"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de octubre de 2023

DAREMOS FRUTOS ABUNDANTES


Evangelio (Mt 21, 33-46)

Escuchad otra parábola:

—Había un hombre, dueño de una propiedad, que plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos de allí. Cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores agarraron a los siervos y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y a otro lo lapidaron. De nuevo envió a otros siervos, más numerosos que los primeros, pero les hicieron lo mismo. Por último les envió a su hijo, pensando: «A mi hijo lo respetarán». Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: «Éste es el heredero. Vamos, lo mataremos y nos quedaremos con su heredad». Y, lo agarraron, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando venga el amo de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?

Le contestaron:

—A esos malvados les dará una mala muerte, y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo.

Jesús les dijo:

—¿Acaso no habéis leído en las Escrituras:

La piedra que rechazaron los constructores,

ésta ha llegado a ser la piedra angular.

Es el Señor quien ha hecho esto

y es admirable a nuestros ojos?

»Por esto os digo que se os quitará el Reino de Dios y se entregará a un pueblo que rinda sus frutos. Y quien caiga sobre esta piedra se despedazará, y al que le caiga encima lo aplastará.

Al oír los príncipes de los sacerdotes y los fariseos sus parábolas, comprendieron que se refería a ellos.

Y aunque querían prenderlo, tuvieron miedo a la multitud, porque lo tenían como profeta.


PARA TU RATO DE ORACION


 EN UNA OCASIÓN el profeta Isaías entonó un canto en el que describía el cuidado que un amigo dispensó a su viña (cfr Is 5,1-7). Situada en una tierra fértil, el dueño se excedió en todos los desvelos necesarios para garantizar una vendimia exitosa: limpió el terreno de piedras, lo cercó, cavando incluso una zanja, y erigió una torre para vigilar sobre su viña día y noche. Finalmente, se tomó la molestia de excavar el lagar, donde pisar la uva apenas recogida. Hecho todo esto, esperó. Después de tantos esfuerzos, entendemos bien la decepción del dueño de la viña cuando, en lugar de encontrar la deliciosa uva que esperaba, descubrió que daba unos frutos amargos, de gusto desagradable. «¿Qué más pude hacer por mi viña, que no lo hiciera?» (Is 5, 4), se pregunta. El problema no está en la tierra, ni en la cepa, ni en el agricultor, ni en las condiciones externas: es la vid la única responsable.


Tradicionalmente se ha visto en esta viña una imagen de la casa de Israel, que no supo dar los frutos que el Señor esperaba a pesar de sus cuidados. Sin embargo, también podemos ser cada uno de nosotros cuando no somos conscientes de las gracias que Dios nos ha dado. La contrición nos lleva precisamente a descubrir la atención que el Señor nos dispensa y el dolor que le causan nuestros pecados. No se trata de una sensación de orgullo herido, sino que «se llora porque no se corresponde al Señor que nos ama tanto, y nos entristece el pensamiento del bien no hecho; este es el significado del pecado. ¡He herido a la persona que amo!»[1].


Esas lágrimas, si nacen del amor, nos ayudarán a recomenzar con alegría. «Si alguna vez coges una rabieta –comentaba san Josemaría– porque no eres lo que debes ser, y a solas –no des espectáculo– se te salta una lágrima como un puño, acuérdate de aquellos versos, que son bastante malos pero que a mí me consuelan: ‘Mi vida es toda de amor / y, si en amor estoy ducho, / es por fuerza del dolor, pues no hay amante mejor / que aquel que ha llorado mucho’. Tú y yo a llorar mucho a solas, en la presencia de Dios, porque no somos lo que querríamos ser para el amor de Dios»[2].


EL SALMO de este domingo pide al Señor que el recuerdo de sus desvelos con su viña no lo lleve a rechazarla, sino a cuidarla todavía más, a restaurarla y a no dejarla en manos de sus enemigos: «Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste. Extendió sus sarmientos hasta el mar, y sus brotes hasta el Gran Río. (...) Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y al hijo de hombre que tú has fortalecido» (Sal 79,9.12-16).


A veces podemos imaginarnos a Dios en una manera humana, donde la paciencia tiene un límite. Estamos seguros de que nos ama, pero creemos que, si no correspondemos, tarde o temprano se desanimará y dejará de dedicarnos los cuidados necesarios. Nada más lejos de la realidad. El Señor «jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón»[3]. Un viñador no cuida de su terreno porque se lo merece, sino porque le hacen falta sus desvelos. Del mismo modo, la misericordia de Dios no se vuelca con quien se lo ha ganado, sino con aquel que más lo necesita.


«Si sentís decaimiento –escribía el fundador del Opus Dei–, al experimentar –quizá de un modo particularmente vivo– la propia miseria, es el momento de abandonarse por completo, con docilidad en las manos de Dios»[4]. Entonces podemos recordar, como el salmista, todos los cuidados que hemos recibido del Señor. Es decir, rememorar en la oración todos aquellos episodios de nuestra vida en los que hemos sentido de manera especial su cercanía, la felicidad de estar junto a él. Y así, desarrollaremos el convencimiento de que quien ha comenzado en nosotros la obra buena «la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6).


EN EL EVANGELIO Jesús habla de otra viña en la que el dueño se ha tomado los mismos desvelos que en la de Isaías. En esta ocasión, sin embargo, sí que ha dado frutos, y no puede dejar de darlos (cfr. Mt 21,33-34.43). Si la primera viña era la casa de Israel, la restaurada es el nuevo Israel, la Iglesia, el cuerpo de Cristo inseparable de su cabeza. Jesús es la nueva cepa plantada en la viña de su Padre, la piedra angular que nos garantiza que Dios no rechazará jamás su viña (cfr. Mt 21,42). Y nosotros sabemos que siempre daremos frutos si estamos unidos a él (cfr. Jn 15, 1-8).


La viña del Señor no se encuentra en un invernadero, sino que está plantada en medio del mundo. Por eso, no está exenta de dificultades. En concreto, Jesús describe que aquellos a quienes se les había confiado su cuidado decidieron apropiarse del terreno, lo que acabaría provocando la ira del dueño: «A esos malvados les dará una mala muerte, y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo» (Mt 21,41). Aquellos hombres habían olvidado que la viña no era suya, sino del dueño: él fue quien la plantó y preparó todo lo necesario para que diera fruto.


Dios también nos ha confiado una parte de su viña. Es decir, personas a las que podemos ayudar a dar fruto a través de la oración, del cariño y del propio ejemplo. Lo mejor que podemos hacer por ellas es que se enamoren de Jesús y se convierta en la piedra angular de sus vidas. «Es de Cristo de quien hemos de hablar y no de nosotros mismos»[5], repetía san Josemaría. Y añadía en otra ocasión: «Estar con Cristo es estar seguro. Poderse mirar en Cristo es poder ser cada día mejor. Tratar a Cristo es necesariamente amar a Cristo. Y amar a Cristo es asegurarse la felicidad»[6]. En esta nueva viña del Señor contamos con una viñadora experta, que es la Virgen María. A ella le podemos pedir que nos sostenga siempre en la esperanza de dar frutos abundantes, manteniéndonos unidos a su hijo, por el amor, y con la fe cierta de que nunca nos abandona.


[1] Francisco, Audiencia, 12-II-2020.


[2] San Josemaría, Tertulia, 4-III-1975, citado en Camino, ed. Histórico-crítica, comentario al n. 436.


[3] Francisco, Ángelus, 17-III-2013.


[4] San Josemaría, Carta 2, n. 25.


[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 163.


[6] San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 20.