Evangelio (Mt 11, 11-15)
En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.
Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan. Porque todos los Profetas y la Ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis comprenderlo, él es Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos que oiga.
PARA TU RATO DE ORACION
«EN VERDAD os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista» (Mt 11,11). Estas palabras de Jesús que leemos en el evangelio de la Misa de hoy han sido custodiadas fielmente por la Iglesia, que desde los orígenes ha venerado de modo particular al Precursor. Lo podemos ver, por ejemplo, en la liturgia, que celebra con solemnidad su nacimiento, ya que está íntimamente relacionado con el misterio de la encarnación de Cristo.
También los cuatro evangelios dan relieve a la figura de san Juan bautista. Es el último de los profetas, el que concluye el Antiguo Testamento y apunta el Nuevo, anunciando a Jesús, el Mesías, el Cordero de Dios. Su padre, Zacarías, cuando recuperó el habla que había perdido por su inicial falta de fe, alabó a Dios con el Benedictus, esa oración que resulta especialmente significativa en este tiempo litúrgico: «Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo: porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, enseñando a su pueblo la salvación para el perdón de sus pecados» (Lc 1,76-77). Así manifestaba la misión que habría de tener Juan: hacer más fecunda la llegada de Jesús, ya cercana, llamando a la penitencia y a la conversión de los corazones.
Para poder descubrir a Cristo es necesaria una cierta purificación. «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso... –Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor»[1].
«PORQUE YO SOY el Señor, tu Dios, que sostengo tu diestra y te digo: –No temas, yo te ayudaré» (Is 41,13). Estas palabras del profeta Isaías, en la primera lectura de la Misa, nos recuerdan que, en el empeño por disponernos mejor para recibir a Jesús, lo más importante es nuestra confianza en la ayuda que nos vendrá de la gracia divina. Es Dios quien nos transformará si somos dóciles a sus inspiraciones. Así surgirá en nuestro corazón una vida nueva, se regenerará lo que quizá hasta ese momento permanecía estéril en nosotros. Podremos saborear, hecha realidad en nuestra alma, esa dulce promesa del Señor: «Abriré ríos en las dunas, fuentes en medio de las vegas; convertiré el desierto en estanques de agua, y la estepa en manantiales» (Is 41,18).
Dios nos concederá su gracia como esos ríos destinados a vivificar los campos. En ese misterioso tejido entre nuestra voluntad y la suya, a nosotros nos corresponde desear y acoger, quitando los obstáculos que podrían sofocar el fruto: «Jesús, que mi pobre corazón sea huerto sellado –pedimos con san Josemaría–; que mi pobre corazón sea un paraíso, donde vivas Tú; que el Ángel de mi Guarda lo custodie, con espada de fuego, con la que purifique todos los afectos antes de que entren en mí; Jesús, con el divino sello de tu Cruz, sella mi pobre corazón”»[2].
Deseamos amar al Señor de todo corazón y, por esto, le pedimos que nos ayude a mejorar lo que aún nos aleja de tener sus mismos sentimientos: faltas de caridad y misericordia ante los demás, egoísmo, indiferencia... Pidamos, pues, el auxilio de la gracia para limpiar nuestro corazón: «Este don se les dio a quienes lo pidieron, a quienes lo quisieron, a los que trabajaron por recibirlo»[3]. La llamada a purificar el corazón que la Iglesia nos dirige en Adviento no es una simple ausencia de contaminación. Se trata de algo radicalmente distinto, mucho más atractivo y que está al alcance de todos: queremos purificar nuestro corazón – pidiéndoselo al Señor con humildad– para identificar cada vez más nuestro corazón con el corazón de Cristo
«LOS CRISTIANOS estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño!»[4]. Para llenar de amor divino nuestro corazones necesaria la plegaria constante, como pedimos en la oración colecta de la Misa de hoy: «Señor, aviva nuestros corazones para que preparemos los caminos a tu Unigénito, y, por su venida, merezcamos servirte con un corazón puro». Por nuestra parte, debemos procurar «obrar y vivir y morir como enamorados»[5], haciendo nuestra aquella oración de san Josemaría: «¡Señor!, dame ser tan tuyo que no entren en mi corazón ni los afectos más santos, sino a través de tu Corazón llagado»[6].
La liturgia de Adviento repite con frecuencia el anuncio apremiante: El Señor viene y hay que prepararle un camino cada vez más ancho, una morada cada vez más limpia, un corazón cada vez más dispuesto. Sin embargo, para una persona enamorada esperar es poco; el amor lleva a salir a la búsqueda. Por eso, desde ahora, queremos que cuaje en un propósito por salir a su encuentro en la oración, con muestras de cariño, como hicieron la Virgen santísima y san José. Queremos encontrar a Jesús en nuestras manifestaciones de piedad durante la jornada para decirle que le queremos, que nos duelen nuestras infidelidades, que estamos impacientes por recibirle.
Dios premiará el esfuerzo por acercarnos a Él porque, como recitamos en el salmo de hoy, «El Señor es clemente y compasivo, lento a la ira y rico en misericordia» (Sal 145,8). Él nos dará un corazón más libre, más enamorado, que desborde paz y alegría a todos los que nos rodean. Para mayor certeza de ser escuchados, acudamos a la Virgen, Madre del Amor Hermoso, siguiendo el consejo que nos da san Josemaría: «Tienes que decir a la Virgen, ahora mismo, en la soledad acompañada de tu corazón, hablando sin ruido de palabras: Madre mía, este pobre corazón mío se rebela algunas veces... Pero si tú me ayudas... –Y te ayudará, para que lo guardes limpio y sigas por el camino a que Dios te ha llamado»[7].
[1] San Josemaría, Forja, n. 41.
[2] San Josemaría, Forja, n. 412.
[3] San Jerónimo, Comentario al evangelio de Mateo, 3, 19, 11.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 183.
[5] San Josemaría, Forja, n. 988.
[6] Ibid., n. 98.
[7] Ibid., n. 315.