Evangelio (Mt 11,28-30)
«Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera».
PARA TU RATO DE ORACION
EL EVANGELIO de la Misa de hoy recoge una consoladora invitación de Jesús a sus discípulos: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Jesús se hace cargo del cansancio de los suyos, agotados por el ajetreo de la primera misión apostólica. En la vida es normal que lleguen momentos de fatiga o desánimo, ocasionados por el desgaste natural de los días, por las contradicciones que pueden generarlos roces con los demás o por nuestros propios defectos. Lo que al comienzo hacíamos con ilusión, de repente se vuelve más cuesta arriba; o también empezamos a notar que nuestras capacidades se hacen más limitadas.
En esas circunstancias, es lógico que hagamos lo mismo que hacía Jesús cuando visitaba el hogar de sus amigos en Betania o cuando decía a sus discípulos: «Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco» (Mc 6,31). Evitar o remediar la tensión y el agobio que puede conllevar el ritmo de vida actual es una manera de servir a Dios y a las almas: dormir las horas apropiadas, hacer ejercicio u otros planes de descanso, dar periódicamente un paseo más largo para cambiar de aire y reponer las fuerzas, etc.
Además de lo anterior, es el Señor mismo quien desea ser nuestro reposo. Así nos lo indica claramente: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). «Jesús está en una actitud de invitación, de conocimiento y de compasión por nosotros; es más, de ofrecimiento, de promesa, de amistad, de bondad, de remedio a nuestros males, de confortador, y todavía más, de alimento, de pan, de fuente de energía y de vida»[1]. Dios nos recuerda que en la oración y en la adoración también podemos encontrar descanso para nuestra alma.
JESÚS continúa su predicación con un consejo que revela el secreto para descansar en medio de las dificultades de la vida: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Para no cargar sobre nuestros hombros pesos que no vienen de Dios, el Señor nos invita a identificarnos con Él en esos dos aspectos concretos: en su humildad y en su mansedumbre.
«Humildad no es una palabra cualquiera, una modestia cualquiera, sino una palabra cristológica. Imitar a Dios que se rebaja hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre por mí, muere por mí. Esta es la humildad que es preciso aprender, la humildad de Dios»[2]. Para acercarnos a ella, san Pablo daba un consejo práctico: actuar siempre «considerando cada uno a los demás como superiores» (Flp 2,13). Además de la humildad, Jesús también invita a que lo imitemos en su mansedumbre, que «implica de nuevo (…) configurarnos con Él, encontrar este espíritu de ser mansos, sin violencia, de convencer con el amor y con la bondad»[3]. Jesús había ya recomendado esta virtud en la segunda bienaventuranza: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra» (Mt 5,5). «Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles»[4].
Pidamos al Señor que nos dé la gracia, en este tiempo de Adviento, para imitarlo en su humildad y en su mansedumbre. Así podremos llenar de serenidad y sosiego el ambiente en el que nos movemos, nuestra casa y nuestro trabajo. Entonces seremos también descanso para los demás, como lo es Él para nosotros.
EL SEÑOR concluye sus enseñanzas con un consejo en apariencia paradójico: «Llevad mi yugo sobre vosotros» (Mt 11,29). Jesús está hablando sobre descanso, sobre encontrar alivio, y recomienda tomar un yugo. «¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia? –se pregunta Benedicto XVI–. El “yugo” de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Jn 13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad –sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar– es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa»[5].
Jesús nos propone un intercambio: dejar en sus manos lo que nos pesa y tomar nosotros su carga. El yugo de Cristo, su seguimiento desde el pesebre hasta la Cruz y la resurrección, no es un camino imposible ni penoso. «La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. –Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada»[6].
En el tiempo del Adviento contemplamos que Dios se fijó en la humildad de María al elegirla para que fuera su Madre. Ella es el mejor ejemplo de imitación de Dios en su humildad y mansedumbre: «María glorifica el poder del Señor, que derribó del solio a los poderosos y ensalzó a los humildes. Y canta que en Ella se ha realizado una vez más esta providencia divina: “porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. María se muestra santamente transformada, en su corazón purísimo, ante la humildad de Dios»[7].