"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

15 de octubre de 2023

SABOREAR LOS BIENES DE DIOS

 



Evangelio (Mt 22,1-14)


Jesús les habló de nuevo con parábolas y dijo:


— El Reino de los Cielos es como un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero éstos no querían acudir. Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: “Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas”. Pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. 

Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron. El rey se encolerizó, y envió a sus tropas a acabar con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Luego les dijo a sus siervos: “Las bodas están preparadas pero los invitados no eran dignos. Así que marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis”.

 Los siervos salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenó de comensales la sala de bodas. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda; y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?” Pero él se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.


PARA TU RATO DE ORACION 


«NI OJO vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Cor 2,9). No hay palabras para expresar la plenitud de felicidad que el Señor quiere comunicar al ser humano. Como explican las primeras palabras del Catecismo de la Iglesia: «Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada»[1].

No hallando palabras con que expresar esa bienaventuranza a la que Dios nos llama, la Sagrada Escritura recurre a imágenes que pueden ayudarnos a intuirla. El profeta Isaías, en la primera lectura de la Misa, nos habla de un espléndido banquete que «el Señor ofrecerá a todos los pueblos, un banquete de sabrosos manjares, un banquete de vinos añejos, manjares suculentos, y vinos exquisitos». En ese convite, «el Señor eliminará el velo que cubre el rostro de todos los pueblos (…), y eliminará para siempre la muerte y (…) enjugará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,6-8).

Abundancia, visión cara a cara, paz, consuelo, plenitud de una vida sin fin. Ese es el destino que nos aguarda, «el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús» (Flp 3, 14). «Piensa en el Amor que en el cielo te aguarda –recomendaba san Josemaría–: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad»[2]; es recordar que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la venidera» (Hb 13, 14), de nuestra casa, donde nos espera nuestro Padre Dios. «El cristianismo no anuncia solo una cierta salvación del alma en un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, “la vida del mundo futuro”: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios»[3].


JESÚS retoma la imagen del banquete preparado por Dios para todos los pueblos, pero añade un matiz: el Señor quiere contar con nosotros para hacer llegar a todas las gentes la invitación a ese gran banquete. Es decir, desea que compartamos con todo el mundo nuestra esperanza, que lleguemos al cielo acompañados de muchas personas. Al mismo tiempo, nos previene contra un obstáculo que quizá podemos encontrar en el cumplimiento de esta misión: el rechazo. «El Reino de los Cielos es como un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero estos no querían acudir» (Mt 22, 2). Ante la primera negativa, el Señor pide a sus siervos que tengan paciencia, que expongan con más detalle a los invitados la maravilla que les espera, y la ilusión que el Señor tiene en que ellos participen en su fiesta (cfr. Mt 22,3-4); «pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron» (Mt 22,5-6).

Se percibe en este relato la tristeza del Señor ante la experiencia del rechazo por parte de los hombres, un rechazo que va desde la fría indiferencia hasta la oposición violenta. Pero el Señor no no se desanima en su deseo de hacer feliz al ser humano, y nos pide que tampoco nosotros nos rindamos: «Marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis» (Mt 22,9). En lugar de cancelar el banquete o limitarse a agasajar solo a sus parientes o amigos más cercanos, extiende su llamada a todos, sin excepción, pues «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «En la barca de la Iglesia tiene que haber lugar para todos: todos los bautizados están llamados a subir en ella y a echar las redes, comprometiéndose personalmente en el anuncio del Evangelio. (...) A nosotros, como Iglesia, se nos ha confiado la tarea de sumergirnos en las aguas de este mar echando la red del Evangelio, sin señalar con el dedo, sin acusar, sino llevando a las personas de nuestro tiempo una propuesta de vida, la de Jesús: llevar la acogida del Evangelio, invitarlos a la fiesta»[4].


ALGUNOS de los invitados rechazan su puesto en el banquete porque se encuentran ya ocupados en otros asuntos; prefieren saciarse a su manera, con aquello que les da un relativo bienestar. Otro, en cambio, asiste al banquete con un claro deseo de saciarse, pero es rechazado por no haberse presentado con las oportunas galas; es decir, no está preparado para degustar lo que el Señor tenía preparado.

«He aprendido a vivir en la pobreza –dice san Pablo en la segunda lectura–, he aprendido a vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza» (Flp 4,12). Si el apóstol puede decir esto, es porque ha hecho la experiencia de dejarse alimentar por Dios; por eso afirma que todo lo puede en aquel que lo conforta (cfr. Flp 4,13) y puede animar con segura certeza a los filipenses: «Mi Dios colmará todas vuestras necesidades, generosamente según su riqueza, con la gloria por Cristo Jesús» (Flp 4, 19).

El cielo será un dejarse alimentar por Dios en el banquete que nos tiene preparado. Pero para poder gozarlo, es necesario aprender a saborear las cosas del Señor, evitando los sucedáneos que atrofian nuestro deseo. «Piensa qué grato es a Dios Nuestro Señor el incienso que en su honor se quema; piensa también en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas empiezan ya se acaban… En cambio, un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia…! Y sin empalago: te saciará sin saciar»[5]. La Virgen María presidirá, junto a su Hijo, el banquete definitivo. A ella le podemos pedir que nos enseñe a saborear el alimento que Dios nos da y que nos sostenga en nuestra misión de atraer a muchas otras almas a la fiesta del cielo.


[1] Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.

[2] San Josemaría, Camino, n. 139

[3] Benedicto XVI, Homilía, 15-VIII-2010.

[4] Francisco, Homilía, 2-VIII-2023.

[5] San Josemaría, Forja, n. 995.