Evangelio (Jn 1,19-28)
Éste es el testimonio de Juan, cuando desde Jerusalén los judíos le enviaron sacerdotes y levitas para que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». Entonces él confesó la verdad y no la negó, y declaró:
— Yo no soy el Cristo.
Y le preguntaron:
— ¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?
Y dijo:
— No lo soy.
— ¿Eres tú el Profeta?
— No - respondió.
Por último le dijeron:
— ¿Quién eres, para que demos una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?
Contestó:
— Yo soy la voz del que clama en el desierto: «Haced recto el camino del Señor», como dijo el profeta Isaías.
Los enviados eran de los fariseos. Le preguntaron:
— ¿Pues por qué bautizas si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el Profeta?
Juan les respondió:
— Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis. Él es el que viene después de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de la sandalia.
Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.
PARA TU RATO DE ORACION
HEMOS COMENZADO un nuevo año. Jesucristo es el Señor del tiempo, de la historia, y queremos que sea también el centro de nuestras vidas. Se abre una nueva etapa para amar, para servir, para recorrer el camino en su presencia. Nos ilusiona que también este año «todo gire cada vez más en torno a su Persona»[1]. La venida del Mesías «es el acontecimiento cualitativamente más importante de toda la historia, a la que confiere su sentido último y pleno»[2]. Él llena nuestras jornadas y la entera existencia del cristiano. En estos primeros días aprovechamos para confiar a su divina Providencia las ilusiones y esperanzas que tenemos depositadas en el año que iniciamos.
La centralidad de Jesucristo viene formulada por el mismo Jesús, en el evangelio de san Juan, con la expresión «permaneced en mí». El discípulo amado está presente en el cenáculo, junto al Señor, y allí escuchó esa expresión de sus labios: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,5). El más joven de los apóstoles escribe su evangelio en último lugar: ha tenido más tiempo para reflexionar y madurar el misterio de Cristo. Y después de muchos años, el eco de estas palabras aún le sigue conmoviendo. Por eso encontramos la misma expresión en la primera de sus cartas, que leemos hoy en la liturgia de la Palabra: «Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (1 Jn 2,24). Es lo que sucede entre la vid y los sarmientos: estos reciben de ella toda su vida, sin ella pierden poco a poco la fuerza.
Permanecer, «esa palabra tan querida por el Señor que la repetirá muchas veces… Si permaneces en el Señor, en la Palabra del Señor, en la vida del Señor, serás un discípulo»[3]. Jesús quiere unir su vida con la nuestra; más aún, fusionarla. Permanecer en Él es vivir por él, con él y en él. Decía san Ambrosio: «Recoge el agua de Cristo (...). Llena de esta agua tu interior, para que tu tierra quede bien humedecida (...); y una vez lleno, regarás a los demás»[4].
PARA EL CRISTIANO, «vivir es Cristo. Y si, a veces, por debilidad, cansancio, o por tantas circunstancias de la vida, perdemos de vista esta realidad, Él siempre nos está esperando»[5]. San Josemaría expresaba esta necesidad de unión con Cristo con estas palabras: «Seguir a Cristo –venite post me et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19)– es nuestra vocación. Y seguirle tan de cerca que vivamos con Él, como los primeros Doce; tan de cerca que nos identifiquemos con Él, que vivamos su Vida, hasta que llegue el momento, cuando no hemos puesto obstáculos, en el que podamos decir con San Pablo: “No vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20)»[6].
Durante los días de Navidad, al contemplar al Niño recostado en un pobre pesebre, rodeado por el cariño de María, José, y por el calor de unos pocos animales, le mostramos nuestros deseos de amor y de unión con él. Si volvemos los ojos hacia él, tan pequeño y al mismo tiempo Rey del universo, nos sentiremos dulcemente impulsados a perseverar con firmeza durante este nuevo año, durante toda la vida, en la tarea de identificarnos con él: «Amemos a Cristo, busquemos siempre su proximidad, y parecerá fácil todo lo difícil»[7].
Durante una Navidad, san Josemaría le mostraba al Señor sus deseos de unión y de amor: «¡Oh, Jesús –le diré– quiero ser una hoguera de locura de Amor! Quiero que mi presencia sola sea bastante para encender al mundo, en muchos kilómetros a la redonda, con incendio inextinguible. Quiero saber que soy tuyo (...). Sufrir y amar. Amar y sufrir. ¡Magnífico camino! Sufrir, amar y creer: fe y amor. Fe de Pedro. Amor de Juan. Celo de Pablo. Aún quedan al borrico tres minutos de endiosamiento, buen Jesús, y manda... que le des más Celo que a Pablo, más Amor que a Juan, más Fe que a Pedro: El último deseo: Jesús, que nunca me falte la Santa Cruz»[8].
JUAN BAUTISTA aparece de nuevo en el evangelio de hoy, como sucedió durante el Adviento. Las autoridades del Templo envían a la otra orilla del Jordán sacerdotes y levitas para interrogarlo: «¿Tú quién eres?» (Jn 1,19). Le importunan con muchas preguntas, con la intención de acorralarlo: ¿eres el Mesías, eres Elías, eres un profeta? «¿Qué dices de ti mismo?» (Jn 1,22). Las respuestas del Bautista nos hablan de alguien que tiene la voluntad de Dios como horizonte de la propia vida. «Yo soy la voz que grita en el desierto» (Jn 1,23). Mi única misión –viene a decirles– es preparar a Israel para que reciba de corazón al Redentor.
Permanecer en Jesucristo es estar en comunión con él: que Jesús esté presente en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en nuestras obras. La prueba más evidente de permanecer en Jesucristo es guardar sus palabras y sus mandamientos; él mismo nos ha dicho que quien lo hace «permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 3,24). Le pedimos al Señor el don de que cada uno de nosotros y todos los cristianos respiremos con el Evangelio. «Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar –al hilo de unas palabras de san Josemaría– nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? No basta decirlo con la boca. Tú –lo pregunto a cada uno de vosotros y me lo pregunto a mí mismo–, tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido, facere et docere, a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre, para que de esta manera puedas empujar a todas las almas a participar de las cosas buenas, nobles, divinas y humanas de la redención? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo?»[9].
Nos alegramos con la Virgen María, feliz al tener en sus brazos al Salvador, fruto de su fidelísima escucha a la Voluntad de Dios. Por ella «el Verbo se ha hecho carne y habitó entre nosotros»[10]. Le pedimos que no nos «falte la fe, ni la valentía, ni la audacia para cumplir la voluntad de nuestro Jesús»[11].