Evangelio (Mc 1,14-20)
Después de haber sido apresado Juan, vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios, y diciendo:
— El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio.
Y, mientras pasaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús:
— Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres.
Y, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Y pasando un poco más adelante, vio a Santiago el de Zebedeo y a Juan, su hermano, que estaban en la barca remendando las redes; y enseguida los llamó. Y dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se fueron tras él.
PARA TU RATO DE ORACION
LA PRIMERA lectura relata la misión que recibió Jonás por parte del Señor: «Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo». Marchó entonces el profeta y comenzó a proclamar: «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!». Los ninivitas supieron acoger las palabras de Jonás y «proclamaron el ayuno y se vistieron de saco». Al ver Dios «su conversión de la mala vida, se compadeció y se arrepintió»: la catástrofe con que había amenazado a Nínive al final no tuvo lugar (cfr. Jon 3, 1-5. 10).
Toda conversión requiere una respuesta libre: el principal interesado en cambiar es uno mismo. Pero no se trata simplemente de modificar ciertos comportamientos externos, sino que es algo mucho más profundo: implica dejar que sea Dios el centro de la propia vida, y no los modelos del mundo. «Es un cambio decisivo de visión y de actitud. De hecho, el pecado –sobre todo el pecado de la mundanidad, que es como el aire, está por todas partes– trajo al mundo una mentalidad que tiende a la afirmación de uno mismo contra los demás, e incluso contra Dios»[1]. Los habitantes de Nínive dejaron atrás sus viejas seguridades, aquella perversidad que había llegado hasta la presencia del Señor (cfr. Jon 1,2), y abrazaron el sacrificio y la penitencia para ganarse el favor divino, que no era otro que el de ganar su propia felicidad.
El mensaje que el Señor dirigió a los ninivitas les invitaba a tomar distancia de las realidades mundanas y a reconocer que solo lo que proviene de él puede hacerles dichosos. Acoger esa llamada implica, ante todo, confiar en su palabra, dejarse curar por Dios y abrirnos a su compañía. De este modo, él actúa en nuestros buenos deseos y fortalece nuestros esfuerzos por seguirle. «Para un hijo de Dios –comentaba san Josemaría–, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin del camino, que es el Amor. Por eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios, ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!»[2].
EL EVANGELIO también nos habla de la invitación de Jesús a una nueva vida. En cuanto supo que Juan había sido arrestado, el Señor se marchó a Galilea a predicar: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio». Y a continuación, san Marcos relata la vocación de los primeros discípulos: «Mientras pasaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: “Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres”» (Mc 1,14-18).
Cristo es la «gran luz» (Is 9,1) que iluminó a los habitantes de Galilea y a los apóstoles. El fundamento de la conversión y de la vocación de los discípulos es él mismo. Si ahora aquellos hombres han cambiado sus vidas es precisamente porque Jesús les ha llamado. A veces puede parecer imposible «abandonar el camino del pecado porque el compromiso de conversión se centra solo en uno mismo y en las propias fuerzas, y no en Cristo y su Espíritu. (...) Nuestra fidelidad al Señor no puede reducirse a un esfuerzo personal, sino que debe expresarse en una apertura confiada de corazón y mente para recibir la Buena Nueva de Jesús»[3].
Los primeros discípulos supieron reconocer en Jesús esa gran luz que iluminaba sus vidas. Ese encuentro transformó la orientación de su futuro. Por eso, «al momento dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4,22). Aquello que había sido parte esencial de su día a día –la pesca– queda entonces integrado y supeditado a los planes que el Maestro les confiere. Ciertamente, el Señor no pide a todos los hombres que dejen las redes de esa manera. Sin embargo, toda vocación «es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: esa es la llamada»[4].
ABRIR el corazón y responder a la llamada de Dios a la conversión es el primer paso en el camino hacia la santidad. Los apóstoles se decidieron a seguir a Jesús, pero todavía tenían mucho que cambiar en sus vidas. En este sentido, san Josemaría escribió: «La conversión es cosa de un instante; la santificación es tarea para toda la vida. La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar –en las nuevas situaciones de nuestra vida– la luz, el impulso de la primera conversión»[5].
Jesús no nos exige llevar una vida perfecta. Él desea que no nos separemos de él: esa es la raíz de nuestra eficacia, y no tanto la ausencia de debilidades. Por eso, lo decisivo no es no caer nunca, sino querer recomenzar en cada momento y buscar siempre la unión con el Señor. Al reconocer nuestra fragilidad nos conocemos mejor a nosotros mismos y conocemos también la manera de actuar de Dios, que siempre sale de nuevo a nuestro encuentro, y lo hace con especial delicadeza cuando descubrimos y aceptamos nuestros defectos. El recuerdo de nuestra primera llamada, cuando dejamos que Jesús fuese el centro de nuestra vida, nos podrá ayudar cuando nuestros errores quizá sean más evidentes y nos llenen de confusión.
«Recuerda tu Galilea y camina hacia tu Galilea. Es el “lugar” en el que conociste a Jesús en persona; donde él para ti dejó de ser un personaje histórico como otros y se convirtió en la persona más importante de tu vida. No es un Dios lejano, sino el Dios cercano, que te conoce mejor que nadie y te ama más que nadie»[6]. Quizá Pedro, cuando lloró por haber negado tres veces a Jesús, recordó algunos momentos compartidos con él: el día de su llamada, las conversaciones íntimas, la alegría al presenciar los milagros… Y esto fue lo que tal vez le impulsó a no caer en la desesperación y le recordó algo que también nosotros tenemos experimentado: que necesitamos acoger con frecuencia la misericordia divina. En los momentos de dificultad, la Virgen María también nos ayudará a buscar la mirada de su Hijo y a recordar que Dios nos llama siempre.