizá ese siervo pensó que podía permitirse el lujo de vivir a costa de su señor. Tal vez se convenció de que él tenía el control, de que sabía calcular la llegada del amo y sería capaz de tapar sus malas obras y presentarse como alguien respetable. Pero la parábola deja entrever que esa es una falsa seguridad.


Orientar nuestro corazón hacia el bien no es algo que se consigue de un día para otro. El Señor, como al criado, nos concede un espacio de tiempo para que, con su gracia y con nuestra libertad, queramos dirigir nuestros afanes e ilusiones hacia él, porque eso es lo que nos hará de verdad felices. Y esto se traduce en consecuencias concretas en nuestro día a día que, si se viven con autenticidad, nos hacen descubrir la felicidad que proviene de vivir junto a Dios. «Si, por ejemplo, un joven desea convertirse en médico, tendrá que emprender un recorrido de estudios y de trabajo que ocupará algunos años de su vida, como consecuencia tendrá que poner límites, decir algún “no”, en primer lugar, a otros estudios, pero también a posibles entretenimientos o distracciones, especialmente en los momentos de estudio más intenso. Pero el deseo de dar una dirección a su vida y de alcanzar esa meta –llegar a ser médico era el ejemplo– le consiente superar estas dificultades. El deseo te hace fuerte, valiente, te hace ir adelante siempre»[3]. Por eso, san Josemaría solía emplear la imagen del combate para hablar de la santidad: un camino donde hallaremos pruebas pero también la paz. «Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos»[4].


UN MEDIO que Dios nos ha dado para orientar nuestro corazón hacia él es el de la Confesión. Cuando acudimos a este sacramento es Jesús quien nos alienta y quien nos anima. «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 123,7-8). Y en ese nombre nos perdona los pecados el sacerdote. Para quienes se han confesado después de mucho tiempo, se trata de un instante que no deja indiferente. Pero quienes acuden con frecuencia, quizá pueden pensar que sus confesiones son un poco rutinarias. En este sentido, san Josemaría recordaba que «el Señor instituyó el sacramento de la Penitencia no solo para perdonar los pecados, sino para darnos fortaleza y para que tuviéramos ocasión de recibir una orientación y una ayuda espiritual»[5]. Es decir, que aunque a nosotros nos parezca una confesión rutinaria, Dios nos está dando su gracia para afrontar esas luchas que componen nuestro día y para liberarnos del pecado: «Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida»[6].


En cada Confesión nos encontramos con el padre de la parábola que está esperándonos y que desea ardientemente que regresemos a casa. «Con demasiada frecuencia pensamos que la Confesión consiste en presentarnos a Dios cabizbajos. Pero, para empezar, no somos nosotros los que volvemos al Señor; es él quien viene a visitarnos, a colmarnos con su gracia, a llenarnos de su alegría. Confesarse es dar al Padre la alegría de volver a levantarnos. En el centro de lo que experimentaremos no están nuestros pecados, están, pero no están en el centro; sino su perdón: este es el centro»[7]. Por eso san Josemaría animaba a sus hijos a amar este sacramento: «A mí, me da tanta alegría acudir a este medio de la gracia, porque sé que el Señor me perdona y me llena de fortaleza. Y estoy persuadido de que, con la práctica piadosa de la Confesión sacramental, se aprende a tener más dolor y, por tanto, más amor»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a experimentar la alegría de recibir al Señor en nuestra casa cada vez que nos acercamos al sacramento de la Confesión.


[1]San Agustín, De civitate Dei, 14, 28.


[2]Francisco, Homilía, 15-VIII-2014.


[3] Francisco, Audiencia, 12-X-2022.


[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.


[5] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 8-X-1972, citado en Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría (III), E. Burkhart – J. López, p. 498.


[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 38.


[7]Francisco, Homilía, 25-III-2022.


[8] San Josemaría, A solas con Dios, n. 259.





24 de octubre de 2023

VIGILAR

 



Evangelio (Lc 12, 35-38)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos».


PARA TU RATO DE ORACIÓN 


EN UNA OCASIÓN, Jesús dirigió esta advertencia a sus discípulos: «Tened ceñidas vuestras cinturas y encendidas las lámparas» (Lc 12,35). Las amplias vestiduras que solían usar los judíos se ceñían a la cintura a la hora de viajar o realizar ciertos trabajos. Las palabras de Jesús, por tanto, son una invitación a estar disponible para realizar una tarea o a prepararse para trasladarse a otro sitio. En este mismo sentido, tenían las lámparas encendidas quienes esperaban la llegada de alguna visita, o se mantenían vigilantes y atentos por algún motivo importante.


Con estos ejemplos, sacados del día a día, el Señor exhortaba a sus discípulos a la vigilancia. Por un lado, se refiere a la disposición de los cristianos que esperan la venida final de Jesús. Por otro, también se puede entender «como la actitud ordinaria que hay que tener en la conducta de vida, de forma que nuestras buenas decisiones, realizadas a veces después de un arduo discernimiento, puedan proseguir de forma perseverante y coherente y dar fruto»[1]. Se trata, por tanto, de una vigilancia que nos lleva a custodiar el regalo de la vocación que Dios nos ha dado, de manera que nuestras acciones y sentimientos sean acordes con ella.


Por el contrario, un alma dormida es aquella que no se deja interpelar por lo que le rodea y confía en su capacidad de control. Esta somnolencia nos puede hacer caer «en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha. Pero esta falta de sensibilidad de las almas, esta falta de vigilancia, (...) otorga un poder en el mundo al maligno»[2]. Jesús no llama a los apóstoles a estar tranquilos o a conformarse con el bien que realizan; les invita, más bien, a velar en todo momento para que sus corazones no se aparten de él. Y esta vigilancia les llevará a ser humildes, pues no pondrán su seguridad en la propia complacencia, sino principalmente en Dios, que es el primero que vela por cada uno de nosotros.


JESÚS compara esa vigilancia con la actitud de los criados que esperan la llegada de su señor. Ellos saben que tarde o temprano llegará y que aquel encuentro les cambiará su existencia, pues ya no serán tratados como siervos sino como iguales: «Les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá» (Lc 12,37). Cristo conoce que «nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar»[3]. Jesús es ese señor por el que los cristianos estamos velando y que a su llegada nos ofrecerá una vida mucho más grande de lo que podemos imaginar.


En el día a día podemos poner nuestras esperanzas en realidades que nos llenan de ilusión: un plan familiar, un rato de deporte con amigos, la celebración de una fiesta, etc. En este sentido, el prelado del Opus Dei señala: «Esperar el encuentro diario con Jesús en el sagrario: esto será señal de amor verdadero». Y añade que también podemos unir aquellas esperanzas más cotidianas con la Eucaristía: «Hacer del sagrario el centro, el punto de convergencia de nuestras esperanzas, será un camino seguro para crecer en amor a Cristo»[4]. Solo Jesús puede saciar nuestros anhelos de felicidad más profundos. Mientras esperamos su llegada podemos empezar a disfrutar de esa alegría en las realidades del día a día, cuando las saboreamos unidos a él.


«ME GUSTA hablar de camino –predicaba en una ocasión san Josemaría–, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria. Pero mirad que un camino, aunque puede presentar trechos de especiales dificultades, aunque nos haga vadear alguna vez un río o cruzar un pequeño bosque casi impenetrable, habitualmente es algo corriente, sin sorpresas. El peligro es la rutina: imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario!»[5]. Efectivamente, a veces la monotonía nos puede impedir darnos cuenta de lo que tenemos entre manos. Como cada día hacemos prácticamente lo mismo, es fácil acostumbrarse y no percibir que la realidad –el trabajo, las relaciones familiares o de amistad, etc.– es mucho más grande de lo que parece a simple vista: son momentos en los que Dios nos espera.


San Pablo finaliza así su carta a los Corintios: «Vigilad, estad firmes en la fe, sed fuertes, tened ánimo; todas vuestras obras hacerlas en la caridad» (1 Cor 16,13). La vigilancia nos lleva a poner amor en todo lo que hacemos. De este modo, cada día podrá ser distinto, pues será expresión de un amor renovado, que se expresa de una manera única en esa jornada y que tiene un valor de eternidad. «Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás –precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano– las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semilla de eternidad!»[6]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a superar la rutina convirtiendo todo lo que hacemos en un acto de amor a su Hijo.


[1] Francisco, Audiencia, 14-XII-2022.


[2] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, segunda parte, Ediciones Encuentro, p. 181, 2011.


[3] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 31.


[4] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, “El centro de las esperanzas”, Ediciones Palabra, p. 235.


[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.


[6] San Josemaría, Ibíd., n. 68.

23 de octubre de 2023

Él proveerá

 



Evangelio (Lc 12, 13-21)


En aquel tiempo, le dijo uno de la gente: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».


Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».


Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».


Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”.


Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.


Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”.


Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».



PARA TU RATO DE ORACION 


EL MODO de ser de Jesús, cálido y cercano, hace que quienes le rodean puedan entrar rápidamente en confianza con él. Es fácil acercarse al Maestro y plantearle, sin muchos rodeos, cualquier dificultad. Muchos llegan al Señor con grandes interrogantes; otros, en cambio, le plantean problemas más cotidianos con el fin de obtener orientación o consuelo. En todo caso, el Hijo de Dios atiende cada súplica con el deseo de dar luz a esa persona necesitada.


San Lucas nos habla de una petición que alguien dirigió al Señor de modo directo y confiado: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo» (Lc 12,13). Desde un punto de vista humano puede ser comprensible el ruego de este hombre. No conocemos los pormenores de la disputa, ni quién de los implicados llevaba más razón; el caso es que esa persona se halla en una situación complicada, que le agobia, y busca en Dios una solución. Y Jesús responde: «¿Quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros?» (Lc 12,14).


Con su respuesta, el Señor no busca desentenderse de nuestras preocupaciones. Más bien nos señala dónde está el origen de la resolución de los problemas y de cómo establecer en nuestros hogares –contando con nuestra libertad– el reino de Dios. Jesús viene a liberarnos de nuestros pecados y a darnos su gracia; y, al mismo tiempo, parece dejar en nuestras manos la orientación de muchos aspectos de nuestra vida, como vemos en otras ocasiones –«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20,25)–. De este modo, nos muestra que «la oración no es un calmante para aliviar las ansiedades de la vida; o, de todos modos, una oración de este tipo no es seguramente cristiana. Más bien la oración responsabiliza a cada uno de nosotros».


JESÚS aprovecha el ruego que le dirige esta persona para invitar a quienes le escuchan a vivir desprendidos de los bienes materiales: «Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de lo que posee» (Lc 12,15). Y a continuación el Señor narra una parábola protagonizada por un terrateniente acaudalado, poseedor de tierras que le proporcionaron grandes cosechas. Este propietario toma la decisión de poner al resguardo todo el grano cosechado en nuevos graneros, para vivir luego cómodamente. Sin embargo, Dios le hace ver a ese hombre que esa misma noche dejará este mundo, y le hace considerar la insensatez de haberse preocupado demasiado por los bienes de aquí abajo, desatendiendo en cambio los bienes que valen la pena. El destino de aquella persona habría sido bien distinto si hubiera recordado que todos esos medios eran en verdad ocasión de amar a Dios. «Honra al Señor con tu hacienda y con las primicias de todas tus ganancias. Así se llenarán tus graneros de abundancia y tus lagares rebosarán de mosto» (Pr 3, 9-10).


El Señor no censura la posesión de riquezas, ni la prudente preocupación por las situaciones terrenas. Pero Jesús desea que nuestro corazón no quede aprisionado en esos bienes, pues solo pueden darnos una alegría relativa y superficial. Así lo hacía notar san Josemaría: «Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las cosas de aquí abajo –he sido testigo de verdaderas tragedias– pervierte su uso razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento». En cambio, el desprendimiento nos permite alzar la mirada y tomar distancia de lo que nos parece indispensable. De este modo, podemos ver, por encima de todo, los dones que el Señor nos tiene preparados: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra» (Col 3,1-2).


EL DESPRENDIMIENTO crea en nosotros la capacidad de descubrir los bienes que valen la pena. Esto fue lo que supo apreciar Abraham, y que san Pablo hizo notar en su Carta a los Romanos: «Ante la promesa de Dios no titubeó con incredulidad, sino que fue fortalecido por la fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que él es poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rm 4, 20-21). No hay nada más inmaterial y menos inmediato que una promesa. Pero esto fue lo que Dios le dio a Abraham. No le proporcionó en el mismo momento una tierra o una descendencia, ni tampoco una gran fuente de riquezas, sino una promesa. El patrimonio de Abraham es casi netamente inmaterial y, al mismo tiempo, no cabe pensar en ninguna riqueza mayor: además de que el Señor cuidó a Abraham a lo largo de su vida y se hizo muy cercano a su familia, a la vuelta de los siglos esa tierra y esa descendencia serán una realidad que superará con creces cualquier posibilidad de la imaginación.


El desprendimiento nos brinda la posibilidad de percibir esos bienes inmateriales con los que Dios quiere hacernos verdaderamente ricos, como hizo con Abraham y como ha hecho con tantos santos. Son dones que no hace falta esperar al cielo para disfrutarlos, sino que con frecuencia podemos ya degustarlos tanto en el hoy de nuestra vida como a la vuelta de los meses o años: la cercanía que nos ofrece Dios en los sacramentos, el amor que nos brinda nuestra familia y nuestros amigos, la alegría que experimentamos cuando servimos a los demás, la satisfacción que sentimos por un trabajo bien hecho que hemos santificado… En todo podemos descubrir la discreta manera de bendecirnos que suele tener la providencia de Dios. «Querría grabar a fuego en vuestras mentes –comentaba san Josemaría– que tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y él proveerá. Creedme que solo así nos conduciremos como señores de la Creación». La Virgen María, que puso su felicidad en la promesa de que sería Madre de Dios, nos podrá ayudar a descubrir las verdaderas riquezas que el Señor nos tiene preparadas





22 de octubre de 2023

FIESTA DE SAN JUAN PABLO II


Domingo 29 del Tiempo Ordinario


Evangelio (Mt 22, 15-21)


Entonces los fariseos se retiraron y se pusieron de acuerdo para ver cómo podían cazarle en alguna palabra. Y le enviaron a sus discípulos, con los herodianos, a que le preguntaran:

—Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas de verdad el camino de Dios, y que no te dejas llevar por nadie, pues no haces acepción de personas. Dinos, por tanto, qué te parece: ¿es lícito dar tributo al César, o no?

Conociendo Jesús su malicia, respondió:

—¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda del tributo.

Y ellos le mostraron un denario.

Él les dijo:

—¿De quién es esta imagen y esta inscripción?

—Del César —contestaron.

Entonces les dijo:

—Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Al oírlo se quedaron admirados, lo dejaron y se fueron.



 PARA TU RATO DE ORACION 

Hoy 22 de octubre se celebra la fiesta de San Juan Pablo II. Elegido Sumo Pontífice el 16 de octubre de 1978, falleció el 2 de abril de 2005 en Roma. Fue canonizado el 27 de abril de 2014 por el papa Francisco.


Siete consejos de San Juan Pablo II


1. El nacimiento de la nueva Europa del espíritu. Una Europa fiel a sus raíces cristianas, no encerrada en sí misma sino abierta al diálogo y a la colaboración con los demás pueblos de la tierra.


2. Deseo para cada uno la paz que sólo Dios, por medio de Jesucristo, nos puede dar; la paz que es obra de la justicia, de la verdad, del amor, de la solidaridad; la paz que los pueblos sólo gozan cuando siguen los dictados de la ley de Dios; la paz que hace sentirse a los hombres y a los pueblos hermanos unos con otros.


3. Los jóvenes están llamados a ser los protagonistas de los nuevos tiempos. Tengo plena confianza en ellos y estoy seguro de que tienen la voluntad de no defraudar ni a Dios, ni a la Iglesia, ni a la sociedad de la que provienen.


4. Cuando falta el espíritu contemplativo no se defiende la vida y se degenera todo lo humano. Sin interioridad el hombre moderno pone en peligro su misma integridad.


5. Queridos jóvenes, ¡Id con confianza al encuentro de Jesús! Y, como los nuevos santos, ¡No tengáis miedo de hablar de Él! pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino. Es preciso que vosotros jóvenes os convirtáis en apóstoles de vuestros coetáneos.


6. Surgirán otros frutos de santidad si las comunidades eclesiales mantienen su fidelidad al Evangelio que, según una venerable tradición, fue predicado desde los primeros tiempos del cristianismo y se ha conservado a través de los siglos.


7. Recordad siempre que el distintivo de los cristianos es dar testimonio audaz y valiente de Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación


MENSAJE DE JPII 

EN LAS ULTIMAS

 JORNADAS DE LA JUVENTUD

 1986.


Queridos jóvenes, amigos:


“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El”.


1. El 8 de junio pasado, tuve la inmensa alegría de anunciar la celebración de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en Buenos Aires, el domingo de Ramos de 1987. Estaré entonces, con la ayuda de Dios, culminando mi visita apostólica a las Naciones del cono sur americano: Uruguay, Chile y Argentina.


En Buenos Aires, tendré el gran gozo de encontrarme no sólo con la juventud argentina, sino también con muchos jóvenes provenientes del área latinoamericana y de otros países del mundo. En aquel esperado encuentro, nos sentiremos todos en comunión de oraciones, de amistad y fraternidad, de responsabilidad y compromiso, con los demás jóvenes que, en torno a sus Pastores celebrarán esta Jornada en las Iglesias locales de todo el mundo; nos sentiremos unidos también con todos aquellos que buscan a Dios con corazón sincero y desean dedicar sus energías juveniles a la construcción de una nueva sociedad más justa y fraterna.


No deja de ser significativo que, esta vez, la Jornada tenga su lugar central de celebración en tierras latinoamericanas, pobladas mayoritariamente por jóvenes, que son los animadores y futuros protagonistas del llamado “continente de la esperanza”. La Iglesia latinoamericana, proclamó en Puebla de los Ángeles (México) su “opción preferencial por los jóvenes” y se dispone a una “nueva evangelización” para rejuvenecer las raíces, la tradición, la cultura cristiana de sus pueblos, a las puertas ya del “medio milenio” de su primera evangelización. Pero nuestra mirada se alarga a los cuatro puntos cardinales y nuestra palabra quiere convocar a todos los jóvenes y las jóvenes del Norte y del Sur, del Este y del Oeste, que serán los hombres y mujeres del 2000 y a quienes la Iglesia reconoce y acoge con esperanza.


2. El tema y contenido de esta Jornada Mundial pone ante nuestros ojos el testimonio del Apóstol San Juan cuando exclama: “Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.


A este propósito, deseo recordaros un pensamiento que expuse en mi primera Encíclica: “El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”. ¡Y cuánto más podría destacarse dicha realidad para la vida de los jóvenes, en esta fase de especial responsabilidad y esperanza, del crecimiento de la persona, de definición de los grandes significados, ideales y proyectos de vida, de ansia de verdad y de caminos de auténtica felicidad! Es entonces cuando más se experimenta la necesidad de sentirse reconocido, sostenido, escuchado y amado.


Vosotros sabéis bien, desde lo profundo de vuestros corazones, que son efímeras y sólo dejan vacío en el alma las satisfacciones que ofrece un hedonismo superficial; que es ilusorio encerrarse en la caparazón del propio egoísmo; que toda indiferencia y escepticismo contradicen las nobles ansias de amor sin fronteras; que las tentaciones de la violencia y de las ideologías que niegan a Dios llevan sólo a callejones sin salida.


Puesto que el hombre no puede vivir ni ser comprendido sin amor, quiero invitaros a todos a crecer en humanidad, a poner como prioridad absoluta los valores del espíritu, a transformaros en “hombres nuevos”, reconociendo y aceptando cada vez más la presencia de Dios en vuestras vidas, la presencia de un Dios que es Amor; un Padre que nos ama a cada uno desde toda la eternidad, que nos ha creado por amor y que tanto nos ha amado hasta entregar a su Hijo Unigénito para perdonar nuestros pecados, para reconciliarnos con El, para vivir con El una comunión de amor que no terminará jamás. La Jornada Mundial de la Juventud tiene, pues, que disponernos a todos a acoger ese don del amor de Dios, que nos configura y que nos salva. El mundo espera con ansia nuestro testimonio de amor. Un testimonio nacido de una profunda convicción personal y de un sincero acto de amor y de fe en Cristo Resucitado. Esto significa conocer el amor y crecer en él.


3. Nuestras celebraciones tendrán también una clara dimensión comunitaria, exigencia ineludible del amor de Dios y de la comunión de quienes se sienten hijos del mismo Padre, hermanos en Jesucristo y unidos por la fuerza del Espíritu. Por estar incorporados a la gran familia de los redimidos y ser miembros vivos de la Iglesia, experimentaréis en esa Jornada el entusiasmo y la alegría del amor de Dios que os convoca a la unidad y a la solidaridad. Dicha llamada no excluye a nadie. Al contrario, es una convocatoria sin fronteras que abraza a todos los jóvenes sin distinción, que fortalece y renueva los vínculos que unen a la juventud. En esta circunstancia han de hacerse particularmente vivos y operantes los lazos con aquellos jóvenes que sufren las consecuencias del desempleo, que viven en la pobreza o la soledad, que se sienten marginados o llevan la pesada cruz de la enfermedad. Llegue también el mensaje de amistad a quienes no aceptan la fe religiosa. La caridad no transige con el error pero sale siempre al encuentro de todos para abrir caminos de conversión. ¡Qué bellas y luminosas palabras nos dirige a este propósito San Pablo en el himno a la caridad! ¡Sean ellas para vosotros ideario de vida y decidido compromiso en vuestro presente y en vuestro futuro!


La caridad de Dios que ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, tiene que sensibilizarnos contra las flagrantes amenazas del hambre y de la guerra, contra las escandalosas disparidades entre minorías opulentas y pueblos pobres, contra los atentados a los derechos del hombre y a sus legítimas libertades, incluida la libertad religiosa, contra las actuales y potenciales manipulaciones de su dignidad. He sentido viva y fuerte la cercanía y la oración de los jóvenes con ocasión de la Jornada Mundial de oración por la paz, celebrada el 27 de octubre en Asís, en la que participaron representantes de las confesiones cristianas y de las religiones del mundo.


Más que nunca, se requiere que los enormes progresos científicos y tecnológicos de nuestro tiempo sean orientados, con sabiduría ética, para bien de todo el hombre y de todos los hombres. La gravedad, urgencia y complejidad de los actuales problemas y desafíos, exigen de las nuevas generaciones capacidad y competencia en los diversos campos; mas, por encima de los intereses o visiones parciales ha de colocarse el bien integral del hombre, creado a imagen de Dios y llamado a un destino eterno. En Cristo se nos ha revelado plenamente el amor de Dios y la sublime dignidad del hombre. Que Jesús sea la “piedra angular” de vuestras vidas y de la nueva civilización que en solidaridad generosa y compartida habréis de construir. No puede haber auténtico crecimiento humano en la paz y en la justicia, en la verdad y en la libertad, si Cristo no se hace presente con su fuerza salvadora.


La construcción de una civilización del amor requiere temples recios y perseverantes, dispuestos al sacrificio e ilusionados en abrir nuevos caminos de convivencia humana, superando divisiones y materialismos opuestos. Es ésta una responsabilidad de los jóvenes de hoy que serán los hombres y mujeres del mañana, en los albores ya del tercer milenio cristiano.


4. En espera gozosa de nuestro encuentro, os aliento a todos a una profunda y meditada preparación espiritual que potencie el dinamismo eclesial de la Jornada. ¡Poneos en marcha! Que vuestro itinerario esté jalonado de oración, estudio, diálogo, deseos de conversión y mejora. Caminad unidos desde vuestras parroquias y comunidades cristianas, vuestras asociaciones y movimientos apostólicos. Sea la vuestra una actitud de acogida, de espera, en sintonía con el período de Adviento que iniciamos. La liturgia de este primer Domingo nos recuerda, con palabras de San Pablo, “el momento en que vivimos” y nos exhorta a que “despojándonos de las obras de las tinieblas” nos revistamos “más bien del Señor Jesucristo”.


A todos los jóvenes y las jóvenes del mundo envío mi saludo entrañable y cordial. En particular a los jóvenes argentinos. He seguido con gran interés vuestras peregrinaciones anuales al Santuario de Nuestra Señora de Luján y el Encuentro nacional de jóvenes en Córdoba del año pasado, así como la “opción juventud” que ha concentrado durante años la pastoral de conjunto del Episcopado Argentino. Conozco, desde mi primera visita a vuestro País en 1982, tan cargada de dolor y de esperanza, vuestro compromiso por la edificación de la paz en la justicia y en la verdad. Sé por todo ello que colaboraréis con entusiasmo en la preparación de la Jornada de Buenos Aires, que estaréis presentes en ese encuentro con el Papa y que sabréis acoger con generosa hospitalidad y amistad compartida a los jóvenes de otros países que quieran participar en esa fiesta de hondo compromiso con Cristo, con la Iglesia, con la nueva civilización de la verdad y del amor.


A todos los jóvenes y las jóvenes del mundo invito a celebrar con particular intensidad y esperanza la Jornada Mundial de la Juventud el próximo Domingo de Ramos de 1987. La preparación y los frutos de la Jornada los encomiendo a María, la joven Virgen de Nazaret, la humilde servidora del Señor, que creyó en el amor del Padre y nos dio a Cristo “nuestra Paz”.


Queridos jóvenes, amigos: sed testigos del amor de Dios, sembradores de esperanza y constructores de paz.


En nombre del Señor Jesús os bendigo con todo mi afecto.  


Vaticano, 30 de noviembre de 1986. Primer Domingo de Adviento


IOANNES PAULUS PP. II