"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

13 de enero de 2024

UN ENCUENTRO QUE CAMBIA LA VIDA

 



Evangelio (Jn 1, 35-42)


Al día siguiente estaban allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo:


— Éste es el Cordero de Dios.


Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó:


— ¿Qué buscáis?


Ellos le dijeron:


— Rabbí — que significa: «Maestro» — , ¿dónde vives?


Les respondió:


— Venid y veréis.


Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima.


Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo:


— Hemos encontrado al Mesías — que significa: «Cristo».


Y lo llevó a Jesús. Jesús le miró y le dijo:


— Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas — que significa: «Piedra».



PARA TU RATO DE ORACION 


LA LITURGIA de este domingo nos habla sobre la vocación. La primera lectura nos cuenta la historia de la llamada de Samuel, un muchacho que vivía en el templo. Una noche sintió tres veces seguidas que alguien pronunciaba su nombre mientras dormía y otras tantas acudió corriendo al sacerdote Elí, pensando que era él quien lo interpelaba. Cuando se presentó la tercera vez, Elí comprendió «que era el Señor quien llamaba al joven, y le dijo: “Vuelve a acostarte y si te llaman dirás: ‘Habla, Señor, que tu siervo escucha’”» (1S 3,8-9). A partir de entonces, Samuel aprendió a identificar la voz de Dios y llegó a ser un profeta. El Evangelio nos presenta una escena similar. Estando Juan el Bautista con dos de sus discípulos vio pasar al Señor y les dijo: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Entonces los dos comenzaron a seguir a Jesús y, después de haber transcurrido con él aquel día, reconocieron que era realmente el Mesías. Acto seguido comunicarían a los demás lo que habían descubierto y se formaría así el primer grupo de apóstoles.


Estos textos subrayan «el papel decisivo de un guía espiritual en el camino de la fe y, en particular, en la respuesta a la vocación»[1]. Samuel y los dos discípulos aprendieron a reconocer al Señor gracias al consejo de Elí y del Bautista. Dios cuenta con la mediación de los hombres para comunicar su llamada. En primer lugar, son los padres quienes, «con su fe auténtica y gozosa, y su amor conyugal, muestran a sus hijos que es hermoso y posible construir toda la vida en el amor de Dios»[2]. Por eso san Josemaría solía decir que los miembros de la Obra «deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos»[3]. Después, el testimonio de un amigo o de un hermano mayor nos puede abrir horizontes e impulsar a ser «sal y luz de Cristo»[4]. Como el Bautista, esa persona nos indica dónde puede encontrarse Jesús y nos invita a descubrir la alegría de vivir junto a él. En este rato de oración podemos dar las gracias a Dios por todos aquellos que nos han acompañado en el camino de la fe y de la vocación, y le podemos pedir que a su vez nos ayude a ser como Elí y el Bautista y sepamos mostrar el camino hacia el Señor a las personas que nos rodean.


CUANDO los dos discípulos –Juan y Andrés– se presentan ante Jesús y le preguntan dónde vive, el Señor les responde: «Venid y veréis». No les proporciona una información detallada, que quizá habían pedido como un noble gesto de admiración o incluso para satisfacer su curiosidad. Cristo, en cambio, les invita a ponerse en movimiento, a adentrarse en algo más profundo: les abre las puertas de su hogar y de su corazón. Y esto es lo que hacen: «Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día» (Jn 1,39). Juan quedó tan impresionado de ese momento con el Señor que incluso décadas más tarde, mientras escribía su Evangelio, recordaba a qué hora había tenido lugar: las cuatro de la tarde (cfr. Jn 1,39). «Y esto es algo que nos hace pensar: todo encuentro auténtico con Jesús permanece en la memoria viva, nunca se olvida. Se olvidan muchos encuentros, pero el verdadero encuentro con Jesús siempre permanece. Y ellos, tantos años después, se acordaban incluso de la hora, no podían olvidar este encuentro tan feliz, tan pleno, que había cambiado sus vidas»[5].


Quizá Juan y Andrés se habían acercado a Jesús con la intención de obtener una contestación directa y precisa, para saber dónde acudir en otros momentos de necesidad. También otros personajes del Evangelio acudirán a él en busca de respuestas claras, como el joven rico: «Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Mt 19,16). El Señor siempre responde invitando a compartir la vida con él: este es el auténtico ideal que sacia nuestros anhelos de felicidad. «Podremos tener muchas experiencias, realizar muchas cosas, establecer relaciones con muchas personas, pero solo el encuentro con Jesús, en esa hora que Dios conoce, puede dar un sentido pleno a nuestra vida y hacer fecundos nuestros proyectos y nuestras iniciativas»[6]. Cualquiera que sea nuestra vocación –ya sea en el matrimonio o en el celibato–, es una llamada a compartir la propia vida con Dios y a darla a los demás. Seguramente Juan, mientras echaba una mirada atrás al escribir su Evangelio, no habría cambiado nada por tener la oportunidad de seguir a Cristo. Así es como Dios actúa en cada persona: «El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja»[7].


JUAN, al rememorar aquel primer encuentro con Jesús, recoge la reacción inmediata de Andrés: fue a buscar a su hermano Simón Pedro y le anunció que había descubierto al Mesías. Pero no se conformó con la palabra, sino que quiso que él mismo lo viera con sus propios ojos. Por eso lo llevó ante el Señor y él, mirándole, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» (Jn 1,42).


Cuando uno recibe una buena noticia, o le ocurre algo que le llena de júbilo, la primera reacción natural es compartirla con las personas queridas. Y esto, al mismo tiempo, multiplica la alegría, pues contagia a los demás el motivo de su felicidad. Esto mismo es lo que le sucedió a Andrés y al resto de los apóstoles. Cuando difundían el Evangelio no se limitaban a transmitir instrucciones, sino que comunicaron una realidad que llenaba de gozo y que ellos mismos testimoniaban con su vida. Por eso san Josemaría escribió: «Tú, que vives en medio del mundo, que eres un ciudadano más, en contacto con hombres que dicen ser buenos o ser malos…; tú, has de sentir el deseo constante de dar a la gente la alegría de que gozas, por ser cristiano»[8].


La Virgen María llevó a su pariente Isabel la alegría de haber concebido al Mesías. En el Magnificat ensalzó lo que el Señor había hecho en su alma y manifestó que su misericordia llegará a todos los hombres (cfr. Lc 1,46-56). «Nuestra oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como ella, sentiremos el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra»[9].