Evangelio (Lc 11, 27-28)
Mientras él estaba diciendo todo esto, una mujer de en medio de la multitud, alzando la voz, le dijo:
–Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.
Pero él replicó:
–Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan”.
PARA TU RATO DE ORACION
LOS EVANGELIOS nos muestran varios momentos en los que Jesús corrige a alguien. Uno de ellos ocurre cuando «una mujer de en medio de la multitud, alzando la voz, le dijo: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Y él, inmediatamente, le hace ver el verdadero motivo por el que su madre merece tal elogio: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,27-28).
Decía san Josemaría que «la corrección fraterna es parte de la mirada de Dios, de su Providencia amorosa»[1]. Jesús, en aquella ocasión, corrige a la mujer porque quiere llevarla a la verdad plena. «La corrección fraterna nace del cariño –señala mons. Fernando Ocáriz–; manifiesta que queremos que los demás sean cada vez más felices»[2]. Por eso, preocuparnos de los demás no es juzgar solamente si han cumplido alguna regla, sino procurar mirarlos como Jesús: la suya es una mirada que no se queda en detalles de poca importancia, sino que llena de esperanza, con horizontes grandes. La corrección de Cristo está movida por el amor personal al otro, por su deseo de que seamos felices, y no por mantener cierto orden externo.
«Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cfr. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros»[3]. La corrección fraterna no se ejerce desde lo alto, como quien tiene algo que enseñar; se trata más bien de un salir al encuentro del otro para comprenderlo y acompañarlo en sus deseos de santidad. Con la corrección fraterna, la gente que está a nuestro alrededor no se siente sola en su lucha, sino que sabe que puede contar con nuestro apoyo.
«VOSOTROS, mientras hacéis una corrección fraterna, tenéis que amar los defectos de vuestros hermanos»[4], decía san Josemaría. Un corazón que ama es capaz de pasar por encima de aquello que consideramos un defecto en los demás. Lógicamente, en la medida de nuestras posibilidades, intentaremos ayudarle a superarlo; sin embargo, no siempre será posible, o no se conseguirá de un día para otro. Por eso, aprender a amar también aquellos defectos nos introduce de algún modo en la lógica del amor divino. Jesús abraza nuestras cualidades y nuestras debilidades, no pone condiciones de ningún tipo a su amor.
«La regla suprema de la corrección fraterna es el amor: querer el bien de nuestros hermanos y de nuestras hermanas. Y muchas veces es también tolerar los problemas de los demás, los defectos de los demás en silencio, en la oración para después encontrar el camino correcto para corregirle»[5]. Esto implica respetar la libertad de cada uno, pues así haremos nuestro amor más parecido a aquel que nos tiene Dios. Ayudar en el camino de santidad de un hermano nuestro o una hermana nuestra es más parecido a una paciente y cálida noche en vela, en la que se espera la acción de Dios, que a una fría supervisión. Quien desea ayudar no se queda atrapado solo en lo externo, sino que mira los sucesos a la luz de ese afán de santidad del otro, quitándose las sandalias porque está en lo más profundo de su alma (cfr. Ex 3,5).
Antes de corregir a quien nos rodea, también puede ser bueno recordar las palabras de Cristo: «Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano» (Mt 7,5). Sin dejar de empeñarnos en ayudar a los demás, quizás la mejor manera de animarles a ser santos es nuestra propia santidad. Percibir en otro el bonus odor Christi, el aroma a Cristo, atrae a una vida de amistad con Dios, además de que facilita el ambiente propicio para corregir o ser corregidos, con confianza de hijos del mismo Padre.
PARA VIVIR la corrección fraterna de manera auténtica y fértil, habitualmente es necesario crear antes un contexto de cercanía e interés real por la vida del otro. Corregir a quien no se conoce no suele ser el mejor camino, además de que con frecuencia puede ser injusto. Es decir, que más allá del aspecto a corregir, es bueno que haya una relación de mutua y verdadera amistad, en donde se ha experimentado un cariño manifestado en diversos modos: detalles de servicio, momentos vividos juntos, preocupaciones compartidas… Y, sencillamente como otra expresión más de esa amistad, nace espontáneamente el deseo de ayudar al otro en su camino a la santidad. Así podremos entrar en su corazón delicadamente, sin invadir su intimidad, tratando siempre de hacernos cargo de su situación.
Este contexto nos llevará también a entender las reacciones de los demás cuando sean corregidos. Hay disposiciones del temperamento que nos hacen muy diferentes unos de otros y que san Josemaría consideraba parte central de ese «numerador diversísimo» en las personas en el Opus Dei y en la Iglesia. Para unos, hasta las más delicadas palabras fácilmente suenan a reproche. Otros, en cambio, si las palabras no son especialmente claras pueden percibir una falta de interés. En cualquier caso, si hay antes esa relación de cercanía y amistad, todos descubrimos en la corrección fraterna un gesto de lealtad.
Decía el fundador del Opus Dei que a un hermano, «no toleramos jamás que se le critique a sus espaldas. Y las cosas desagradables las decimos así, cariñosamente, para que las corrija»[6]. Podemos pedir a María que nos ayude a ver a nuestros hermanos con su misma mirada de madre para poder hablar entre nosotros con cariño, delicadeza y lealtad.
[1] Mons. Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, p. 127.
[2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 1-XI-2019, n. 16.
[3] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2012, n. 1.
[4] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 18-X-1972.
[5] Francisco, Audiencia, 3-XI-2021
[6] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 21-V-1970.