"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

9 de octubre de 2023

AMAR CON OBRAS

 



Evangelio (Lc 10,25-37)


En aquel tiempo, un doctor de la Ley se levantó y dijo para tentarle:

—Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?


Él le contestó:

—¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?


Y éste le respondió:

—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.


Y le dijo:

—Has respondido bien: haz esto y vivirás.


Pero él, queriendo justificarse, le dijo a Jesús:

—¿Y quién es mi prójimo?


Entonces Jesús, tomando la palabra, dijo:

—Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote y, al verlo, pasó de largo. Igualmente, un levita llegó cerca de aquel lugar y, al verlo, también pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje se llegó hasta él y, al verlo, se llenó de compasión. Se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta». ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?


Él le dijo:

—El que tuvo misericordia con él.

—Pues anda —le dijo Jesús—, y haz tú lo mismo.



PARA TU RATO DE ORACION 



EN UNA OCASIÓN, un doctor de la ley plantea a Jesús una cuestión sobre la relación entre la vida eterna con el amor a Dios y al prójimo. Sabe bien que la ley de Moisés manda esto último, pero existía una discusión sobre quién merecía ser considerado como «prójimo», y si aquella distinción coincidía con la pertenencia al pueblo elegido. Jesús aprovecha este diálogo para hablar de un amor que no conoce distinciones, y lo hace a través de la parábola del buen samaritano.


La historia comienza con un hombre que, al bajar de Jerusalén a Jericó, cae en manos de unos salteadores que le dejan medio muerto. Cuando un sacerdote y un levita lo encuentran por el camino, pasan sin detenerse, quizás para no contaminarse con su sangre; antepusieron esa norma, vinculada con el culto, al gran mandamiento de Dios, que ante todo quiere misericordia y no sacrificio (cfr. Mt 9,13).


Puede dar la impresión de que, en el interior de aquel sacerdote o de aquel levita, esa norma y el cuidado lógico a un herido fuesen realidades enfrentadas. Pensaron tal vez: «O elijo cuidar el culto a Dios o bien me ocupo de esa persona». Sin embargo, cuando dejamos que el amor del Señor y a los demás informe toda nuestra vida, esos dilemas desaparecen: «La caridad, en verdad, nos purifica de nuestro egoísmo; derriba las murallas de nuestro aislamiento; abre los ojos y hace descubrir al prójimo que está a nuestro lado, al que está lejos y a toda la humanidad»1. En definitiva, nos hace ver que precisamente cuidando a esa persona damos culto a Dios: «Si yo no me acerco a aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o aquella anciana que sufre, no me acerco a Dios»2.


JESÚS invita al doctor de la ley a salir de sus esquemas, y presenta como héroe de la parábola a un hombre samaritano. Los samaritanos eran un grupo apartado de la religión oficial, lejos de la pureza que rodeaba al pueblo elegido, especialmente a quienes rendían culto en el templo. Las acciones con las que el samaritano entra en escena son las mismas que las de los otros dos viajeros: pasa por el camino y ve al hombre malherido. Pero su reacción es totalmente distinta: «Se conmovió profundamente» (Lc 25,33) y sintió «un rayo de compasión que le llegó al alma»3.


Quizá los oyentes de la parábola se sorprendieron al oír que fue un samaritano el que se compadeció; tal vez creían poder predecir cómo actuaría uno de ellos en esta situación. Pero Jesús quiere mostrar que no debemos reducir la realidad a nuestros propios modelos ni encasillar a las personas. De hecho, el Evangelio nos presenta al menos dos interacciones de Cristo con samaritanos: un leproso que es modelo de agradecimiento a Dios (cfr. Lc 17,11-19), y una mujer que al encontrarse con el agua viva de Jesús se transforma en apóstol (cfr. Jn 4,7-30).


Cuando miramos a los demás sin prejuicios aprendemos a quererles tal como son, además de que nos enriquecemos de sus dones. Imitamos así el amor de Cristo, que siempre mira todo el bien del que somos capaces. Como decía san Josemaría: «La fe –la magnitud del don del amor de Dios– ha hecho que se empequeñezcan hasta desaparecer todas las diferencias, todas las barreras: ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni de libre; ni de hombre ni de mujer: “porque todos sois una cosa en Cristo Jesús” (Gal 3,28) Ese saberse y quererse de hecho como hermanos, por encima de las diferencias de raza, de condición social, de cultura, de ideología, es esencial al cristianismo»4.


LA REACCIÓN del samaritano del relato no se quedó solamente en un buen sentimiento de compasión. Al contrario, se puso manos a la obra: «Se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta”» (Lc 10,34-35).


El samaritano nos muestra que el amor se manifiesta en lo concreto, en grandes y pequeños gestos. A través de ellos expresamos nuestra voluntad de ayudar en las necesidades del otro y de hacer amable la vida de quienes nos rodean. San Josemaría nos invitaba a concretar nuestro amor, para que no quede solo en palabras, sino que tome cuerpo y se haga tangible en las obras: «Cuentan de un alma que, al decir al Señor en la oración “Jesús, te amo”, oyó esta respuesta del cielo: “Obras son amores y no buenas razones”. Piensa si acaso tú no mereces también ese cariñoso reproche»5.


Terminada la parábola, Jesús hace una pregunta al doctor de la ley: «¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Y responde el doctor: «El que tuvo misericordia con él» (Lc 10,36-37). Podemos pedir a María que haga más sensible nuestro corazón, y que nos alcance la prontitud para ponernos manos a la obra: solo entonces seremos verdaderamente «prójimos».


1. San Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma, 1986.

2. Francisco, Audiencia general, 27-IV-2016.

3. Card. Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, tomo I, p. 238.

4. San Josemaría, “Las riquezas de la fe”, 2-XI-1969.

5. San Josemaría, Camino, n. 933.