"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

22 de enero de 2024

LA SANTIDAD ES RECOMENZAR

 


Evangelio  Mc 3, 22-30


En aquel tiempo, los escribas que habían venido de Jerusalén, decían acerca de Jesús: "Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera".


Jesús llamó entonces a los escribas y les dijo en parábolas: "¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Porque si un reino está dividido en bandos opuestos no puede subsistir. Una familia dividida tampoco puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa.


Yo les aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno". Jesús dijo esto, porque lo acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.



PARA TU RATO DE ORACION 



«EN VERDAD os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno» (Mc 3,28-29). Son palabras fuertes de Jesús, que siempre impresionan. Algunos escribas lo habían acusado de obrar por el poder de Satanás. Y el Señor, tras hacer ver lo absurdo de esa calumnia, pronuncia aquellas palabras: unas palabras «impresionantes y desconcertantes» sobre el «no-perdón»1 que merecerá quien peque contra el Espíritu Santo.


Para santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo no se puede perdonar porque «excluye aquellos elementos gracias a los cuales se da la remisión de los pecados»2; no es Dios quien se niega a perdonar, sino que el hombre da la espalda a su poder misericordioso. Este pecado consiste en «el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz»3. Dios, como buen Padre, no se cansa de ofrecer su salvación. Y el Espíritu Santo siempre busca limpiarnos la mirada sobre nuestras faltas, para llevarnos a la penitencia y distribuir los frutos de la Redención. Pero el hombre puede cerrarse a esa oferta, puede negarse a la conversión, puede hacer su conciencia impermeable y reivindicar un pretendido derecho a perseverar en el mal. Es lo que la Sagrada Escritura suele llamar “dureza de corazón” (cf. Sal 81,13; Jer 7,24; Mc 3,5).


Podemos pedir al Señor un corazón sensible ante el bien y el mal, con el convencimiento de que el pecado está presente en nuestra vida. El Espíritu Santo, si somos dóciles a los toques de su gracia, nos ayudará a reconocernos siempre necesitados del perdón de Dios, a asombrarnos de su poder, suscitando en nosotros una continua conversión.


«SE OPONDRÁN a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante»4.


Siempre tendremos cierta inclinación al mal, fruto del pecado. Su aspecto y el relieve posiblemente irá mutando con el tiempo, pero siempre estará ahí, poniendo a prueba nuestra salud espiritual. Por eso, necesitamos estar vigilantes, fomentando el espíritu de examen y dispuestos a luchar animosamente para ser buenos hijos de nuestro Padre Dios. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante»5. Así hablaba san Josemaría el primer día del año 1972, como señalando las coordenadas en que se desenvolvería su vida interior durante ese año: luchar, porque es lo que nos corresponde en la tierra hasta el final, hasta nuestro premio y descanso en el cielo. Pero luchar siempre por amor: «Lucha es sinónimo de Amor»6. La lucha es una afirmación alegre que se desarrolla en un clima optimista, confiado y sereno, sin sombra de crispación o tristeza. La lucha, enfocada como hijos de Dios, trae siempre paz, ya que no es otra cosa que la respuesta libre del hombre a un Dios que lo quiere con locura.


SI EL PECADO contra el Espíritu Santo consiste en una cerrazón radical del alma a la acción salvadora de Dios, la santidad, al contrario, es una «permanente apertura a Dios y una lucha por hacer crecer el don que nos ofrece en beneficio nuestro y de los demás»7. Cuando entendemos que la santidad es una «relación de amor con Dios que se hace vida, pero que está siempre en crecimiento, siempre amenazada, siempre empezando»8, entonces podremos buscarla realmente en nuestra vida cotidiana: en el trabajo, en la familia, en las relaciones de amistad, etc.


El clima de nuestra santidad es el de la misericordia de Dios. Queremos ser buenos hijos y comportarnos como tales. La perfección que nos interesa no es la de quien pretende imaginariamente lograr hacer todo bien y no tener defectos, sino la de quien desea vivir más metido en la lógica del amor de Dios. «La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva»9.


Nuestra Madre nos guía en este camino. Ella «es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve, María…»10.