"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

15 de enero de 2024

La libertad de los hijos de Dios

 


Evangelio (Mc 2,18-22)

Los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno; y vinieron a decirle:

—¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan y, en cambio, tus discípulos no ayunan?

Jesús les respondió:

—¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Durante el tiempo en que tienen al esposo con ellos no pueden ayunar. Ya vendrán días en que les será arrebatado el esposo; entonces, en aquel día, ya ayunarán.

»Nadie cose un remiendo de paño nuevo a un vestido viejo; porque entonces lo añadido tira de él, lo nuevo de lo viejo, y se produce un desgarrón peor. Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos; porque entonces el vino hace reventar los odres, y se pierden el vino y los odres. Para vino nuevo, odres nuevos.


PARA TU RATO DE ORACION 


«AL QUE SIGUE buen camino le haré ver la salvación de Dios» (Sal 49,23). Este versículo del Salmo 49 expresa, de forma condensada, la meta a la que aspiramos y el medio para alcanzarla. Deseamos de todo corazón experimentar la salvación de un Dios que nos ama y que no quiere para nosotros ni el mal ni la muerte. Por lo tanto, estamos convencidos de que tanto las alegrías cotidianas como los momentos de dificultad pueden abrirse a esa nueva vida que quiere regalarnos. Dios nos está salvando en todo momento.


«Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), dice Jesús. Por eso, seguir el buen camino que nos propone el salmista no consiste en llenar nuestra jornada de reglas formales o, menos aún, en vivir con el temor de que quizás no consigamos el ideal al que Dios nos llama. Gran parte de la madurez y vitalidad de nuestra vida interior depende de que descubramos, en toda su profundidad, lo que significa que nuestra existencia sea caminar junto a una persona: Jesucristo. Entonces, no nos agobiará la preocupación de si vamos o no por el camino correcto, sino que nos abriremos permanentemente a su palabra para saber por dónde quiere llevarnos. Nuestra vida se convierte en una aventura divina.


«La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino»1. Solo podemos abrirnos a Jesucristo a través del diálogo con él. Queremos que toda nuestra vida vaya pasando a través del tamiz de su mirada para transformar la nuestra. Somos conscientes de que no es lo mismo una sonrisa o un detalle de servicio que nacen por el impulso de sabernos acompañados por Jesús, que una vida en la que él está ausente. De esta forma, todo lo que hacemos adquiere una dimensión mucho más profunda: es manifestación del amor de Dios.


EN UN PASAJE de la Escritura, el profeta Samuel se presenta ante el rey de Israel con un mensaje importante y sorpresivo. Saúl pensaba que había hecho lo que Dios le había pedido: vencer al pueblo enemigo. Sin embargo, su obediencia no había sido plena porque había decidido quedarse con el botín. Había escondido ese pequeño acto de rebeldía a las palabras del Señor bajo un manto de razones sobrenaturales: se justificaba pensando que los animales del pueblo enemigo podrían servir para los sacrificios a Dios. Samuel le hace ver el autoengaño en que ha incurrido: «¿Le complacen al Señor los sacrificios y los holocaustos tanto como obedecer su voz? La obediencia vale más que el sacrificio, y la docilidad, más que la grasa de carneros» (1 Sa 15,22).


Uno de los grandes desafíos de nuestra vida es unir nuestras ocupaciones cotidianas a la voz de Dios que surge en la oración. Nos gustaría que todo lo que realizamos, desde que nos despertamos hasta el último segundo antes de caer dormidos por la noche, fuese una respuesta libre y amorosa a las insinuaciones divinas. La obediencia no es una virtud que tenga como fin doblegar nuestra libertad a una autoridad que da órdenes. La obediencia cristiana consiste, más bien, en nuestro esfuerzo por leer en los labios de Jesús sus invitaciones constantes a hacer el bien.


«En la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestros cansancios, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, así como el peso del mal que vemos en nosotros y en nuestro entorno, para que él nos dé esperanza, nos haga sentir su cercanía, nos proporcione un poco de luz»2. Podemos pedir con fe al Señor que toda nuestra vida sea como un gran río que surge en nuestros ratos de oración. Así, en la tierra de nuestro entorno, quizá aparentemente reseca en algún momento, irán brotando flores que ni siquiera intuíamos que necesitaban un poco de agua para florecer.


UNA PERMANENTE RELACIÓN amorosa con Cristo, caldeada en la oración, nos lleva a un constante deseo de convertirnos. No queremos que nuestra vida interior sea un mero cumplimiento externo, sino que estamos deseosos de conocer en todo momento lo que Dios espera de nosotros en lo más íntimo de nuestra alma. La vida de oración se transforma así en una constante llamada a vivir «la creatividad del amor»3 y a alejarnos de una rutina mal entendida. Quizás es hora de ponerse en disposición de volver a oír las insinuaciones de Dios para llevar a cabo ese trabajo, para esa forma de tratar a un familiar, o para esa iniciativa apostólica. El Señor, como el viento, nunca se repite.


Es Jesús quien en el Evangelio de la Misa de hoy nos invita a atrevernos a seguir caminos inexplorados: «Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto –lo nuevo de lo viejo– y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,21-22). En cada rato de oración tenemos la oportunidad de preguntarnos si el vino nuevo de las enseñanzas de Jesús lo estamos recibiendo verdaderamente en odres nuevos, es decir, en un corazón que está llamado a ser joven en todo momento.


San Josemaría repetía que «nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria (…). Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios»4.